El magnate estadounidense, cabecilla de Milei para el desembarco de las SAD en Argentina, pasó de encabezar una supuesta revolución a ser denunciado por presunta estafa y lavado de dinero. Compró un club de la B en Uruguay pero empezó pésimo: en el debut perdió 8-0 y apenas suma un punto en tres partidos.
Con un estadio muy pintoresco que llama la atención porque una tribuna lateral y una cabecera dan al Río de la Plata en plena bahía de Montevideo –la pelota muchas veces cae y se pierde en el agua–, Rampla Juniors fue considerado el tercer grande, detrás de Nacional y Peñarol, en gran parte del siglo XX. Salió campeón de Primera División en 1927, años de hegemonía de una selección uruguaya bicampeona olímpica en 1924 y 1928 y mundial en 1930, y sumó cinco subcampeonatos hasta la década del ’60, pero en los ’70 ingresó en una arritmia futbolística y un agujero económico que lo acompaña hasta hoy: es un equipo que ascendió y descendió entre la A y la B, en conjunto, 15 veces.
A fines de 2024 volvió a bajar a Segunda pero lo que el club nunca perdió es la incondicionalidad de su gente: unos 1500 hinchas acaban de llegar, mayoritariamente a pie, desde Villa del Cerro, el barrio proletario en el que Rampla tiene su estadio y se debate en un clásico caliente con Cerro. La cancha de Progreso –club que fue presidido por Tabaré Vázquez, luego presidente de Uruguay por el Frente Amplio– les resulta cerca: queda en La Teja, otro barrio obrero de Montevideo, también a orillas del Río.
Ya en el césped, el Rampla Juniors de Foster Gillett, en su intento de volver a Primera este año o a lo sumo el siguiente, muestra presencia argentina dentro y fuera de la cancha. El técnico es Leandro Somoza, el exmediocampista de Vélez y Boca que comenzó su nueva profesión -sin mucho suceso- en Rosario Central y Aldosivi: su llegada a Rampla se debe también a la cercanía que lo une con Fernando Cobián, uno de los hermanos de Juan Manuel, director deportivo de Gillett en Sudamérica, desde que ambos jugaban juntos al baby fútbol en el club 9 de julio, de Caseros. Cuando empieza el partido, además, queda clara la posición que ocupará en la cancha la figura de Rampla: Julio Buffarini, el exfutbolista de San Lorenzo, Boca e Independiente –entre otros equipos–, que ya a sus 36 años corre por la punta derecha, como extremo.
“Bien Buffa, bien Buffa”, gritan un par de hinchas ante un jugador que jugó finales de Copa Libertadores, fue suplente en la selección y hoy transpira en un estadio que supone un contrapeso romántico al fútbol mega profesional que llega por imágenes desde Europa: tribunas y alambrados bajos, sin asientos para plateas y con un container como cabina de prensa. “No, Buffa, andá para adelante, parece la selección esto”, se queja otro simpatizante, en referencia a la falta de verticalidad de la Celeste de Marcelo Bielsa.
El apoyo de la tribuna por Rampla es incondicional pero pasan los minutos y crece la impaciencia: “Hay que ganarle a estos ‘sin cancha’”, grita otro hincha de Rampla, mientras en el sector de enfrente -el de La Luz– se dispersa un grupo tan pequeño de simpatizantes que, se supone, deben ser los familiares de los jugadores locales. En las dos tribunas, eso sí, se superponen termos y mates, permitidos por la policía. En el kiosko del sector de Rampla incluso hay una olla con agua hirviendo que vende panchos recién hechos.
Desparejo en la población de las tribunas, el 0 a 0 sigue firme en un partido que es, también, un duelo entre dos equipos SAD, un escenario desconocido en Argentina pero habitual entre los equipos chicos de Uruguay, incluso en los que actualmente juegan en Primera, como Torque, Boston River, Plaza Colonia, Racing, Juventud y Miramar Misiones. Rampla acaba de sumarse a la privatización. Si la llegada de Gillett a Argentina comenzó como una supuesta revolución y terminó envuelta en denuncias de supuestas estafa y lavado de dinero, sería un error mirar con ojos argentinos a la dicotomía SAD-sociedades anónimas que divide al otro lado del Río de la Plata.
Los hinchas de los clubes uruguayos, en especial los más chicos, tienen un temor: que la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) desafilie a sus equipos por deudas económicas. Ejemplos hay varios, también en la actualidad: el Tanque Sisley dejó de jugar en 2018 y no volvió, ni siquiera a la C, un torneo amateur. Como recordó el periodista Miguel Méndez en un artículo reciente, en El País, “en Uruguay es normal que una institución no pueda pagar sus adeudos y se pierdan algunas temporadas de competencia. Huracán Buceo y Villa Española tuvieron dos desafiliaciones en este siglo, Progreso pasó un año fuera y Bella Vista estuvo cerca de dos años y medio sin equipo principal, solo por nombrar los casos más resonantes”.
En los últimos años, Rampla Juniors también sufrió esa amenaza constante: que, sin dinero –hace rato sus inferiores no producen un juvenil que deje dólares–, desaparezca, deje de jugar. En efecto, le pasó en 2003 –difícil que tus amigos, hinchas de otros clubes, se burlen preguntándote “¿contra quién jugás el fin de semana?”– y le podría haber vuelto a pasar en 2025, pero Gillett apareció en escena y pagó los 600 mil dólares de deuda exigible que tenía el club, sobre un total de 6 millones, para quedarse con el fútbol del club hasta 2054 –y garantizar que Rampla jugara en 2025, una presencia que estaba en peligro–.
Detrás hay una cuestión política: Gillett, se supone, llegó al club a través del presidente de la AUF, Ignacio Alonso, hincha de Rampla, cercano al gobierno liberal de Luis Lacalle Pou –terminó su mandato a comienzos de este mes- y abanderado abierto de las SAD. El contexto es clave. La AUF milita a favor de las SAD tal vez por una mirada económica y filosófica pero seguro, también, por una cuestión estratégica: está en plena pelea con Tenfield, la eterna tenedora de los derechos de televisión del fútbol uruguayo. Ese vínculo, sin embargo, vence en los próximos meses y la AUF está decidida a dar por finalizada la era Tenfield. La renovación depende del voto de los clubes, que históricamente le dieron su apoyo a la empresa de Francisco “Paco” Casal como una devolución de favores: Tenfield muchas veces salió al rescate de economías ahogadas, supervivencia por votos. Si en el futbol uruguayo se sabe que “hay clubes Tenfield”, como Cerro –rival de Rampla-, parece claro a quien apoyará ahora el equipo de Foster Gillett. La sombra de la Conmebol, a favor de la AUF y contra Tenfield, también sopla por detrás.
Los hinchas de Rampla están en una disyuntiva: reconocen que necesitan salvadores, aunque ya se quemaron con los primeros. Los gerenciamientos y privatizaciones previas terminaron de manera desastrosa, con denuncias por lavado de dinero colombiano. El último ejemplo no fue mejor: en 2020 llegó un empresario francés extravagante que tomó deuda en nombre del club y se fue repentinamente: para seguir jugando, Rampla debió pagar 180 mil dólares gastados por ese paracaidista.
Siempre corriéndola de atrás, los simpatizantes de Rampla –o muchos simpatizantes de Rampla– miran a Gillett con un ojo abierto y otro cerrado: los rumores de sueldos altísimos –cifras insólitas para la Segunda de Uruguay–, un cuerpo técnico completo –un videoanalista graba las imágenes del partido ante La Luz desde el container, un lujo para la B- y una promesa de construir “un estadio boutique” –como dijo Guillermo Toffoni, socio de Gillett en Sudamérica– suenan a un arma de doble filo. Para algunos implica entusiasmo. Para otros, cautela. O desconfianza.
Termina el primer tiempo y algunos hinchas eligen reírse de sus desgracias: “Bueno, pasamos de perder 6 a 0 a empatar 0 a 0, estamos bien”, dice uno, en referencia a los fatídicos 45 minutos iniciales contra Colón. Suena a curiosidad que el 21, defensor, se llama Germán Triunfo. Cuando Somoza y los jugadores regresan al césped para el complemento, las exigencias aumentan: “Hay que ganar eh, hay que sentir la camiseta, esto es Rampla”. En el fútbol uruguayo coinciden en que Gillett compró un club con pasión, no “una oficina” –en referencia a los clubes sin hinchas– como, por ejemplo, Montevideo City Torque, fundado en 2007 y comprado por el City Football Gropu en 2017.
Como el banco de suplentes visitante está pegado a la tribuna, Somoza queda a centímetros de los hinchas de Rampla. Uno de ellos, con una camiseta retro marca Nanque, decide ver el segundo tiempo al lado del técnico y empieza a carcomerlo: «Tenés 24 contratos, meté a alguno, hace un cambio», lo intima después de un mal centro de Buffarini. En verdad, el dato está errado, pero por lo exiguo: en el inicio de año, la empresa de Gillett incorporó a 25 jugadores, lo que implicó un cambio total en el plantel respecto al año anterior, salvo por la permanencia de dos o tres futbolistas.
“Son horribles, ¿cómo no los apretamos?”, le gritan de más arriba al técnico ante una mala salida de La Luz. “Cómo te sirve el empate, cuadro de mierda”, insulta un tercero cuando el equipo local empieza a mirar con gratitud el 0 a 0. Desde el cuerpo técnico de Somoza, aunque hacen cambios ofensivos, le piden a los mediocampistas y defensores que mantengan el orden, no sea cuestión de sumar una segunda derrota en dos partidos.
En la tribuna, entonces, empiezan los rumores y las especulaciones. Que el plantel ya se peleó “a piñas” en la semana. Que vendría bien una visita de los “muchachos de la hinchada”. Rampla, que la pasó mal en el primer tiempo, terminó cerca del triunfo en el complemento, pero con el 0 a 0 final sumó su segundo partido sin victorias y sin goles a favor. Y fue entonces que un muchacho enunció un grito que es la quinta esencia del hincha del club que sea, pero en especial de uno chico: puro orgullo por más que detrás allá un magnate estadounidense:
«Estás en Rampla. Tal vez no sabías que existía, pero esto es Rampla. Y si para vos es un experimento, andate a la mierda», le gritó a Somoza. El experimento Foster Gillett, ya casi terminado antes de nacer en Argentina, empieza a gatear en Uruguay, aunque le cuesta más de lo pensado: una semana después, el viernes 28, Rampla perdería 1-0 contra Maldonado en su tercera presentación. Un punto de nueve. «
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