En el libro Alfabeto erótico, la escritora Clara Rodríguez y el dibujante El Tomi utilizan el orden alfabético para contar historias donde el deseo y el goce sexual recuperan protagonismo.
En ese escenario, el libro Alfabeto erótico. Con textos de menor envergadura (editorial Fuera de Registro), de la periodista y escritora Clara Rodríguez e ilustraciones del artista gráfico El Tomi, puede resultar disruptivo. No tanto porque represente un tipo de creación novedosa, sino más bien por cierto carácter anacrónico. Como si se tratara de un libro que llegó a través de una máquina del tiempo, directo desde los años ‘80 al corazón del siglo XXI.
Dividido en dos partes, el mismo reúne historias pícaras, un poco verdes, como decían en el colegio quienes fueron a la primaria todavía en el siglo anterior. Los de la primera parte, surreales y fugaces, como esas siestas de duermevela en las que realidad y sueño se frotan entre sí, están ordenadas siguiendo las letras del abecedario.
Historias como la de Clara, por ejemplo, una chica a la que no le gustaba saludar a los desconocidos con un beso, sino que prefería un discreto apretón de manos, de apariencia más cortés. Pero justo antes de llegar a esos encuentros, ella tenía la costumbre de primero meter la mano dentro de su bombacha, para luego tenderla con una sonrisa en el momento de la presentación. Que el personaje tenga el mismo nombre que la autora no hace más que llevar al extremo el dispositivo lúdico que el libro propone.
Dentro de este Alfabeto erótico también es posible encontrar algunos epigramas dispersos, que la autora tiene la habilidad de desarrollar combinando la brevedad con el ingenio y que invariablemente toman al lector por sorpresa al dar vuelta una página. Uno de ellos dice: “Existen dos tipos de personas; los mezquinos que no pueden jurar amor eterno y los imbéciles que pretenden cobrar esa promesa”. Y hasta será capaz de concretar en apenas un párrafo un ensayo lúcido y profundo acerca de la manifestación del deseo en Olivia, la escuálida novia de Popeye, siempre tironeada entre hombres pero que quizás añora otra cosa.
La segunda parte del libro, El escenario del vicio, es una selección de relatos más convencionales desde el punto de vista formal, pero que comparten el mismo espíritu juguetón que caracteriza a los del Alfabeto. El hecho de estar articulados a partir de la estructura tradicional del cuento le brinda a Rodríguez el espacio para desarrollar los argumentos prestándole atención a los detalles. Y, a partir de ellos, construir algunos en los que su prosa exhibe la misma elegancia y solidez ya demostrada en aquellos signados por la brevedad.
En esa mayor extensión también es posible empezar a identificar algunas obsesiones, que hacen su aparición bajo la máscara de la recurrencia. Las chicas que se tocan en lugares públicos, donde la prohibición multiplica el goce; los varones, incapaces de ir contra sus instintos, igual que Ulises ante el canto de las sirenas; o las figuras de Sade y Sacher-Masoch asomándose a los textos con regularidad. Pero uno de los recursos más efectivos es el que se pone en escena cuando la sexualidad se manifiesta en situaciones inesperadas, confirmando que el erotismo también sopla donde quiere.
Por supuesto, no deben soslayarse las ilustraciones de El Tomi, un artista cuya obra no es ajena al erotismo. Su colección de letras realizadas a partir de cuerpos y cópulas es exquisita. No solo por el logro de poner la anatomía al servicio de la tipografía de un modo encantador, sino porque su estética deliberadamente antigua, como bien señala Silvio Mattoni en el prólogo, es el recordatorio del auge que el erotismo tuvo alguna vez.
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