Las características intrínsecamente autoritarias se materializan a cabalidad por un presidente que sostiene buena parte de sus decisiones de manera autocrática apelando al instrumento legal del decreto. Sobre el grotesco en los mecanismos de poder: de los emperadores romanos a los líderes neofascistas.
Este experimento político que está produciendo estragos en la mayor parte de la población, persigue con insistencia el objetivo de poner fuera del alcance de la voluntad popular las garantías institucionales y legales que sostienen y habilitan el funcionamiento de los mercados. Puede encontrarse el parecido con los elementos antidemocráticos de la Constitución de 1980 del Chile del dictador Pinochet en varias de las propuestas libertarias con el ejemplo paradigmático del RIGI. Esta recreación en el plano nacional de las facetas autoritarias y antidemocráticas del neoliberalismo no son una novedad entonces, como tampoco lo es la vocación por destruir el Estado.
El discurso presidencial omite la aclaración que su lucha es por destruir el Estado y eliminar las regulaciones estatales que tengan como objetivos algún tipo de distribución de la riqueza (“justicia social”) y persigan prestaciones sociales en salud, educación y seguridad social. Desmantelar y destruir el Estado en sus funciones distributivas y sociales no significa para el pensamiento neoliberal dejar de contar con un Estado fuerte que garantice el poder disciplinario de los mercados. Para aquella parte de la ciudadanía que pretenda resistir a esta reconfiguración del rol estatal las fuerzas represivas internas se encargan de recordarle que los recortes presupuestarios no las alcanzan.
La democracia restringida que reduce el campo de lo deliberable a las pocas temáticas que no pongan en discusión el libre funcionamiento de los mercados no parece incomodar a los representantes de los sectores del capital concentrado que conforman la clase dominante de nuestro país. El tradicional sector agroexportador, junto al resto de las fracciones del bloque dominante, constituyen la morfología de un presente que está lejos de ser una síntesis consensual de las históricas visiones nacionales en disputa.
Configuran una estructura conformada por bloques de dominación yuxtapuestos que presentan particulares relatos y disputas de poder a su interior y entre ellos. El único hilo conductor que los articula es la búsqueda de la definitiva derrota de las expresiones políticas que han intentado, en contados momentos de la historia nacional, modificar las condiciones de vida de las grandes mayorías.
El devenir conflictivo de esta configuración económica ha generado la estructura social argentina actual que se presenta como una acumulación de capas heterogéneas con sus propias dinámicas de dominación y exclusión en el que las intervenciones estatales tienen cada vez menor incidencia con excepción de la represiva. Las condiciones materiales de privación y sufrimiento que asolan a las grandes mayorías se explican por las particulares dinámicas de dominación de un capitalismo de acumulación financiera periférico que comenzó a gestarse hace 47 años.
El ejercicio del poderío económico de las clases dominantes, escasamente disputado desde las políticas estatales en el periodo democrático más largo de la historia nacional, ha sido acompañado por un discurso hegemónico de demonización del Estado combinado por una apología del individuo emprendedor que no solo descree de la política, sino que detesta y rechaza cualquier tipo de intervención estatal que pretende regular la escena pública.
El discurso apologético de la “empresarialización” individual, tan eficazmente explotado en la propaganda electoral del partido gobernante, se sostiene en la transformación profunda e irreversible de la estructura social argentina que es el resultado de las formas fragmentadas y precarizadas de inserción al mercado de trabajo de millones de compatriotas.
En virtud de lo anterior, es válido pensar que uno de los mayores “aciertos” discursivos en los que descansó el discurso en la competencia electoral y que el presidente sostiene hasta el hartazgo en la actualidad es el calificativo de “casta”. Este maleable y expansivo chivo expiatorio – que no es nada nuevo en los discursos de ultraderecha a nivel global- que el año pasado parecía recaer en los actores de la política que se beneficiaban de privilegios estatales, se ha aumentado considerablemente con el correr de estos ocho meses de gobierno.
Los contornos de la elástica denominación se han ampliado para incorporar en ella a millones de jubilados; empleados estatales; docentes universitarios e investigadores; jóvenes estudiantes; personas con discapacidad; asalariados; empresarios pymes; en definitiva, millones de personas que conforman los sectores empobrecidos por una política de ajuste que los confina, en muchos casos, a la mera supervivencia. Extraña conformación de la “casta” que no parece ser la prometida en campaña.
Ahora bien, en este momento en que el efecto “encantamiento” del discurso de la “casta” parece perder productividad simbólica y en el que el componente “sacrificial” de ese mismo discurso tiende a agotar la paciencia de los verdaderos afectados, me parece importante aportar una idea adicional para explicar el funcionamiento de este dispositivo de gobierno que parece seguir sosteniéndose en una especie de resignado respaldo ciudadano.
Es posible comprender al personaje presidencial y su entorno más cercano apelando a los aportes de Michel Foucault (1975/2010) cuando analiza los efectos de poder de discursos e individuos a los que califica de “grotescos”.
Desde el imperio romano hasta los líderes fascistas de principios del siglo XX, proliferan los personajes que generan “un efecto de poder que su calidad intrínseca debería privarlos” conformando esto un mecanismo no accidental sino habitual en la historia del poder. “Después de todo, esa mecánica grotesca del poder, o ese engranaje de lo grotesco en la mecánica del poder, es muy antiguo en las estructuras, en el funcionamiento político de nuestras sociedades” (Foucault, 1975/2010, 25). Pareciera escrito para el ominoso momento actual de la Argentina.
Reinterpretando la sugestiva reflexión foucaultiana podría afirmarse entonces que las clases dominantes argentinas encontraron el dispositivo de dominación apelando a una serie de personajes grotescos y ridículos que parecieran inhabilitados para el ejercicio del poder y sin embargo están llevando adelante una reconfiguración regresiva profunda (¿final?) del Estado nacional y de la sociedad argentina impensada en otras coyunturas.
Difícil, pero no imposible, generar el discurso y la estrategia política que encuentre el tono exacto que produzca el “desencantamiento” de las certidumbres racionalizadoras de las clases dominantes al mismo tiempo que corran el velo mostrando los intereses reales que sostienen a estos infames gobernantes.
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