Millones apretaron en sus pechos el desgarro, la tristeza o esa calma inesperada que deja la muerte de un ser bueno.
Sí, el país. Porque salvo una porción que integran genocidas y sus admiradores que habitan estos suelos, estamos seguros que desde el jueves a la noche, millones de millones de argentinas y argentinos apretaron en sus pechos el desgarro, la tristeza o esa calma inesperada que deja la muerte de un ser bueno.
Es que el nombre de Norita acude a cada cita que se haga de las últimas cinco décadas de la Argentina. Ella es una de las trascendentes Madres, pero al mismo tiempo es uno más de los pañuelos blancos. Porque es cierto que Norita estaba en todas partes, como lo estuvo Hebe. Tan cierto como las miles de huellas que dejaron las Madres en la enseñanza a los pueblos que luchan.
Cierre usted los ojos y viaje a las huelgas del pasado, a los cortes del pasado, a los acampes, los actos, las señalizaciones, las baldosas, los recitales, los plantones frente al Congreso, las facultades, los ministerios, las iglesias, las embajadas. Las descubrirá en cualquiera de las cuatro estaciones; sólidas, de voz tan firme y femenina que las multitudes o simplemente los desolados manifestantes cambiarán su energía por otra más renovada y esperanzadora.
¿Quién no escuchó alguna vez aquello de “si las Viejas pelearon en los momentos más oscuros, como no vamos a pelear nosotros”?
Y fue esa voz de Norita de las más esperadas en los tiempos de la Argentina pisoteada por menemistas, macristas y mileístas. Cierta vez en Dolores, en la Escuela Normal, este cronista fue testigo de una de las ovaciones más duraderas que pronunciase un auditorio juvenil. Decenas de pibas y pibes de sexto, la aplaudieron de pie mientras se estiraban los minutos. Se habían juntado en el teatro escolar y ella no llegaba por el viaje. Una docente dijo “Esperen, que ya viene Norita”. Y el piberío aguardó a Norita, para verla, escucharla, y luego besarla.
Aquel “esperen, que ya viene Norita” fue su marca de los tiempos de este siglo. Ochenta y pico, noventa y pico, noventa y cuatro años, pero siempre Norita llegaba. Desde el Oeste salía el vehículo que la buscaba y ella aparecía en la mitad del acto, en el cierre, o las más de las veces en la puntual presencia de las Madres, para contar sus historias de ayer y de hoy. Eso importaba. Pero más importaba el consejo final, las infinitas maneras que tenía para decirles a jóvenes y veteranos que debíamos “luchar por todos los Derechos Humanos” junto al esperado “Venceremos” con que alentaba a los más diversos y divididos auditorios.
No dejó que la vida y sus decrepitudes aflojaran su sonrisa ni sus ganas de vivir y pidió hace mucho que el Hospital Posadas, público y digno, fuese su centro de consulta y las y los compañeros de Oeste lo hicieron posible. Y aún entre advertencias de parar la mano y descansar, optó por el frío de las ollas populares antes que el plácido sillón de los crepúsculos.
Norita conocía de mi enorme vínculo con Hebe de Bonafini y la Asociación Madres de Plaza de Mayo, pero nunca reprochó nada. Y cada vez que la necesitamos vino a declarar para los lentos tribunales. La última, poniendo palabra y memoria en el juzgado que investigó la aparición de cuerpos en las costas bonaerenses en 1977 y 1978. Tenía que recordar sus viajes a Dolores, cuando en plena dictadura, las Madres leyeron las noticias de los restos humanos arrojados por el Atlántico, en las arenas festivas de los veranos de la dictadura. Repasó todo, y puso el nombre del juez que las despreciaba y no cumplió sus deberes ordenando por lo contrario que se convirtieran en NN para los cementerios. En pocos meses más comenzará el juicio y diremos, “esperen, que ya viene Norita”, esta vez como testimonio grabado.
Animó a centenares de ex colimbas para que se presentasen en los juzgados a dar cuenta del horror que presenciaron, entusiasmó a los hijos/hijas de genocidas que conformaron los organismos de Derechos Humanos que pelean por Memoria, Verdad y Justicia, repudiando a sus padres asesinos. Así andaba la Norita de los últimos años, mientras cada tanto, muy cada tanto, la oscura noche de la dictadura volvía sobre su sólida armadura para intentar horadarla. Entonces sacaba la foto de Gustavo, se la ponía sobre el pecho y mirando hacia otros lados, encendía las palabras de antaño, cuando juntas, alrededor de la pirámide, desafiaban en blanco y negro a todo aquel que fuese milico, civil o policía. Estaban unidas, como lo recordó Hebe en la entrevista que forma parte del reciente libro de Demetrio Iramain: “Nos dábamos cuenta, también, cuando empezaron a haber diferencias de clase porque cuando íbamos a hacer algo en la Casa de las Madres, siempre comíamos ahí. Siempre con María del Rosario (de Cerruti), con Nora (de Cortiñas), pensábamos en lo que fuera colectivo, en que debíamos hacer como una familia. Que no servía reunirse cada tanto. Que lo que servía era que estuviéramos siempre juntas, para conocernos bien, para trabajar todos los días…”
El coro de jóvenes entonando en Plaza de Mayo “Como la cigarra” en la otoñal noche del día de su muerte, la carta de la periodista Olga Viglieca diciéndonos en cuántos lugares debió ser velada Norita, la multitud que fue a despedirla en Morón. Sensibilidad por Norita.
La Madre que apagó un ratito la luz el pasado jueves; pero esperen, que ya viene.
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