Unos 17 mil hombres y mujeres son la mano de obra sin salario que sostiene la organización del Mundial de Rusia.
Hace unos días, en San Petersburgo, una hora antes de la semifinal entre Francia y Bélgica, tres voluntarias la pasaron mal. Estaban a cargo de la entrega de tickets para prensa y reporteros gráficos. La demanda excedía la cantidad de lugares habilitados. Para eso se abre una lista de espera en la que se anotan quienes se quedaron afuera, la cual se resuelve poco antes del inicio del partido. Hay que dejar los datos en un papel. Un oficial de FIFA luego elige y no por orden de aparición, se desconoce en detalle con qué criterio.
Las voluntarias llaman por nombre y medio. Sin megáfono, a los gritos. Los periodistas se abalanzan al escritorio, muestran la acreditación, se empujan, meten codazos. Como no hay criterios, creen que esa presión puede dar resultados. El oficial FIFA se va. Quedan las voluntarias y la masa que reclama. Las tres chicas quedan arrinconadas entre la pared y el escritorio. Hay gritos en todos los idiomas. En algún momento llega la tranquilidad. Hay varios culpables en el episodio, sobre todo los periodistas que empujan, los que desesperan por un lugar, pero hay un culpable principal: la FIFA. Las únicas víctimas de eso, sin embargo, son las que trabajan sin salario a cambio.
Los voluntarios y voluntarias del Mundial 2018, mayores de 18 años, cursan al menos el segundo año de alguna carrera universitaria, saben leer y escribir en ruso, y tienen conocimientos de otros idiomas. El 64% son mujeres, el 36% son hombres. Sólo el 7% son extranjeros. La FIFA les exige “grandes dotes de comunicación, gran capacidad de resistencia al estrés”, “dotes organizativas y para el trabajo en equipo”, “facilidad para aprender con rapidez” y, atención, “capacidad para trabajar duro y facilidad para asumir responsabilidades adicionales”. Pero la FIFA no les paga. Ni salarios, ni viáticos ni alojamiento. Quienes llegaron a Rusia desde otros países se hicieron cargo del viaje y de conseguir dónde vivir durante un mes. Sólo tienen las comidas en los turnos de trabajo y trasporte gratuito en el sistema público.
Están repartidos en diecinueve áreas. Reparten a la prensa los informes de cada partido, lidian con quejas, resuelven problemas, ordenan el ingreso de los hinchas, informan sobre salidas y horarios, están en los VIP y en los sectores de hospitalidad, controlan la seguridad, las ubicaciones, incluso garantizan que haya asistencia médica cuando hace falta, están en las tareas administrativas. Todo al servicio de la FIFA. El voluntariado es la base sobre la que se sostiene el Mundial, lo que hace funcionar la maquinaria.
Hay voluntariado en ONG y organizaciones no lucrativas. La FIFA no lo es. El Mundial es el producto que le entrega millones de dólares. Sus dirigentes se hospedan en hoteles cinco estrellas, con viáticos de lujo para grandes bacanales. Los voluntarios dicen que lo hacen para poder vivir desde adentro un Mundial, para hacerse de amigos, para aprender, para poder tener conexiones con personas de otros países, para entrar a los partidos gratis. La FIFA los alienta porque sostiene que les abre puertas, les genera un aprendizaje. Es una pasantía sin viáticos, una forma de explotación.
«Sos la sangre, el alma y el latido de esta Copa Mundial. Son ustedes quienes hicieron realidad este torneo», les dijo hace unos días la senegalesa Fatma Samoura, secretaria general de la FIFA. En la conferencia de prensa que brindó en Moscú como previa a la final del domingo, una especie de balance, Gianni Infantino se vistió de voluntario como si quisiera hacer un homenaje. Samoura gana ochocientos mil dólares al año. El salario de Infantino como presidente, según la FIFA, es de un millón y medio dólares al año. Pero en el Mundial los que trabajan cada día son las voluntarias y los voluntarios.
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