Así se unieron los dos amigos, así se comunicaron, segundos, minutos, años. Lo efímero perdió el horizonte. La vida trascurrió en esa conjunción. Una mano apretada a la otra.
«Somos tristeza. Por eso la alegría es una hazaña”, alguna vez trazó Mario Benedetti.
La tristeza es inexorable. Ale, antes de irse, con su manota buscó el aire que ya le era esquivo. Encontró, por un costado de su sufrimiento, otra mano, receptora, que la atrapó, la entibió, la intentó sosegar. Intercambiaron una tensión aliviadora. Así se unieron los dos amigos, así se comunicaron, segundos, minutos, años. Lo efímero perdió el horizonte. La vida trascurrió en esa conjunción. Una mano apretada a la otra.
Afuera el aguacero había electrificado aún más el aire de Mar de Ajó, ese rincón en su planeta. El que alguna vez eligió para esfumarse vaya a saber de qué fantasma. Esa evasión que mantuvo con la más lógica, tal vez la más comprensible, de sus terquedades. Incluso hasta que la última ola rechinara en la última playa.
Ese contacto postrero, el último intercambio de amor entre los amigos, burló toda temporalidad. Por esas manos entrelazadas, medio siglo furtivo pasó atemporalmente. Historias de militancias desbordantes de derrotas que siempre tuvieron su explicación. Y de algunas victorias que justificaban cualquier sueño, cualquier esfuerzo. Las utopías y los ideales, el local de La 8ª del PI, las ginebras en el Manzi, los afectos y sus intermitencias, las distancias, las llamadas, las consultas técnicas, los debates sobre carreras de autos, tan intrincados como sobre cuestiones políticas, o sobre libros, o sobre música. Su cuota de antiperonismo en las discusiones con el Gordo. Las escapadas posteriores para visitarlo en sus refugios, las picadas para un batallón o la media y media de empanadas. Una inolvidable cazuela de pulpo compartida en San Bernardo. Su sempiterno descontento sobre el fútbol que jugaba River. El Libro Verde de El Gadhafi, que prestó y nunca reclamó. Sus anteojos gruesos, su eterna barba de izquierda, su cuerpo flaco, su postura de arreglatutti, su inteligencia técnica que lo convirtió en un pequeño genio de la electrónica. Su tozudez, con ese dejo de arrogancia. Esa manía de zambullirse con fervor en todas las discusiones.
Aquellas interminables noches en La Orquídea y los cafés, muchas veces compartidos con Horacio, en sus muy fugaces regresos al terruño porteño. El Mehari que requería algo más que un techo digno y un motor que funcionara. La persistencia de sus ideales sazonados por los años y adobados por una inalterable visión crítica. Esos cientos y cientos de Particulares 30 con filtro que le quemaron parte de su vida, más allá de los pulmones.
Siempre respondía con un inexorable «see» a la inefable pregunta sobre si el mar estaba en su lugar…
Era su modo de eludir la consulta manchada de ironía, en el intento estéril de hurgar en esa huida a la soledad, tan cercana al mar que, paradójicamente, nunca acarició. Su guarida en el balneario que eligió para esfumarse. El Flaco había elegido su destierro y un enérgico hermetismo jamás dio resquicio a cualquier confesión sobre sus inexorables motivos: una familia, un amor, un laburo, una frustración, una extorsión personal íntima, vaya a saber qué. Aún en ese murallón que parecía difuminarse en cada palabra que prolongaba toda conversación telefónica, desde allí. Esa palabra teñida de porfía, que buscaba tener razón así como requería, con disimulo pero con acuciante necesidad, extender el acompañamiento telefónico, entre la contradicción y la distancia.
Una noche de noviembre llamó llorando. Ese mismo grandote que todo lo podía. La soledad se había acentuado. Y jamás un licor ardiente podrá conceder un alivio real al dolor, cuando lo que quema es el alma. Ya muy lejos de su alcance estaba la vieja compañía de los fasos negros y cortitos con los que tanto supo dialogar, a su modo; a los que, en otra actitud típica suya, bloqueó el último 31 de diciembre del siglo XX, para atenuar los efectos de un enfisema hijo de remilputa. Esa noche llamó como en tantas otras. Pero estaba llorando. Se había muerto Hebe de Bonafini. Ese tipo todopoderoso, preguntaba desde el fondo de su desamparo: «¿Qué vamos a hacer ahora sin ella?».
Una madre, su inflexibilidad política, su fortaleza, un ejemplo de coraje, la muerte. Para qué entrar en disquisiciones sicológicas, a esta altura de la tristeza.
Casi cuatro décadas antes, la apertura democrática, el ideario intransigente, la claridad conceptual del Alemán Bischof, el discurso del Viejo Alende, la ilusión de un mundo verdaderamente solidario, el desvanecimiento de la más horrorosa dictadura, la vitalidad que no es extraña cuando se tiene “sed de veinte años”. El Flaco Ale, el Gordo Dattilo, Norberto y quien delinea este recuerdo atribulado, nutrieron con amistad la de por sí noble condición de compañero. Gorriones presos de un mismo viento, definiría el Nano. El catalán, otro tema de arduas cavilaciones de ese grupete que se empezó a deshojar lustros después cuando a Norberto lo devastó su amor desmesurado y al Gordo otra jodida nana que prueba lo injustamente breve que puede ser la vida.
Ese grupete que se reencuentra en otro flash de la memoria. Hace cuarenta años. El mini estadio de Obras exultaba progresismo, militancia, esperanza de un mundo nuevo. Juventud que estallaba en fervor y que se reflejaba en cada bandera que fluía en el aire. El Flaco prendió otro Particulares y sumó al humo que se perdía en la negrura del techo. Sólo había entonado aquello de «somos la patota del doctor… «, para que los intransigentes porfiaran presencia. Luego se reacomodó en el asiento, el clima se encendió hasta el éxtasis militante, miles de almas palpitaban la emoción de cada palabra, de cada tonada, de cada rasgueo de Silvio Rodríguez. Luego, el Flaco sólo se paró para cantar, junto a los otros tres, junto a tantos miles, cuando el cubano entonó… «Canto arena / Roca que luego es multitud del agua buena / Y canto espuma / Cresta que cuando logra ser, ya no es ninguna…».
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Al final, su manota aflojó la presión.
De qué modo acomodar los espacios que se vacían sin que se estruje el corazón. Ahora dos lágrimas humedecen el teclado. Nunca será tarde para llorar la ausencia. Siempre habrá un ardor en la memoria, aún en el recurrente momento de brindar por el Flaco. «
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