Laene SA produce desde hace 50 años la clásica cinta celeste y blanca presente en fechas como el 9 de Julio. Historia de la empresa familiar de José León Suárez que vence al tiempo y las modas.
Silvia Neudorffer es hija de don Enrique, el padre fundador de Laene. Desde hace años, la blonda señora comanda, junto a su hermano, los destinos de la firma. Silvia no da puntada sin hilo a la hora de bordar las memorias de la fábrica: “Mi viejo era hijo de migrantes alemanes dedicados al textil. Tomó la posta en 1965 con un tallercito de pocos telares en el fondo de su casa, a unas cuadras de acá. Con mucho laburo de toda la familia fuimos creciendo. Ya tenemos tres generaciones de historia. Ahora dan una mano hijos y sobrinos. Producimos muchas clases de cintas textiles, pero la bandera es especial. Se usa en las escarapelas, y para otros adornos. Muy poquitas empresas la fabrican. Varias veces tuvimos viento en contra, pero nunca dejamos de hacerla. Le dije que somos muy trabajadores, la peleamos.” No es casual que “escarapela” –el primer símbolo patrio instituido por decreto del Triunvirato en 1812– sea una palabra que proviene del antiguo verbo “escarapelar(se)”. Dicen que todavía se usa en el portugués. Es sinónimo de riña, de pelea con heridas visibles, de luchas que dejan huellas. El escritor Juan Sasturain la definió como nadie: “Una identidad pagada-ganada con sangre y convertida en emblema”.
Los días de la escarapela
Alejandro tenía diez meses la primera vez que visitó la fábrica. Pocos días antes había dejado de gatear. Al taller entró de la mano de su abuelo Antonio. De pie. “Atrás de estas cintas, de esta bandera, hay valores, ideas, sudor, lágrimas, caídas, volverse a levantar. Es nuestra historia”, remarca el ahora muchacho, con la frente en alto. Junto a otros 40 laburantes, el joven de 31 años es uno de los motores que impulsa la pyme sanmartinense.
Bandera, raso, gross de seda, falletina y la antimufa cinta bebé rojo shocking. La fábrica de 3000 metros cuadrados produce más de 10 millones de metros al año. Cifra que seguramente enorgullecería a French y Beruti. Una línea para el revisionismo histórico: las cintitas que repartía el dúo dinámico de patriotas eran blancas y poco radiantes. El celeste del cielo todavía no inspiraba a los revolucionarios.
Alejandro camina entre una decena de máquinas que ensayan el eterno retorno del hilo y la aguja. Una aceitada sinfonía suena en el taller. Proviene de las arpas metálicas. “La banda de sonido de mi vida”, arriesga con aires de director de orquesta. Detalla el hombre de la batuta: “Camino por el taller, voy escuchando cada máquina, que suenen afinadas, y puedo darme cuenta si un hilo está fallando. También está la vista de costurero, veo el dibujo de la tela y descubro al toque un puntito saltado.”
El muchacho se detiene frente a la máquina Made In Taiwán que teje a todo ritmo la celeste y blanca Industria Argentina. Doscientos hilos de poliéster abrazados, siete centímetros de ancho, pila de horas de tejido sin respiro. Aquí la bandera se produce todo el año. La temporada alta va de abril a julio, también durante los mundiales: “Nuestras ‘navidades’ son la Semana de Mayo, el Día de la Bandera, el Día de la Independencia. Con el final de la pandemia notamos mayores ventas, sobre todo con el regreso de las juras presenciales en los colegios. Creo que hay más entusiasmo –acota Alejandro–. Aunque antes se veían más escarapelas por la calle. En la Semana de Mayo se usaban todos los días. Quizá cayó un poco en desuso. Ahora tuvimos este repunte. Ojalá dure.”
A la deriva por el taller se suma su madre Silvia. Confiesa que siempre anda con una escarapela en la guantera del auto, en la cartera, en el bolsillo: “Cuando Alejandro iba a la escuela, les llevaba cintitas para todos los grados. No sé mucho de historia, no investigué sobre el origen, pero siento orgullo de nuestro trabajo”.
Los hilos de la patria
Evelyn doma los hilos en la primera parada de la línea de producción. Está a cargo de la urdidora, una araña de metal que parece una escultura de Louise Bourgeois. Esta máquina enrolla en un carrete kilos y kilos de hilos. Crea la urdimbre que después es usada en el proceso de tejeduría. “Es un trabajo muy delicado. Acá soy buena costurera. En casa no me gusta coser ni un botón”, bromea la piba.
En el sector de tejido surge Micaela. Controla el proceso con la sapiencia de una artista del ñandutí, el arte del bordado paraguayo. Dice que no suele usar escarapelas. Sin embargo, de sus años escolares atesora una en el ajuar familiar: “Se la puse a un peluche que tengo en casa. Es un recuerdo, mi tesoro.”
Al final del recorrido, Cristina. En el sector dedicado a la madeja. Como una aplicada abuela tejedora, estira y ordena las cintas antes del postrero planchado. Custodiada por metros y metros de banderitas argentinas, todavía recuerda cuando iba al colegio con las cintitas atadas en el pelo y la escarapela abrochada del lado del corazón. “La tradición sigue con mis hijos. Son las banderas que fabricamos. Cómo no voy a estar orgullosa”, se despide Cristina. Sonríe. No deja de mover sus manos. Esas manos que tejen historias de trabajo, sacrificio y lucha cotidiana. Las que hilvanan el hilo del que pende la historia de la Argentina. Que no se corte.
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