Fernanda García Lao: «Es difícil imaginar una ficción argentina que no sea violenta»

Por: Mónica López Ocón

En Nación Vacuna, traza la historia de una Argentina que ganó la Guerra de Malvinas, es gobernada por una junta civil y trasladó su capital a Rawson.

“Hace dos años que tenemos las M pero perdimos la defensa, el control de los cuerpos. El enemigo, antes de su rendición estratégica, emponzoñó en secreto las aguas, derramando hasta la última gota de nuestro combustible”, cuenta Jacinto Cifuentes, narrador y protagonista de Nación Vacuna (Emecé), la última novela de Fernanda García Lao. Gobierna el país una junta civil integrada por un ginecólogo, un ingeniero y un comisario. El festejo de los militares en las islas fue efímero porque muy pronto el veneno de los enemigos causó estragos y minó sus cuerpos. Mientras tanto, en el continente, la capital se ha trasladado a la ciudad de Rawson y se lleva a cabo el Proyecto Vacuna de selección de mujeres. La ganadora y las dos finalistas serán enviadas a las islas para cumplir con el patriótico destino de ser embarazadas por los militares que quedaron allí para que nazcan en ese territorio hijos sanos: “Gracias a las hembras reconquistaremos el mito de nuestro más preciado pedazo de tierra”. Jacinto, antes encargado de afilar los cuchillos de su padre carnicero y familiarizado con la muerte y el hedor de la sangre, es ahora un funcionario, un burócrata encargado del registro de algunas instancias de ese proyecto delirante.

En esta oscura trama pesadillesca, en que la incertidumbre es la única certeza, el presente, convertido en historia delirante, parece anticipar otro presente igualmente absurdo más allá de las páginas, como si la literatura fuera también profecía. 

-Aunque tus textos siempre son muy “carnales”, es imposible leer Nación Vacuna sin pensar en un texto fundacional de la literatura argentina como El matadero. ¿Eso fue consciente? 

-Obviamente que fui consciente de que estaba trabajando en un terreno que ya había sido escrito con anterioridad, más allá de si El matadero es un texto fundacional o no, cosa que está en discusión. Pero sí creo que hay una organización de la violencia en el relato, que hay una decisión de ir de frente, de no esquivarla sino de ir hacia el cuchillo. En esta novela el asunto íntimo se sale del cuerpo, se sale de la casa, se sale de la carnicería a partir de ese Rawson absolutamente ficcional porque no conozco Rawson.

-El texto es tan visual que iba a preguntarte si conocías bien esa ciudad.

-Es un Rawson visto con el Google Earth cómodamente desde mi casa (risas). Es una herramienta muy literaria porque te permite un recorrido a vuelo de pájaro y, al mismo tiempo, podés ir recorriendo el lugar casi como si fueras caminando la palabra. Eso me fue muy útil porque para mí de lo que se trata en la escritura, sobre todo, es de encontrar verosimilitud aunque sea en el disparate. Yo no quería hablar del Rawson real, sino del imaginado, así como Jacinto es una voz imaginada. Todo el terreno es ficcional y se emparenta mucho con lo que yo siempre sentí por Argentina debido al hecho de haberme ido de aquí de chica y de verla de lejos. No tenía entonces la herramienta de Google para mirar, no tenía la tecnología de hoy, por lo que estaba irremediablemente afuera. Me llegaban los ecos y con ellos y los tangos que escuchaba mi viejo con otros exiliados, me construí una Argentina falsa, a medida, que luego no se condijo con lo que encontré.

-¿A qué edad te fuiste del país?

-Cumplí los diez años en el avión. El corte fue abrupto, absoluto, y me ha constituido como persona y creo que también como escritora, porque no puedo escribir de forma lineal. Soy una amante de la elipsis hasta extremos insospechados y por eso la novela  se construyó en fragmentos. También pensaba mucho en los cortes con los que arranca la novela que me cifraron un poco el cuerpo del texto: lomo, cuadril, carnaza…

-Sí, la vaca es un territorio que tiene incluso su propio mapa, el mapa de los cortes.

-Tuve ese mapa presente todo el tiempo. En esta novela se terminaron de constituir cosas que estuve trabajando en los textos anteriores con la idea de que cada objeto escrito es un cuerpo al que yo le busco la cabeza, el motor, la estructura. Pienso cada objeto de escritura como un cuerpo, no como una cosa inanimada. Lo pienso con un corazón, con extremidades e imagino cómo se mueve y cómo respira. Eso me suele organizar mucho a la hora de escribir. Detesto eso de pensar la arquitectura de la novela, me parece algo demasiado pragmático. Me gusta que la casa huela, que respire y que se mueva, que vaya avanzando. Creo que uno debe aprender de la novela que está escribiendo porque todo lo que sabe no sirve y, por suerte, es inaplicable. Confío más en la pulsión de la escritura que en la planificación. 

-La voz que habla es masculina. ¿Por qué tomaste esta decisión?

-Me interesaba no asumir ninguna voz femenina en esta novela, sino que las mujeres fueran “lo otro” como una forma de patear el tablero de lo masculino en la literatura. Si en un principio tuvimos la necesidad de asumir la voz femenina para contar desde un lugar incorrecto, no desde un lugar rosa, ni de la intimidad, ni la domesticidad, ni de la maternidad, ni de todo lo que termine en “ad” (risas), me parece que no hay que quedarse en eso. 

-Además, las mujeres en tu novela son las que deben practicar el coito patriótico.

-Sí, son las mujeres las que entregan su útero a la patria porque tradicionalmente se les ha pedido la vida a los hombres para defenderla. Cuando fue la Guerra de Malvinas yo vivía en España pero me enteré en París porque me había ido de viaje de intercambio con la escuela. Lo de hacer una colecta y todo eso me pareció que estaba cerca del absurdo más absoluto, de lo absurdo como tragedia porque en vez de poner recursos aquí siempre se echa mano de la caridad y del impacto emocional porque el Estado nunca asume lo que debe. Cómo  iban a asumir entonces esa caterva de delincuentes los gastos de una guerra que no tenía pies ni cabeza. La gente, de todos modos, compró lo de la guerra. 

-La novela parece aludir no sólo a Malvinas, sino a la situación política actual, aunque hayas comenzado a escribirla mucho antes. 

-Lo que sucede es que es difícil imaginar una ficción argentina que no sea violenta, en la que no se planteen situaciones ridículas, donde no haya injusticias y tergiversación de los hechos, donde no haya cuerpos pervertidos por el poder. Creo que cada país tiene sus pecados y utilizo esa palabra aunque no soy católica porque ya también es de los ateos. Pero aquí hay un empecinamiento con los cuerpos, hay siempre un abuso del cuerpo del otro. La fundación de Buenos Aires ya nos ubica en el terreno del terror, del canibalismo. Cuando regresé a Buenos Aires, fui a visitar la Catedral y las guías me explicaron que allí estaba enterrado San Martín con la cabeza 45 grados más baja que el cuerpo, no se sabe si por masón o porque el lugar había quedado chico. A esto se suma el cuerpo de Eva como botín, las manos cortadas de Perón, la fantasía de que el cajón de Néstor estaba vacío, los desaparecidos, Santiago Maldonado, el submarino… siempre hay un cuerpo que falta, un cuerpo entregado a las perversiones del poder. Es el poder el que festeja la muerte en el cuerpo social de los argentinos con un rito muy primitivo. Por eso, aunque no planifiqué la novela, creo que estaba condenada a escribirla. Este es un país muy carnívoro en todos los sentidos, los chivitos son cocinados en cruz, se pone toda la carne al asador  y aunque hay kilómetros y kilómetros de costa, nadie come pescado. Se festeja comiendo un animal recién faenado. 

-No es una novela realista, no es una novela histórica, pero, sin embargo, habla de nuestra historia.  

-Es que así como se dice que existe un inconsciente colectivo, debe haber un fantasma colectivo que nos ha formulado el imaginario desde ese lugar. Eso hace que esta novela resuene porque podría ser una pesadilla tuya, mía o de cualquier argentino. En ella, como sucede hoy en el país, se logra que la foto o la declaración anulen el hecho. Vivimos en estado de simulacro. Esperamos una felicidad que no llega, como si esperáramos a Godot enterrados en el lodo y eso jamás se admite ni se modifica el rumbo

-La novela es terrible, sanguinolenta, pero también tiene sentido del humor porque lo que se cuenta es realista pero no tanto. 

-Creo que es un realismo adulterado porque las situaciones son absurdas pero probables. De hecho, uno vive situaciones absurdas todo el tiempo y nadie las discute. Existe la pretensión  de  que la realidad trasladada a la literatura tiene que ser muy reconocible o previsible. Eso me parece espantoso porque la naturalidad de la realidad es impostada, todos hacemos como que somos lo que no somos porque, en realidad, nadie espera ver lo que uno es. Te preguntan “qué tal”, nadie espera que cuentes lo que sucede. Cuando volví  al país, por mi acento me preguntaban de qué parte de España era. La primera etapa de mi regreso fue la de una fabuladora absoluta porque a cada uno le contaba una historia distinta hasta que me di cuenta de que ninguna historia que inventara sería más interesante que la verdad. Cuando uno dice la verdad desconcierta mucho porque la gente no está preparada para ejercer la libertad de la palabra y de la escucha. La previsibilidad y el formato se trasladan a la literatura que debería estar liberada de todos esos prejuicios, de todos esos adornos y de todas esas falsedades. Si hay algo contra lo que laburo, es contra el sentido común. Ésa es mi cruzada (risas). 

-Sólo hay dos momentos de ternura en la novela: cuando Jacinto entierra a su gata y cuando entierra a la chinchilla.

-Creo que la pureza es un reducto animal, nosotros ya la hemos perdido. Cualquiera que viva cerca de un animal lo puede comprobar con sólo mirarlo a los ojos. Para mí es un estado de divinidad. Pero no se puede ser puro y pensar, tener conciencia. Dostoievski decía que la conciencia es una enfermedad. Es una frase a la que adhiero. «

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