El yemenita Mansoor Adayfi, el "prisionero 441", cuenta en un libro sus días en la cárcel, aun cuando está enclaustrado en Serbia, sin posibilidad de salir. La comparación con el tétrico presidio de Abu Ghraib.
Al despertar de ese 2 de enero de 2002, típico día de invierno y humedad en el Caribe, llegó a la base naval de Guantánamo, el territorio del sudeste de Cuba usurpado por Estados Unidos a principios del siglo pasado, un avión carguero C-141. Esa vez no llevaba ni armas ni vituallas para las tropas de ocupación. Cargaba las primeras 20 de las 791 víctimas que la CIA cazó preferentemente en el mundo islámico para dar sustento a su versión sobre el derrumbe de las dos torres que hasta hacía cuatro meses dominaban el cielo neoyorquino. Ese día, Estados Unidos inició otro de los capítulos deshonrosos de sus relaciones con la Humanidad. Ese día, el yemenita Mansoor Adayfi recogió los primeros datos para escribir unas memorias que hoy, ahora, Estados Unidos se empeña en destruir.
“Nunca supimos cuántos de nosotros murieron allí, no había ningún límite para las torturas, viví 14 años con los grilletes puestos y casi todo ese tiempo, encapuchado”. Es probable que las vivencias de Adayfi no sean las más revulsivas que se hayan escrito sobre Guantánamo, pero sus relatos resumen en poco más de 300 páginas las miserias de las que es capaz un ser entrenado para matar. El yemenita, que al igual que la casi totalidad de los prisioneros de la base no fue acusado de nada, porque como casi todos cayó allí solo porque había que completar un cupo, fue liberado y enviado a Serbia –país al que no lo ata ningún lazo– con la condición de que nunca se moviera de allí. Los tentáculos de la CIA son largos y de Serbia pueden sacarlo como en 2002 lo sacaron de Afganistán (ver aparte).
Las memorias de Adayfi –Don’t forget us here: lost and found at Guantanamo (No se olviden de los que estamos aquí: perdidos y encontrados en Guantánamo)– son presentadas por editorial Hachette como “el testimonio del horror”. Constituyen, es cierto, una denuncia de una claridad escalofriante contra la crueldad de las fuerzas armadas de Estados Unidos y, esencialmente, contra quien tenía el manejo del presidio, el general Geoffrey Miller, un cuatro estrellas que obtuvo la última en premio a su gestión como director de Abu Ghraib. Allí, en esa cárcel de Irak que el Pentágono y la CIA operaron entre 2003 y 2016, y a la cual el expresidente Jimmy Carter definió como “el centro de torturas más repugnante del que se tenga noticias”, Miller se convirtió en un enfermo practicante de la tortura.
Tampoco se salvan de las críticas los cuatro expresidentes –republicanos y demócratas– que estuvieron al frente de la Casa Blanca de 2002 en adelante. En su orden, George W. Bush, Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden. Adayfi, “el prisionero 441”, apunta con énfasis contra Obama y Biden, que usaron el hipotético cierre del presidio como uno de los puntos fuertes de sus respectivas campañas electorales.
Aunque Adayfi no escatima detalles para describir el horror, del primero al último párrafo, todo indica que el exprisionero tiene dos puntos bien precisos en la mira. Por un lado, denunciar al aparato y al contexto que ha hecho posible la existencia de sitios como Guantánamo y Abu Ghraib. Y, por otro, rescatar la solidaridad, de clase podría decirse, que hizo posible que cientos de personas –militantes, artistas, religiosos, médicos, buzos, enfermeros, docentes, mafiosos, científicos, drogadictos– de 50 nacionalidades, que hablan 20 idiomas distintos y cargan con tan disímiles historias de vida, hayan logrado interactuar al extremo de crear lazos profundos entre ellos y, en cierta medida, mantener la cordura.
En ese otro Guantánamo descripto por el yemenita secuestrado en Afganistán, torturado en cárceles clandestinas de las más bellas ciudades europeas y nuevamente torturado en un enclave estratégico de América Latina, se han escrito capítulos de grandeza desconocida hasta ahora. En un solo relato, Adayfi hace la disección de unos y otros. La aparición de un grupo de pinturas, sencillas, de valor artístico difícil de medir, despertó el interés del John Jay College of Criminal Justice de Nueva York, que en 2017 decidió montar una muestra a la que llamó “Oda al mar. Arte en Guantánamo”. El gobierno de Donald Trump la prohibió, adujo que los cuadros le pertenecían al Estado norteamericano y amenazó con quemarlos, más allá de que prohibió que los prisioneros siguieran pintando.
“Por favor, disfruta estos dibujos, escucha bien lo que te dicen. Puedes pensar que están en silencio, pero no, te susurran en un idioma que puedes entender con tus sentimientos. Han tenido que hacer un largo y difícil viaje para llegar a ti. Deja que el mar te diga que somos humanos”, había escrito Adayfi para el catálogo de la frustrada exposición que las bestias apocalípticas impidieron que les susurrara a todos.
¿Por qué Oda al mar? Enclaustrados desde 2002, los hombres de Guantánamo nunca habían experimentado, hasta 2014, el goce de la naturaleza. Ese año, uno de los cíclicos huracanes caribeños amenazaba con destruirlo todo. Entonces, los cancerberos arriaron las lonas verdes que cubriendo las vallas impedían toda mirada al horizonte y el mar quedó a la vista. “Entonces empezamos a pintar, a escribir poemas. Por única vez tuvimos un dejo de libertad. Por eso las lonas fueron repuestas tres días después”. «
El infierno tiene un número: 791
Tras la humillación del 11 de septiembre de 2001, cuando en sus propias narices le echaron abajo sus símbolos sin que el aparato de inteligencia tuviera la menor idea de dónde estaba parado, Estados Unidos tuvo que armar una historia que fuese más o menos creíble para sus secuaces de la Otan. Lo más fácil fue ponerle un nombre al enemigo (Al Qaeda) y, luego, salir a buscar “culpables” en el mundo islámico, allí donde están los más malos de todos los malos, Pentágono dixit. En pocas días tenía una cárcel (Guantánamo) y los primeros 20 presos llevados desde 13 mil kilómetros, de Afganistán y más allá, que ya venían torturados tras el pasaje por las prisiones secretas manejadas por la CIA en Gran Bretaña, Francia y Alemania, por citar solo a las más rancias democracias occidentales y cristianas.
En sus memorias, Mansoor Adayfi recuerda cómo lo “cazaron” en Afganistán, cómo lo torturaron en campos de concentración europeos y cómo fue su permanencia de 14 años en Guantánamo. Su historia es la de los 791 secuestrados que han pasado por allí. “Un día los aviones norteamericanos sobrevolaron el poblado y tiraron panfletos en los que ofrecían una buena recompensa a quien entregara un sospechoso. Me agarraron unos líderes tribales, dijeron que era un general egipcio y me vendieron a la CIA. Tres meses después de patadas y torturas y dos días de vuelo me bajaron en Guantánamo”. Adayfi recuerda que con otros presos rehicieron su periplo y coincidieron en que sus verdugos habían sido de Alemania, Gran Bretaña, Francia, Eslovaquia, Australia, Nueva Zelanda y Arabia Saudita, al menos.
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