Fundamentalistas del palo chico, los cracks del bowling argentino

Por: Nicolás G. Recoaro

A contramano del modelo globalizado de bocha grande y pinos largos, el juego creció en el país con la modalidad duckpin.

La llanura llega lustrosa hasta el horizonte de palos. El hombre otea la lejanía y medita el tiro unos segundos. «No hay que dejar que un pino tape el bosque», filosofa Néstor «Bucky» Nicolini, erudito jugador de bowling, al tiempo que acaricia una bocha con devoción, en las instalaciones de la Sociedad Italiana de Tiro al Segno, Sitas, en el corazón de El Palomar. «Hay que tener muchos factores en cuenta, como los efectos de la bocha –asegura–. Pero la clave es conocer bien las canchas: de madera, sintéticas, laqueadas…  Hay lugares muy difíciles. Tranquilamente puede llevar 20 años dominar el terreno.»

Nicolini es un baqueano experto en la geografía de las boleras nacionales. Con 63 años sobre el lomo, lleva más de 40 derribando bolos con la potencia de sus bombazos. Su fervor por la disciplina de palo chico arrancó en los ’70, años tórridos de la primera «fiebre del bowling» en estas tierras. Su bautismo de fuego fue en el club Morón. Con la vuelta del general Perón al país, Nicolini y su barra de amigos resignificaban una de las máximas justicialistas: iban de casa a la bolera y de la bolera a casa. «Estaban los clubes, pero también empezaban a proliferar las confiterías. Era una salida económica, bien popular. Te tomabas una gaseosa, comías un sánguche y jugabas unas líneas por menos de 2000 pesos moneda nacional, dos fragatas», recuerda, mientras calibra el primer tiro de la noche.

El grupo empezó bien desde abajo, en la tercera división. Un directivo de Morón les vio pasta de campeones y propuso federarlos. Dieron el batacazo y ascendieron sin transpirar. Dos años después, a puro strike escalaron a la máxima categoría. Nicolini dio un paso al costado cuando hicieron cumbre: la colimba, los estudios en la UBA y el trabajo docente lo alejaron por casi diez años de las canchas. Pero, se sabe, siempre se vuelve al primer amor: «Me reincorporé en el ’85, en la mítica bolera Thaler, cerca de la estación. Armé un equipo y no paré hasta hoy.» Durante la segunda gran ola del bowling, en los ’90, paseó su magia por canchas de todo el país: Mendoza, Necochea, Saladillo. Ganó todos los torneos habidos y por haber. Cerró la década concretando el sueño del pibe: abrió la bolera propia en San Nicolás. El boom del bowling se empezaba a quedar sin pólvora. Y el crac de 2001 lo dejó nocaut: «Fue un golpazo, desapareció la clientela, casi pierdo la casa.» Un auténtico strike en contra.

El yerro económico no lo alejó ni un milímetro de su pasión. Hoy trabaja en las canchas del Sitas y mantiene intacta la puntería. Nicolini toma carrera con elegancia, lanza la bola y se carga a la familia entera de palos. Antes de despedirse, enciende un rubio y recuerda su partido perfecto: «En el Palo de Oro, que se jugó acá. Hice 238 puntos, una locura. Lo más cerca que estuve del número perfecto.»

Palo bonito

En pocos minutos, arrancan los cuartos de final de la Copa Federación, uno de los encuentros cardinales del bowling porteño. Rigoberto Sosa, presidente de la Federación Metropolitana, apura los últimos preparativos, antes de que los equipos den inicio al sagrado ritual de las líneas.

La institución congrega a los fundamentalistas del palo chico, el duckpin, la versión con más historia en nuestro país, frente al modelo globalizado –palos largos y bolas de siete kilos– que gana terreno desde los noventa. La tradición es también fuerte en Uruguay, Canadá y los Estados Unidos, donde se realizan torneos desde 1896. «No lo dudo, en la Argentina reina el palo chico. Será por nuestra forma de ser, de compartir. El palo grande es más individualista. Acá gana el compañerismo, el equipo», asegura Sosa.

Con algo de nostalgia setentista, recuerda sus rateadas del trabajo para regalarse un par de líneas en Palo Cero, una bolera que estaba enclavada en Bartolomé Mitre y Callao. Buenos Aires era la ciudad de los bowlings, había más de cien: «Ahora no hay tantos, y la gente joven no se acerca como antes. En el interior es otra historia, ahí está el semillero.» A la hora de definir su estilo de juego, Sosa recupera las enseñanzas del uruguayo Héctor «Gurí» Guerrero, genio y figura del deporte bajo techo: «El mejor de todos los tiempos. Un innovador que entendía al bowling como una actividad creativa. Acá no es voltear palos y nada más, no es tan fácil. Y eso es lo que me hace latir el corazón cada vez que entro a la cancha.»

Marta Bartolosi calienta su muñeca en la cancha 3, sin perder ni un solo gramo de glamour. Llegó al mundo de los palos cuando conoció a su marido: «Era fanático. Yo lo acompañaba, no jugaba. Estaba como intrigada y no entendía demasiado. Era un espacio de encuentro social donde reinaban los caballeros, eran pocas las mujeres que se animaban.» Bartolosi demoró casi una década en pasar al otro lado del mostrador. Un buen día se anotó en la categoría damas, armó un equipo en el Sagitario de su Ramos Mejía natal y quedó prendida para siempre. Para las jugadoras, resalta, es más importante la maña que la fuerza: «No hay con qué darle a la técnica: una bocha bien colocada voltea todos los palos.» Aunque comparte el lecho y las canchas con su esposo, Marta no mezcla los tantos: «No me gusta que me ande dando instrucciones. ‘Que corré por acá… que tirá por allá’. Yo lo amo, pero tengo mi propio estilo.»

Línea mortal

No hay dudas, el deporte hermana. Para muestra, basta con asomarse a la cancha 1. El equipo que conforman Daniel Alvarado, representante de Huracán, y Javier Alcoba, de San Lorenzo, deja en el olvido las añejas disputas de los enemigos íntimos. «Eso es puro folklore. Acá demostramos que lo importante es la amistad, y no las chicanas de barrio», asegura Alvarado, un morocho bien conservado, nacido y criado en Parque Patricios. Su joven compañero cuervo agrega: «Se vive algo muy lindo en el bowling. A mí me hizo conocer gente de todo el país. Voy a Tucumán, Miramar o Rosario y siempre están las puertas abiertas.»

Hoy los espera una parada difícil. Enfrente hay un potente combinado que mete miedo: dos jugadores muy precisos que representan al Sagitario y a Bella Vista. Luego de miles de combates, Alvarado dice que está tranquilo. El quemero sabe más por viejo que por diablo. Nada de roscas, contrarroscas ni efectos combados. Su arma secreta es el bowling añejo: «La vieja escuela, señor. Caminata de tres pasos y la insuperable bocha deslizada.» El pibe Alcoba es más pragmático: confía en la fuerza de su juventud y de sus bochazos estilo Gringo Scotta.

Antes del tiro inicial, priman los buenos modales, y los contendientes se dan un fuerte apretón de manos. Alvarado da el puntapié de honor. Respira hondo, frota la suela de cromo del zapato izquierdo contra la madera lustrada y sale disparado. En el horizonte, los machucados palos aguardan, estoicos, el golpe mortal. «

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