Flores robadas en el mercado de Barracas

Por: Nicolás G. Recoaro

Una fría mañana entre claveles, rosas y crisantemos en el Mercado de las Flores.

Gabriel camina por el pasillo central del Mercado de las Flores arrastrando los pies bajo la sotana. «Venimos a comprar todos los viernes, para el altar de nuestra iglesia de Solano», detalla el joven fraile franciscano, mientras consulta en un puesto el precio de los ramos de margaritas. «Hay que llegar temprano para conseguir las más lindas –explica–. Y usted sabe: al que madruga, Dios lo ayuda».

Pasan apenas algunos minutos de las seis de la mañana. Comienza a poblarse de compradores el pantagruélico galpón ubicado en la calle Olavarría, del barrio de Barracas. En el último sur porteño, a pasitos de la estación Buenos Aires del Belgrano Sur, no lejos del Riachuelo, esas aguas cenagosas que, decía Borges, separan a la ciudad capital de los superpoblados suburbios, los vendedores ajustan detalles en sus puestos, ordenan los ramos, degustan bizcochitos de grasa para llenarse la panza y convidan mates que combaten el frío del otoño. «El año viene bravo. Sobre todo por la política, el mal clima y las inundaciones», cuenta a Tiempo Osmar Coelho, el hombre a cargo del funcionamiento de la catedral argentina de la floricultura. Su trabajo es titánico, como el galpón de más de 20 mil metros cuadrados que da techo a la Cooperativa Argentina de Floricultores. «Vivimos medio a contramano del mundo. Arrancamos a trabajar a la medianoche con la descarga, cuando llegan los productores», explica Coelho. En su mayor parte, los delicados cargamentos llegan a buen puerto desde el cinturón verde bonaerense que conforman Escobar, Florencio Varela, La Plata y Pilar, pero también hay flores que vienen desde Corrientes e incluso desde la austral Bariloche.

Hay en el país unas 2500 hectáreas cultivadas de flores, un 25% en invernaderos. Según la Confederación Argentina de la Mediana Empresa, el 58% del terreno cultivado está en la provincia de Buenos Aires. Los claveles, las rosas y los crisantemos son las variedades con más historia y representan la mitad de la producción, pero desde hace algunos años, los floricultores nacionales han comenzado a explorar nuevas especies, como lisianthus, lirio o azucena, gerbera, astromelia, freesia y flores tropicales.

«En las semanas de calor es impresionante la variedad, pero un día tan frío como hoy merma casi en un 50% «, dice Coelho y sorbe un mate amigo. «Igual, hace unos 15 años, en invierno ibas al mercado y no conseguías nada. Ahora se mejoraron las semillas. La tecnología ayuda», advierte el productor de origen portugués, tercera generación de floricultores. «La nuestra es una actividad que da mucho trabajo a los migrantes: japoneses, portugueses, italianos y, en los últimos años, a paraguayos y bolivianos. El migrante boliviano es un gran trabajador de las flores, le pone mucha dedicación. En flores y verdura, es el mejor. Los argentinos somos medio vagos», resalta Coelho.

Familias rodantes

«Es lo que uno mama desde chiquito: aprendés el oficio y seguís la tradición familiar», dice Sergio Cavaco, otro productor de familia lusa, primera generación nacida y criada en estas pampas, radicado en City Bell. «Arranqué con las flores desde que dejé el secundario. La producción te lleva todo el día. No hay horarios. Tenés que preparar el suelo, plantar, regar, hay que estar al pie del cañón», asegura mientras acomoda con parsimonia unos ramos de gladiolos. Consultado sobre cómo descifrar la calidad de las flores, Cavaco se acomoda el gorro que protege su cabeza del impiadoso frío y utiliza su ojo clínico: «Cuando mirás la flor, te das cuenta enseguida si es buena. Todo te habla: la hoja, el tallo, los pétalos. El que está en el ramo sabe de una».

En su puesto, Ernesto y su familia venden generosos ramos de San Vicente a 10 pesitos. Llegaron hace dos años desde Sucre, Bolivia. En la «Ciudad Blanca», él se ganaba el pan como albañil. Decidió venir a Buenos Aires para darle un futuro mejor a su familia y de a poco, dice, lo está consiguiendo, gracias a los crisantemos y las rosas que crecen en su parcela de Florencio Varela. «Toda la familia colabora, todos trabajamos. Hay que cuidar todo el día la flor. Ser pacientes. Cuidarlas mucho, como a un hijo».

«Lleve algo casero, nosotros trabajamos bien económico», resalta Flora, una chola –de padres potosinos pero nacida en Salta– que resiste estoica el helado amanecer porteño. Vendedora curtida, embriaga con su dorada sonrisa y, mientras atiende a sus clientes, confiesa que el tamaño sí importa: «La flor tiene que ser grande, y nada más».

El sol naciente 

A las siete, el mercado vive su hora pico. Productores, compradores, changarines, proveedores de insumos especializados y curiosos recorren apurados el predio. Sin embargo, la agitada rutina matinal parece no afectar al floricultor Alejandro Moriyama. Atiende su puesto con seriedad impávida y aires ceremoniosos. Con elegancia ancestral. «Mis abuelos vinieron en el ’55, eran de Kumamoto, de la isla de Kyushu, en el sur de Japón. Era plena posguerra y muchos japoneses vinieron para el Paraguay y luego pasaron a Misiones: se dedicaron a la yerba y el té.» El señor Moriyama recuerda la importancia que tuvo la migración nipona en la floricultura nacional: la Cooperativa fue fundada el 19 de noviembre de 1940 por un grupo de 32 cultivadores de origen japonés. Los antiguos mercados de Retiro (que floreció en los años ’20) y de Almagro (que funcionó hasta finales del siglo pasado) fueron también impulsados por los floricultores orientales. Moriyama se ha especializado en la producción de rosas y astromelias. En esta época del año, utiliza el «doble techo» de su invernadero para protegerlas del frío. «Si es necesario, prendemos fogatas, siempre a base de carbón, para cortar la helada», recomienda hierático. Dos docenas de las rojísimas rosas que vende en su puesto cuestan sólo 100 pesos.

Cristina Miyawaki cultiva el arte del ikebana. «Mis padres eran floricultores. Se especializaban en clavelinas. Vinieron de Kochi, en la isla de Shikoku», explica. La artista formada en una academia de Tokio (especializada en la técnica que hibrida el estilo europeo y el tradicional oriental) resalta que con sus diseños busca alcanzar la armonía entre la obra y el ambiente. «Hay que inspirarse en los tonos y en la personalidad. Por ejemplo, un arreglo romántico tiene que tener una esencia de romanticismo. Colores té, con flores de estación.» En japonés, ikebana significa dar vida a las flores. Cristina es una maestra en ese arte.

Flor de cooperativa

A las ocho, el ritmo en el mercado permite el primer respiro de la jornada. Víctor da Silva Sequeira, presidente de la Cooperativa Argentina de Floricultores, completa con esmero un cuaderno de espirales. Desde que nació tuvo una vida ligada a las flores. Sus abuelos llegaron desde Portugal y se establecieron en Villa Elisa, cerca del Parque Pereyra Iraola. Sesenta años después, Víctor y sus hijos siguen la tradición. Cuenta que la cooperativa tiene más de 2000 socios, y que unos 500 están activos. Pese a las dificultades. Como si cantara un fado, explica: «El sector de la floricultura está muy golpeado, nunca hemos tenido apoyo del Estado. Es todo a pulmón. La cooperativa nos nuclea y ayuda a comercializar, pero si no nos ayudamos entre nosotros, estamos perdidos.» Las importaciones sin aranceles y la devaluación empeoran el panorama. Sin embargo, Víctor es optimista, y dice que no van a aflojar. Se apoya en sus compañeros, en sus dos hijos y su simpático tío, que le dan una mano en el puesto. Y también en sus flores. «Lo de regalar flores es algo que viene de nuestros ancestros, desde los egipcios y los romanos. Creo que ahora tiene mucho que ver con estar bien con uno mismo. Alegre y en armonía».

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