Experimentación clínica: cuando la necesidad se transforma en esperanza

Por: Gustavo Sarmiento

Bibiana Ricciardi recopiló las experiencias de pacientes que participaron de los ensayos que realiza la industria farmacológica para probar nuevas drogas. Falta de acceso y escasa información.

«La mañana es igual a la de ayer cuando aún no tenía cáncer. Sol tan intenso. ¿Las tragedias no suceden con lluvia?», escribió Bibiana Ricciardi el 17 de diciembre de 2013. Desde el primer día en que le diagnosticaron cáncer pensó en cómo contarlo. Puesto que es guionista, docente, documentalista, periodista, dramaturga y gestora cultural, la respuesta era evidente: escribiendo.

Pero lo que quiso ser un diario de sus días de enfermedad terminó entremezclado con ese mundo tan invisible y silencioso como es el de los pacientes que se prestan a investigaciones clínicas. Así lo plasmó en el flamante libro Poner el cuerpo. La experimentación farmacéutica en seres humanos, editado por Tusquets. Algunos interrogantes sobre su tratamiento le sirvieron para meterse en ese universo: hace 80 años, a una paciente con cáncer de mama la mutilaban; ahora, en la mayoría de los casos, «no se nota el paso del cuchillo». ¿Qué cambió en todas estas décadas? La investigación clínica. «¿Cuál de todas mis iguales prestó sus tetas para que yo me salvara de la amputación?», se pregunta.

“No tenía ningún conocimiento de que existían las prácticas experimentales en medicación. Suponía que de algún modo la mayoría sabe que hay una especie de comprobación para que los medicamentos lleguen a las góndolas, pero no algo que implique tantos sacrificios humanos”, comenta Ricciardi en diálogo con Tiempo. “En general se piensa que se prueba en animales, no en personas”.

Son miles los argentinos que se someten voluntariamente a estos tratamientos experimentales, ya sea para drogas nuevas o para usos nuevos de drogas viejas. El libro detalla que el método más habitual es el «doble ciego», con el cual la mitad de los involucrados recibe la nueva droga y la otra mitad, un placebo, para evitar la percepción subjetiva: «Ni el médico ni el paciente saben qué les depara la ruleta».

Poco después de operarse e iniciar sus 32 sesiones de rayos, Bibiana se separó. Su nueva pareja, Juan Gulis, era un antiguo novio de la juventud, médico reumatólogo, y dedicado a la investigación clínica. Así Bibiana pudo ingresar de primera mano a ese mundo y conocer a Sandra, una de sus pacientes. Después de probar muchas drogas biológicas sin resultados positivos, Juan le sugirió a Sandra participar del ensayo de una nueva droga a la que le tenía fe. Lo único que ansiaba era frenar los dolores por la artritis reumatoidea que la obligaba a un continuo reposo, tomando pastillas de opio para soportar el dolor.

Sandra ingresó al protocolo porque la vida la resultaba insoportable. Nunca supo si le tocó placebo o medicación, pero sintió que realmente le hacía efecto. «Fue impresionante. Pero los del laboratorio les dijeron a los doctores que no funcionaba la medicación. No sé si en el grupo nuestro, porque ni nos conocemos, pero como la droga se prueba en distintos lugares del mundo al mismo tiempo, pudo ser en cualquier lugar. En mi caso fue la mejor etapa de mi vida. Pero me dijeron que se cortaba el estudio». Duda si se lo sacaron por personas fallecidas en otra parte del mundo: «A lo mejor porque era un tratamiento muy caro».

«A los pacientes no se les retribuye económicamente, pero sí se les pagan gastos médicos, análisis, viáticos, son pacientes VIP –resalta la autora–. Muchos eligen participar para tener línea directa con su médico, ser tratados de otra manera. Y la vinculación permanece en el tiempo».

Los experimentos son una posible solución en medio de un sistema de salud colapsado, que no ofrece respuestas. Remarca Ricciardi: «Es ahí donde comienzan las dudas. Llevamos décadas de deterioro del sistema de salud. Me consta que hay médicos que utilizan la herramienta de experimentación para poder ayudar a gente que de otra manera no podría acceder a un tratamiento para su enfermedad grave». Y reflexiona: «¿La investigación clínica debería suplir las falencias del Estado? No, no debería, pero lo hace».

Reinaldo Orofino esperaba sentirse mejor, “y no pasó”. Su capacidad aeróbica es el 40 por ciento de lo que debiera ser. Por el asma que sufre de chico, si corre muy rápido corre riesgo de morir. “Uno aprende a vivir regulando”, cuenta en el libro. Se cansó de escuchar a la gente decir “la vida es así”, e ingresó al protocolo para una nueva droga. Durante el año que duró el proceso no sintió nada. “Lo que me hizo suponer que estaba en el grupo de los que recibían placebo”. Lo único que sentía era una ligera flema, de noche se despertaba con muchos y muy molestos accesos. Pero su médico hacía caso omiso. “El problema es que los médicos se sujetan al protocolo, miden las variables que se solicitan en el protocolo. Pero deberían tener también la capacidad de observar los detalles que no están contemplados». Completa: «Te informan cuando firmás el contrato pero no siguen informándote después. ¿Qué es lo que uno busca? Sentirse bien. ¿Qué es lo que buscaba la droga? Que no haya ataques de asma. Pero yo buscaba simplemente una mejoría”.

Georgina Sposetti, directora del Instituto de Investigaciones Clínicas de Mar del Plata, padece una patología tan rara (síndrome de Lewis Summer), que no existe un solo ensayo que estudie cómo curarla. Aun así no se resignó, y asumió un nuevo desafío, bajo el diagnóstico de que el problema de la investigación clínica es la falta de comunicación: una plataforma en la que se puede encontrar fácilmente un ensayo clínico para cada dolencia, sin intermediarios (http://unensayoparami.org/) . «Los médicos no saben de los ensayos clínicos. Si vos entrevistás a cien, sólo diez te van a decir que saben cómo se hacen», le confía a Ricciardi. Al principio era de las que pensaba que no había diferencia entre morir dentro de un mes o dentro de un año, si el diagnóstico es fatalista. “Ahora sé, como enferma, que si te dicen que podés vivir bien seis meses más es un golazo (…). Mis hijas me preocupaban y estar dos años más con ellas era un montón”.

El libro no se queda en los testimonios de los pacientes. Pedro Cahn, director de la Fundación Huésped, relata el proceso: empieza con «ratitas», sigue con animales más grandes, y luego hay tres fases con humanos, en las que aumentan las dosis y comparan con la mejor droga que exista en el mercado, o con un placebo, en caso de que no haya otras similares. «No hay paciente mejor cuidado en el mundo que uno bajo investigación clínica», afirma Cahn.

Hay quienes se ofrecen a investigaciones como aporte no sólo propio sino a la sociedad. Otras veces el médico avisa. Lo que se les aclara siempre es que participar de un estudio clínico es un derecho, no una obligación. Antes de arrancar el protocolo se debe firmar un consentimiento, aunque en la urgencia por encontrar una salvación, no suele ser muy revisado. ¿Qué haría Bibiana? Responde sin dudarlo: «Basta con ponerte un segundo en el lugar de esa persona. Yo sé que firmaría, sin leer». «

Contra la idea de que son «conejillos de Indias»

Otro especialista que habla en el libro es Daniel Vázquez, director de Global Regulatory Affairs de IQVIA, ex Quintiles, una multinacional dedicada al armado de protocolos, y miembro de la Cámara Argentina de Investigaciones Clínicas (CAOIC). Critica la equiparación de los pacientes con la figura de conejillos de Indias: «Se usó siempre para impactar negativamente en la investigación clínica. Cuando se termina una investigación de laboratorio con un conejillo de Indias, lo matás. De esa investigación lo único que te interesa es el dato. El animal no». La actividad está fiscalizada por comités de ética. El doctor Rubén Iannantuono, experto en Farmacología, acota que existen distintos tipos de vulnerabilidad en los pacientes: «Una es la económica. Muchas veces hay gente que no tiene la posibilidad de ingresar a una terapéutica porque no tiene los medios económicos. Y el ensayo clínico le provee todo sin costo. Hasta el transporte. Entonces, es alfombra roja». 

Claudia Moya, de 50 años, con dos hijos y una adicción ya superada que le provocó HIV, aceptó participar del protocolo tras un ofrecimiento en la Fundación Huésped. «Resurgí», fue su palabra elegida. “Yo nunca me planteé si me daban placebo. De ignorante. Vos estás delante de un médico y pensás que sabe más que vos. Es universitario, estudió para eso y en realidad… en realidad están probando con vos”.

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