El próximo domingo los uruguayos decidirán entre dos fórmulas, entre el progresismo y la derecha más retardataria, quiénes serán sus próximos gobernantes.
El próximo domingo los orientales decidirán entre dos fórmulas, entre el progresismo y la derecha más retardataria, quiénes serán sus próximos gobernantes. Como gustan decir los politólogos de estos tiempos, el balotaje del 24 de noviembre es un parteaguas. Se estima que unos 600 mil uruguayos (casi 25% del padrón electoral) no habrán de participar de semejante decisión. Blancos y colorados, los dos partidos que desde 1836 han dominado el escenario político –junto con el Frente Amplio desde 1971–, acordaron que esos parias republicanos pueden enviar a sus familias las remesas producidas con su trabajo en otras tierras, y si tienen dinero comprarse un pasaje para ir a votar, pero no a elegir desde su nueva residencia a los gobernantes para su maltrecho país, exhibido sin embargo, tantas veces, como un falso modelo de democracia.
En Uruguay, tierra de exilio generoso en la que se refugiaron todos los perseguidos –desde las víctimas del nazi franquismo español hasta los académicos argentinos caídos bajo el odio bruto del onganiato con su Noche de los Bastones Largos (julio de 1966)–, nunca se había pensado en los ausentes. Hasta que la dictadura (1973-1985) generó una estampida no medida en toda su magnitud. Fueron de 600 mila un millón de personas de una población de poco más de tres millones las que emigraron por razones políticas o económicas. Con la reinstitucionalización, cierta dirigencia política y organizaciones humanitarias vieron la necesidad de abordar el tema como un asunto propio del Estado, por la importancia social y cultural que tiene desde una concepción inclusiva de país y una perspectiva de derechos.
Desde entonces, el debate sobre el derecho al voto que les asiste a los uruguayos del éxodo reunió un rico historial. Siempre bajo idénticos términos. De un lado, el progresismo político partidario de considerar a sus hermanos como tales, y del otro, la derecha y más allá de la derecha todavía, esperando que la gente no pueda pagarse un pasaje para viajar a votar. Así se la saca de encima, porque en un país en el que el voto es obligatorio la justicia electoral sanciona al que no lo hace con la pérdida de la ciudadanía. Castigo sobre castigo, como si para los que debieron irse el exilio hubiera sido una ambiciosa opción de vida. En 1985 fue el presidente colorado Julio María Sanguinetti el que impidió que se sancionara el voto exterior. En 1991 fue su sucesor, el blanco Luis Lacalle Herrera, padre del actual presidente. Y así siguieron. Después fue el turno del colorado Jorge Batlle.
Al final, en 2009, el tema llegó a referéndum. Sólo el 38% sufragó a favor del voto exterior. Un mes antes, algo más del 56% decía que sus hermanos de la diáspora, como ellos, tenían el derecho a elegir a las autoridades. Una atronadora campaña de la derecha, de los cuarteles y de sus medios de prensa torció lo que habría sido una sabia decisión popular. Con sus argumentos, tan arcaicos como mezquinos, la ultraderecha sigue valiéndose de los números de aquella consulta para decir que el atropello del 25 de octubre de 2009 es cosa juzgada por seculo seculorum. Ahora duerme en los cajones del Congreso un proyecto con el que, con su más cerrada obstinación, los partidos de la antigüedad se niegan a darle una respuesta positiva al reclamo comprometido y persistente de esos miles que, desparramados por el mundo, exigen sus derechos y, sobre todo, los mecanismos efectivos para ejercerlos.
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