Frío

Por: Ricardo Gotta

Si no fuera que las vacaciones de invierno demoran en llegar, les podría contar historias de la Antártida, o de Alaska y sus inupiat y yupik.

Se eriza la piel del abuelo al extraer a sus dos nietos de la somnolencia de las sábanas calentitas, para exponerlos, abrigados hasta la nariz, en horas disparatadas en las que recién despunta el sol y cuando todo se desliza como sobre escarcha. El cole espera a los niños. Aunque el termómetro sólo muestre ceros que hacen nos castañear los dientes.

El vapor sale de entre sus labios pequeñitos, arrugados en posición de silbar, que sólo modifica cundo no logra evitar su propia risita de felicidad. La capucha con el unicornio no deja ver el flequillo de la niña. Las manos enguantadas se aferran al calor redoblado de los bolsillos. Le brillan los ojitos al ver que sus amiguitos hacen dibujos locos en los vidrios empañados del jardín, antes de ingresar.

El hermano mayor ya había entrado a su salón de la primaria. Llegó con los recuerdos ardientes de la noche anterior. Del frío que no sintió el chiquilín emocionado al ingresar por primera vez en la cancha monumental, de la mano de su abuelo. Se gastó la voz gritando por los ídolos que conoció en la tele y que ahora veía hacer gambetas en vivo, casi al alcance de la mano. Ni qué hablar cuando el morocho que juega de 9 empezó a meter goles y cada uno fue un jolgorio de abrazos y besos. El viento del río no traía nieve sino gritos de “óleee”…

Si no fuera que las vacaciones de invierno demoran en llegar, les podría contar historias de la Antártida, o de Alaska y sus inupiat y yupik. Otras más cercanas de faros y piratas en Tierra del Fuego, o incluso alguna de Madryn donde, cuando sube un poco la térmica, llegan ballenas y ballenatos para ser avistados. También esa otra, ocurrida bien cerca pero hace tanto que fue en la casa de su propia abuela, cuando la tortuguita, que se llamaba Pepa y no Manuela, abandonó  la hibernación, salió de su caparazón y se devoró la hojita de lechuga.

El abuelo les cuenta cuentos de la nieve en la que los duendes saltan y llegan para abrazarlos y decretar torrentes de igualdad, solidaridad, sonrisas y también de juguetes y caramelos. Que cuando él era chico, se desvivía, como ellos ahora, por un incomparable “cocholate” caliente. Y que si había churros, la felicidad se convertía en foto inolvidable. También que por las mañanas se bancaba ese rato de frío mientras aguardaba el disfrute de ponerse las medias que tomaban calor en la carcasa de la estufa que a duras penas podía darle unos graditos más a esa habitación de techo alto como el cielo, que se asemejaban a un congelador y que tenía chifletes por todos lados…

Esas historias que hacen tiritar de sólo recorrerlas. Pero que entibian el alma.

Sería maravilloso poder replicarlas y envolverse en ellas, sin la necesidad íntima, por elemental vínculo con el otro, de detenerse en que el destino bendito de estos niños que no sufren el frío, resulta un raro privilegio, que no debería ser tal, ante los tantos que sí lo padecen; los que caminan kilómetros para llegar al aula, o los que directamente carecen de aulas que los cobijen. Los miles, sumergidos en la más cruel de las desigualdades, que no viven en ese elemental bienestar; aún más los que enfrentan mayores precariedades, o  quienes siquiera tienen un techo para cobijarse, una salita donde curarse, un plato digno para alimentarse.

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Ni qué hablar, aunque a esta altura parezca baladí, el frío que le dio al abuelo pasar por Tecnópolis y ver cómo convirtieron en un negocio lo que era una fiesta para el alma de los pibes, con un circo hollywoodiano. Y que, para disimular la crueldad, sumaron una actividad (privada, claro) de dinosaurios y dragones, con una entrada que para el bolsillo popular representa más de un PBI.

O cómo deben tolerar el alma gélida, los hijos de esos padres que trabajaban en las 10 mil pymes que cerraron en estos seis meses de macabro experimento saqueador. Frío en esas usinas fenomenales de laburo, en los pequeños locales o en las fábricas de producción suspendida. En horas en que la actividad sí explota en timbas de dólares y las aberrantes empresas de apuestas que con impunidad patética, empujan a los pibes al abismo.

El hielo que el frazadazo intentó paliar mientras hay gobiernos que le roban colchones a los que viven en la calle, o un bufón balbucea que no hay acción prevista ante la crudeza del invierno. O el de la noche tucumana, cuando de riguroso negro, el presidente de esta distopía maldita, leyó con furcios, frases que eran de por sí inconexas, ante tipos abrigados con bretos carísimos, resguardados de gripes y otros males mayores que merecerían por su traición brutal. No sólo la de firmar un acta infame.

También frío, el vinilo que ese abuelo escuchaba en su rebelde adolescencia y que hablaba de «llorar con la gloria de una marcha militar y un banderín agitar frente a un ejército popular». Muchos infaustos vivaron el desfile del 9 de julio; a los que jugaron como niños en los tanques; a los que pusieron banderas con loas carapintadas; a los ex combatientes que desfilaron, muchos acusados de haber torturado a los chicos que dieron su piel en las Malvinas.

A propósito, nunca está de más recordar. Son 30.000. Va por los cretinos que se desafían paseándose en Falcon. Va por madres secuestradas, obligadas a parir en los álgidos pisos de los chupaderos. Hierve la sangre, sólo con recordarlo.

Como da escalofríos pensar que en Francia o Gran Bretaña pudieron haber vencido las enajenadas ultra: sus izquierdas se unieron, aunque, nunca tan redondo, no sea por amor sino por espanto. Unidad y resistencia. Grito urgente para que sea escuchado por estos lares. Da espasmos de olas polares observar que, a pesar del brutal desbarranque aún haya quien dice representar al campo popular y sólo atina a mirarse al espejo, aferrado a su ego.

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Esas olas que de ningún modo son las del mar, siempre helado en el primer chapuzón, más tibio al rato. El abuelo otra vez cumple el sueño vital de jugar con sus nietos, abrazarlos, resguardarlos de la fuerza del agua, darles calor, volver a abrazarlos, cuando al fin, ya con los dedos arrugados y el ánimo extasiado, salen a la arena, a la playa, al mundo.  

El sol entibia las manos mientras las teclas dan reflejo a reflexiones acurrucadas en un texto que intenta sacudir el frío con recuerdos gratos, tiernos, sabrosos para cruzar a muchos otros que hielan la sensibilidad, al tiempo que hacen hervir la furia ante tantas historias puercas que nos rodean. «

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