En Tres hermanos Esther Cross vuelve a revelarse como una gran narradora capaz de derribar las fronteras de los géneros y contar historias conmovedoras.
Pero la escritora se encarga de derribar también algunas certezas instituidas como el bienhechor condimento bucólico que los citadinos suelen atribuirle al campo y a la supuesta tranquilidad saludable con que transcurren las horas allí donde la ausencia de cemento permite que reinen yuyos y animales.
Con una escritura despojada que prescinde de la adjetivación para que las historias puedan hablar por sí mismas, Cross dibuja con maestría un mundo silencioso y «naturalmente» violento en el que resulta imposible alzarse contra lo que está instituido como si fuera una ley de la naturaleza. Un mundo en el que la palabra no parece un instrumento válido para revelar el sufrimiento y rebelarse contra él. Si acaso el dolor tiene en ese mundo una expresión sonora, puede llegar a ser el grito visceral, desgajado del lenguaje y cercano a la voz del animal que no cuenta con un alfabeto para articular su dolor en palabras.
El campo, también nos dice Cross, no es el lugar de comunión del hombre con la naturaleza, sino más bien el espacio donde se ejerce el abusivo derecho patronal sobre los animales.
Tres hermanos tiene tramas unitarias, pero un mismo paisaje, tres personajes que van de relato en relato y también un mismo clima, una misma intención. Se ha dicho que es una novela y también un libro de relatos. ¿Vos cómo lo considerás?
En realidad los primeros textos fueron escritos como cuentos. Hacía tiempo que venía escribiendo con un imperativo al revés que era no escribir cuentos con finales redondos como es el canon clásico del género. Escribí varios que no eran redondos en cuanto al contenido, pero sí eran redondos desde lo sonoro, como con remates. Pero había algo más: me gustaba que se fueran interconectando. De alguna manera relaciono Tres hermanos con algunas series de televisión, no como una novela por entregas, como una historia que se desarrolla cronológicamente, pero sí como una sinestesia de un mundo que se va abriendo, como una especie de archipiélago. Quizá sea porque últimamente estoy viendo ese tipo de series en que los episodios funcionan independientemente, lo que hace que uno pueda entrar y salir. Y me dejé llevar. Posiblemente, antes no lo hubiera hecho.
¿Por qué?
Porque la indefinición me hubiera parecido un camino equivocado, pero a partir de cierta edad uno se pregunta: «¿y por qué no?» Si quiero que aparezca un remate redondo en un texto, ¿y por qué no? A veces el imperativo literario funciona como la corrección política. La corrección política dice ¡cuidado!, pero la corrección constante a la corrección política es la corrección de la corrección. Entonces también: ¡cuidado! Por eso digo que si aparecía un texto con remate redondo me preguntaba «¿y por qué no?», porque escribir también es eso, es ver qué hay un poquito más allá, que hay a la vuelta. Me pregunté entonces por qué no podía aparecer un personaje de un relato unas páginas después, por qué no podía quedar boyando un dato. Fue con esas preguntas que fui escribiendo, y una vez que tuve todo el material hubo una intención de armado pensando en una serie pero que también arma una historia mayor por lo que me parece que desde ese punto de vista también arma una novela pero sin renunciar a la serie. Es algo indefinido. Es un libro bisexual (risas).
Me pareció un libro de una gran violencia, violencia que, por supuesto, también existe en la ciudad. Pero como uno creció con el emblema de la vaca como bandera nacional supone que en el campo, en los pueblos chicos, la vida es mejor.
Sí, el libro desmiente la idea del campo como retiro bucólico.
¿Viviste en el campo alguna vez?
No llegué a vivir en el campo, pero pasé algunos veranos allí y fue una experiencia muy intensa para mí, que venía de la ciudad. Como porteña me impresionó mucho la violencia que se daba en esa época. Había mucho más contraste con la ciudad que ahora, por ejemplo, en las comunicaciones. Si a alguien le pasaba algo, no había teléfono y hacer una llamada de larga distancia era imposible. La naturaleza, además, cuando uno era chico y estaba en contacto con ella, resultaba violenta. No fue tanto el tiempo que pasé en el campo de chica como el impacto que me produjo. Es curioso como uno, cuando es adulto, minimiza esa violencia en el registro de lectura que reciben los chicos. Para un chico, la muerte de un animal es terrible y uno dice «ya va a pasar, vas a tener otro». El chico crece con eso. La civilización es una especie de doma simbólica de la violencia. Pero sumergida, en el fondo, esa impresión queda. Flannery O
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