Estampas de Nayarit a través del escuadrón del barbijo

Por: Nico Echevería

La mirada de un músico argentino que debió quedarse en esa región mexicana bañada por el Océano Pacifico. Las medidas sanitarias se tomaron a mano alzada en la plaza central, y se controlan por Facebook. Una situación difícil porque allí se vive del turismo de EEUU u Canadá.

Viajando por tierra alrededor de 10 horas hacia el oeste desde Ciudad de México está Nayarit. Paralela a la costa pacífica, zigzaguea una ruta envuelta en maleza verde, misteriosa, mágica. Luego de una curva pronunciada, antes de llegar a Bucerías, hay un santuario de San la Muerte. Luce e impacta más de noche, con sus velitas titilantes iluminando tenues calaveras. La relación con la muerte aquí en México es especial sin duda. El día de muertos, en noviembre, se celebra en el cementerio, todos cantando y tomando cerveza. Mucha cerveza. La muerte está ahí, como parte de la vida. Esa es la ley.

Esa ruta hoy luce vacía, los camiones son los dueños. Productos de aquí para allá. Primera necesidad. Siguen sonando en las gasolineras canciones de banda típica mexicana de esta zona. Historias de desamor, letras machirulas en general, con mucha actividad de la tuba. Queda como banda sonora de la desolación.

Mientras amasa unos calzones, preparándolos para meter en el horno, Iván cuenta de su vida en Polonia. Allá, dice, «no sabes lo que es el día de muertos… también se celebra… todo el cementerio lleno de velitas”.

“Destino del viajero, contar su historia. Beberás, mojarás tus labios, después de tanto andar, hablarás, contarás lo andado, después descansaras”, canta Pedro Guerra. Aquí casi todo sigue parado y cada quien se las rebusca por las suyas. Está claro que los calzones son su nueva changa.

Los turistas se fueron yendo y quedan pocos en el pueblo costero. Los pocos transeúntes son algunos vendedores ambulantes con sus sabores y pregones, niños con barbijos yendo y viniendo en bici o skate por la calle principal, la Tercer Mundo. Esa avenida, se hizo peatonal por insistencia y obstinación de los que la recorren relajados, descalzos, enlenteciendo el tráfico. Los bares y restaurantes ya no vibran al son que tejían las bandas locales trenzadas con bailarines casuales, lisérgicos y de breakdance.

La comunidad se hace fuerte. Muchas de las medidas que se fueron tomando, como cerrar el pueblo y controlar la entrada entre civiles y estatales, cerrar la playa, se decidieron a mano alzada en la Plaza del Sol.

Son medidas que se tomaron cuando todo era incertidumbre y nadie se pronunciaba desde el gobierno imponiendo un diseño para pasar este momento. Los gringos más platudos que viven acá desde hace años y tienen sus casas con vista al mar ayudan con donaciones.

Se debate por Facebook en el espacio participativo virtual del pueblo. Opiniones de todos los colores. Los que quieren que se vayan los turistas, los que se escabullen en la playa y disfrutan del espacio y la extrema tranquilidad. Lo calmo que estuvo el mar estas semanas. Casi no se vio esa ola grande, cerrada y pesada de San Pancho. Los surfistas ansiosos por volver al agua.

También están los que sacan fotos a los que se escabullen en la playa, escrachados luego en las redes. Los que piensan que todo esto es un experimento social diseñado y los fieles encuarentenados. Todos aquí sienten que va a ser la temporada baja más larga que se ha tenido. Marzo y abril son dos meses fuertes de turismo canadiense y estadounidense, sin contar Semana Santa, que estalla siempre de turismo mexicano en torrentes de gente festejando por las calles. Este año eso se evitó. Se pospone, decía un mensaje oficial, llenándonos de intriga.

Se estableció un filtro sanitario, como le dicen aquí a la barrera de gente en la entrada del pueblo. El escuadrón del barbijo y alcohol en gel evitó el ingreso de más de 600 turistas. Lo gracioso es que se los ve conversar de muy cerca, dándose palmadas o incluso sacándose el barbijo para hablar con más claridad.

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