El último samurái

Por: Nicolás G. Recoaro

Ernesto Kimura tiene 78 años y es hijo de padres japoneses. Hoy como sensei de kendo, el arte marcial nipón más antiguo, mantiene vivo "el camino de la espada".

Con su fiel espada al hombro. Así llega Ernesto Kimura al dojo de la Asociación Japonesa en la Argentina (AJA). Todos los martes y jueves, en el horario del sol poniente, el sensei se acerca a este refugio de la colectividad nikkei en San Telmo, para dar lecciones maestras de kendo, el arte marcial que practica hace 45 años.

«Hay varias disciplinas muy importantes para la cultura del Japón, y kendo es quizás, históricamente, la más antigua, porque se hace con la espada. Para la religión sintoísta, la espada está íntimamente ligada al origen del Japón, los guerreros de la antigüedad, los samuráis, sus reglas y su disciplina», bosqueja el señor Kimura una genealogía precisa. Su tono memorioso recuerda algún poema épico de Borges, forjado con acero, batallas y palabras filosas.

En japonés, kendo quiere decir «el camino de la espada». Hace ya muchos años, Kimura dio sus primeros pasos en este sendero que se bifurca entre su historia familiar y un hallazgo azaroso. El sensei es hijo de un comerciante de Tokio y una dama de Nagasaki que llegaron a la Argentina en los años ’20 a hacer la América.

(Foto: Edgardo Gómez)


Ernesto tiene 78 años, es argentino nativo, siempre se ganó la vida como contador público nacional y desde muy joven participa en las actividades de la AJA, punto cardinal para los migrantes del Lejano Oriente. «Vinieron con sus comidas, con sus tradiciones, y también trajeron los implementos de kendo, hace casi un siglo, cuando se fundó la asociación. Pero finalmente nadie los utilizó y quedaron arrumbados debajo de un escenario. Pasó el tiempo y, por casualidad, una tarde limpiando la vieja sede de la calle Finochietto con otros jóvenes, entre cortinas, sillas viejas y ropa, encontramos guantes, armaduras y un men –la máscara protectora–. No sabíamos bien qué eran, ni para qué servían».

Los muchachos tuvieron suerte. Un empleado de la asociación les explicó que los trastos sucios y olvidados eran para practicar kendo. También confesó que conocía los secretos del shinai, el sable de bambú, y ofreció enseñarles. Así arrancó la práctica de la esgrima oriental en Buenos Aires.

Aquel santo de la espada se llamaba Miyagi Masakatsu y fue el primer sensei en estas pampas. Una placa recuerda su rol docente germinal en la nueva sede de la asociación nipona sobre la avenida Independencia, institución que hoy preside su discípulo, el señor Kimura. El kenshi (practicante) más antiguo de la Argentina.

La hora de la espada

(Foto: Edgardo Gómez)


Dos espadachines enmascarados frente a frente. Para el observador distraído, el kendo puede pasar por un corajudo y lacónico elogio de la simpleza que se hace carne en el dojo. Sin embargo, este arte marcial nace de la pelea entre muchos simbolismos, estéticas y filosofías. Kimura cuenta que en la antigüedad, los samuráis usaban su espada con un código ético y disciplinario: «La enseñanza se resumía en una regla básica: cómo matar sin ser muerto. Pero con el fin del período de guerras internas, en la época del emperador Meiji, queda abolido el uso de las armas blancas y desaparece la casta samurái». Sin embargo, no fue una estocada mortal para todo ese bagaje de conocimientos, entrenamiento y códigos que hermanaban al guerrero y su sable. 

De la profunda reflexión de varios maestros de la katana surgió un nuevo paradigma a finales del siglo XIX. ¿El primer mandamiento? La espada será usada para salvar vidas. «Sé que suena raro –defiende el sensei–, pero la disciplina que rodea este arte marcial hace que la persona sea mejor. Se enfoca en perfeccionar la vida de la comunidad. La Federación Internacional explica que el kendo ayuda a formar personas de bien. Esa es la base».

Con un uso económico, casi zen de las palabras, el señor Kimura asegura que el kendo se nutre de muy diversas artes japonesas: la poesía, el shodo –la caligrafía– y el chado, la milenaria ceremonia del té. «Hay muchos maestros de kendo que se destacan en estas disciplinas, porque son artes que obligan a la serenidad, la precisión y la exactitud». También son terreno fértil para cultivar la paciencia.

Kimura explica que el aprendizaje de los protocolos y el dominio pleno del sable es lento, arduo y sacrificado: «Años para coordinar el movimiento físico, el elemento y el espíritu. Lograr la conexión, el Ki-Ken-Tai no Ichi. La vida misma es así. A un practicante le lleva más de dos años decir que sabe algo de kendo». El respeto al compañero, la solidaridad para ayudarlo a mejorar y protegerlo, son otros pilares milenarios que trasmite el sensei en sus clases. Principios quizás invisibles a los ojos del siglo XXI.

Al dojo se acercan desde fanáticos del manga hasta deportistas con inquietudes orientalistas, sin olvidar a los curiosos a secas. Con una sola mirada, a veces Kimura es capaz de descifrar el futuro del aspirante: «El que viene con mucha ansiedad y quiere aprender todo ya, no dura ni dos meses. Se cansan muy rápido de la rutina. La gran ola fue con la película El último samurái. Muchos llegaban con ganas de ser Tom Cruise. Pero ya le dije, a las pocas clases se retiraban».

El sablazo

(Foto: Edgardo Gómez)

Men, tenugüi, kote, do y tare son los nombres originarios de los atavíos que conforman la armadura de los guerreros. No olvidemos la imprescindible shinai forjada en bambú. «Son todos elementos que se traen del Japón, aunque algún artesano ha hecho el casco en el país. Incluso conozco a un señor de Mendoza que se fabricó una espada. El hombre salía a recorrer los parques después de las tormentas para recoger las hojas de palmera. El nervio es bastante largo y sirve para la práctica. Mucho mejor madera que la del palo de escoba», bromea el sensei. Luego detalla que el sable de bambú está compuesto por cuatro láminas que permiten flexibilidad y contundencia. Aclara también que si es mal utilizado, el sable sucumbe: «La espada japonesa medieval tiene mucho filo. No es necesario romperle la cabeza a alguien, con un corte es suficiente. El kendo imita esa práctica. No hay rudeza ni torpeza. Es pura belleza».

Kevin, Jazmín, Leonardo y Javier son los kendokas que este martes dicen presente en la clase magistral. Javier, de 53 años y el más veterano de los pequeños saltamontes, resume algunas enseñanzas: «Lo primero es el respeto a la tradición y al dojo. Hay que cuidarlo, limpiarlo, porque es el lugar de la vía, adonde venimos a estudiar. Cuando nos ponemos la armadura, el sensei controla que todos los lazos que la sostienen estén bien sujetados y en el largo preciso. Así aprendemos a hacer los lazos correctos en la vida. Estar atentos a cada detalle nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, en un nivel interno y personal. Con el men en la cabeza, cuando ves al otro, te estás mirando a vos mismo».

Listo para comenzar con su rutina de sablazos, Kimura, con ese aire a mitad de camino entre el señor Miyagi y el maestro Pugliese, irradia elegancia y beatitud. En sus pensamientos, quizá flota la máxima del samurái de samuráis Yamaoka Tesshu: «No hay sable fuera de la mente». Inmutable, Kimura ajusta una vez más los lazos de la historia que lo unen al kendo y deja una última reflexión: «Cuando alguien me pregunta cuál es la mejor disciplina para defensa personal, mi respuesta es siempre la misma. Si uno puede correr cien metros en 12 segundos, estará a salvo». «


(Foto: Edgardo Gómez)


En San Telmo

El sensei Ernesto Kimura enseña kendo en la sede de la Asociación Japonesa en la Argentina (AJA), ubicada en la avenida Independencia 734, del barrio de San Telmo. Las clases son los martes de 20:30 a 22 y los jueves de 19:30 a 21 hs. Para quienes quieran hacer la prueba, la primera clase es gratuita.

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