Hubo, sobre todo, una tradición futbolística sin pretensión de que sea única: calle y baby fútbol, canchitas de tierra y campos. Es el fútbol de cada rincón de la Argentina. Sudamericano, más libre, de creatividad a cielo abierto.
El juego, sabemos, ofrece variables. Y hay partidos dentro de los partidos. También valen dos goles en dos minutos, como los de Kylian Mbappé, el segundo un golpe de estilista. Y hasta hay un jugador en la cancha distinto al resto, que evita los goles, como el Dibu Martínez a Randal Kolo Muani a los 120+3, con el partido 3-3. Pero Argentina desactivó a Antoine Griezmann, el trompo por el que giró el fútbol de Francia durante el Mundial, y después la desanimó, jugando a la pelota. La dominó futbolística y psicológicamente, los dos cambios reactivos de Didier Deschamps a los 40 minutos del primer tiempo. “Estoy frustrado -dijo Frank Leboeuf, campeón del mundo en Francia 1998, hoy comentarista en la TV-. Argentina dominó el partido durante 75 minutos. Todo el crédito es para este equipo que jugó perfectamente. Por sobre todas las cosas, los franceses tenemos que aceptar el hecho de que Argentina mereció ganar”.
En el Lusail, mientras se apagaba la fiesta, los hijos y los hermanos más chicos de los futbolistas de la selección improvisaron en plena cancha de la final un picadito con una botella de plástico. En las calles de Buenos Aires, durante los festejos, esa imagen se replicaba: niños y niñas pateando una latita, lo que fuese. Y los más grandes, saliendo a festejar con pelotas, rebotando de aquí para allá. En el 1-0 a Francia, en su penal, Lionel Messi picó la pelota como si fuera a tirar un libre al aro de básquet, se acarició la cabeza como si su mano fuera la de su abuela Celia, la que lo llevaba a entrenar al club Grandoli de Rosario, y cerró los ojos. En Qatar, en los cuartos ante Países Bajos, había replicado un pase-gol de la niñez, cuando ya jugaba en las infantiles de Newell’s. Pura causalidad. Lo mismo Julián Álvarez, con su carrera de potrillo en el 2-0 de la semi ante Croacia, parida en Calchín, Córdoba, en canchas de 11 sin pasto, duras como piedras.
No hay video, pero podemos intuir que la primera vez que Gonzalo Montiel pateó un penal como el de la final fue, en miniatura, en la cancha de baby de El Tala, su club de barrio en González Catán, localidad de torneos de penales por dinero en el Conurbano. O que el gol de Enzo Fernández con México, su rosca, salió de una baldosa del cemento de La Recova, su club de San Martín. Argentina, la selección campeona del mundo, fue un equipo con encanto juvenil más allá de los DNI, que jugó como en un recreo de escuela pero en un Mundial. Ángel Di María, un surco por izquierda, una zurda endiablada, un quiebre de cintura, tres caños y cuatro goles por encima del arquero en finales con la selección. Un homenaje a la guapeza de Diego Maradona, siempre en el cielo, siempre argentino. Los centrales, Cuti Romero y Nicolás Otamendi, dos cuatreros jugando al filo, anticipando con la navaja en la mano. Enzo F. y Alexis Mac Allister, clamor y rigor.
El fútbol es un juego infinito en el que aún no mide el contagio y la emoción, lo intangible. La selección argentina se respetó a sí misma: jugó a la pelota. “Les pegamos alto baile -escribió alguien en Twitter horas después de la Copa del Mundo-, pero decidimos ganarles con épica y sufrimiento. La fiesta es nuestra”.
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