Frankenstein, una paternidad disfuncional

Por: Juan Pablo Cinelli

A 200 años de su publicación, la novela gótica de Mary Shelley puede ser leída como un cuento de monstruos, un relato de ficción que adelanta la Revolución Industrial, o como la conflictiva historia de un papá y su hijo. Ideal para el Día del Padre.

Es cierto que puede haber algo de paradójico en el hecho de publicar una nota sobre Frankenstein el mismo domingo en que se celebra el día del padre. También es cierto que tal vez no haya nada más oportuno. ¿O acaso hay una mejor forma de leer la novela que volvió inmortal a Mary Shelley que en clave de conflicto entre padre e hijo en el marco de una familia disfuncional? Es obvio que en la superficie de una primera lectura Frankenstein es una historia de miedo, un cuento de monstruos. Así es como nació en aquellas vacaciones a orillas de un lago suizo que el matrimonio feliz que integraban Mary y su marido poeta, Percy Shelley, compartieron con el refinado lord George Byron y su médico personal (y escritor aficionado) John William Polidori. Transcurría el verano de 1816 y, según dice la leyenda, todos se hospedaron en un viejo castillo alquilado por Byron, la Villa Diodati. Fue él quien durante una de esas noches, a la que no cuesta nada imaginar tormentosa, propuso un desafío competencia en la que cada uno debía escribir una historia macabra.

De ese juego nacieron las dos grandes leyendas de la novela gótica que el siglo XX volvería inmortales. Por un lado El vampiro, la nouvelle del doctor Polidori que resultó una influencia fundamental para que 80 años más tarde Bram Stoker defina para siempre el mito vampírico en Drácula. Por el otro la historia de Víctor Frankenstein, el científico que consigue insuflarle vida al cuerpo de un hombre muerto, escrita por la joven Shelley, que entonces no tenía más de 18 años. Hay una película que recrea aquella noche impregnándola de un halo pesadillesco: se trata de Gothic (1986), del cineasta inglés Ken Russell, en la que Gabriel Byrne interpreta a Lord Byron y Miranda Richardson a Mary Shelley. Frankenstein o el moderno Prometeo, título completo de la novela, se publicó un par de años después, en 1818, hace exactamente dos siglos.

Pero la historia de monstruos no alcanza para explicar la persistencia de esta novela que el cine terminó de instalar en la memoria colectiva, incluyendo menciones directas o indirectas a sus personajes en más de 200 películas. En sus páginas hay algo más que le ha permitido atravesar estos 200 años con excelente salud. Aquí debe mencionarse su valor como ficción acerca de la avidez creadora del hombre, sobre su ambición por alcanzar ese lugar que las tradiciones religiosas le reservan a Dios. Y más aún, porque la novela de Shelley funciona a la vez como relato mítico cercano a la historia de Babel, pero también como espejo de su tiempo. Frankenstein se publica en los albores de la Revolución Industrial, al comienzo de una era que estaba a punto de cambiar el mundo radicalmente. En la asombrosa percepción de ese salto tecnológico que estaba por darse, se encuentra el núcleo de la novela. De forma primitiva, claro, expresada a través de las herramientas de la literatura fantástica, que más o menos a partir de ahí también empieza a convertirse en el gran oráculo del futuro. No es descabellado pensar en la novela de Shelley como una fantasía científica que, aunque de forma tangencial y lejana, se adelanta a la medicina genética y las técnicas de reproducción asistida, que es lo más lejos que el hombre ha llegado a intervenir en los procesos de la creación de la vida. De ahí a hablar de paternidad hay un pasito.

Porque Frankenstein no es más que el relato de una paternidad traumática y alcanza con una breve sinopsis para comprobarlo. El doctor Frankenstein logra darle vida a un homúnculo formado por restos cadavéricos de diferentes cuerpos. Inicialmente intenta educarlo, pero cuando se da cuenta de la naturaleza contrahecha de su creación, la rechaza y la abandona. La criatura, que si bien no tiene nombre se la conoce con el apellido de su creador (que es lo mismo que ocurre en las sociedades patriarcales en la que los hijos llevan el nombre del padre), debe aprender a sobrevivir en el mundo por sí misma. Y cuando logra entender la forma en que funciona el mundo, concluye, acertadamente, que la culpa de sus desgracias la tiene su creador, es decir su padre, y al él va a reclamarle. Le pide una compañera y Víctor al principio acepta dársela, lo cual vuelve al asunto un poco incestuoso. Pero al notar lo doblemente monstruoso de aquello, el doctor termina matando a esta nueva hija, enfureciendo al hijo que a su vez mata a la esposa del padre, quien a partir de ahí se dedica a perseguir a su criatura para vengarse.

Para quien aún no haya entendido de qué va la cosa, Frankenstein no es más que un novelón familiar de olorcito dickensiano –aunque en 1818 Charles Dickens tenía apenas seis años–. La historia de un huérfano caprichoso que en una escenita de celos se carga a su madrastra, desatando la ira de un padre que, como corresponde, lo corre por todas partes para castigarlo, mientras el hijo huye hacia el Polo Norte como haría cualquier chico para escapar de esos chirlos que se tiene bien ganados. Fácil, ¿o no?

En este punto también es necesario destacar que se trata de una historia de paternidad en la que no participa una mujer. Víctor Frankenstein es un hombre que consigue engendrar vida por sí mismo, reproduciendo el modelo del padre creador de casi todos los relatos religiosos. Pero Shelley se encarga de marcar con firmeza la diferencia entre aquella creación divina y esta paternidad autoengendrada, una concepción a la que la ausencia de la mujer vuelve monstruosa. Doscientos años después, a pocos extraña que un chico tenga dos madres o dos padres. Un futuro que, más allá de su frondosa fantasía, Shelley no vio venir.

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