Mas allá de un video que se hizo viral hace diez días, en el que se lo ve pegándole a una persona que lo molestaba, el excampeón del mundo pesado cambió su perfil y a los 55 años aún provoca admiración.
A los 55 años, Tyson aún provoca admiración. Y un nuevo desafío a cierta masculinidad herida en el siglo XXI. El episodio en el aeropuerto de San Francisco ocurrió diez días atrás. Si Tyson verdaderamente hubiera perdido el control, ironizaron, “el payaso” hubiera perdido la cabeza. Tampoco perdió el control en marzo, cuando un hombre le apuntó con un arma a tres metros en un bar de Hollywood después de que lo invitara a pelear para “mejorar” su “status”, como gritó. Tyson no se inmutó. Sentado, inmóvil, lo miró. “Ven”, le dijo. El hombre terminó sollozando. “Te amo desde mi corazón, Mike, si no fuese por ti, no tendríamos ni una inspiración”. Tyson lo abrazó, como a los rivales que noqueaba en los primeros rounds. En el bar lo aplaudieron. En 1986, Tyson se coronó como el campeón pesado más joven en la historia. Tenía 20 años. Ya pasaron 17 de su última pelea profesional. Ganó 50 combates -los primeros 37, seguidos-, 44 por nocaut. Perdió seis.
En el último tiempo, Tyson aparece cada vez más reflexivo. “No sé, fui hecho para ser así. No sé, a veces da miedo. Soy tan pequeño”, se lo escucha en una entrevista difundida el miércoles por el Consejo Mundial de Boxeo. Cuando tenía diez años, cuenta Tyson, murió Julius, su paloma. Planeó una ceremonia de despedida. Pero dejó la jaula con Julius en la puerta de su casa de Brooklyn y un basurero la tiró en el camión. El niño Mike le metió un derechazo a la sien. “Le había arrancado la cabeza a la primera cosa que amé”. A los 10 años, Tyson ya había disparado con un rifle en un robo; a los 11, probado la cocaína; y a los 13, había sido detenido 38 veces. Peleaba tres veces por día en combates callejeros por dinero. De bebé, Lorna Smith, su madre, lo dormía con ginebra cuando estallaba en llanto. Encerrado en reformatorios donde le daban antipsicóticos, un día fue de visita Muhammad Ali. Cus D’Amato, su entrenador y formador, conoció a Tyson por intermedio de un consejero de un reformatorio. Le había roto la nariz a un compañero. Nadie quería guantear con él. D’Amato lo adoptó como un hijo y lo llevó a vivir a su casa. El padre biológico lo había abandonado: tenía otros 16 hijos. D’Amato le enseñó a leer y escribir. También le decía que iba a ser Dios. “Y me lo creí”. Murió un año antes de que Tyson se coronara campeón del mundo.
Hoy es criador y adiestrador de palomas. En Nueva York, las aves de Tyson ganaron carreras. En la niñez le ayudaron a enfrentarse al bullying. Eran sus compañeras. De adulto, cuando un “mal hechizo” atrapa su estado de ánimo y le provoca “desconexiones psicológicas”, acude a las palomas. Introspección. En los últimos años aplicó una dieta vegana en su alimentación. Autodidáctica, se sumergió en lecturas que van desde Alejandro Magno, Maquiavelo y Mao hasta Humanidad. Una historia de las emociones, de Stuart Walton. Recompuso la relación con sus seis hijos después de que su hija Exodus, de cuatro años, muriera estrangulada por una cuerda. “La disciplina y el impulso que una vez puso en el negocio del pugilismo ahora se canaliza hacia una existencia ordinaria, incluso monótona. Es imposible no preguntarse si este esfuerzo se puede sostener indefinidamente”, escribió en 2011 la novelista Daphne Merkin en The New York Times tras convivir días con él. “Hay una especie de heroísmo por construir un yo más responsable. El enfoque no está en la invencibilidad, sino en mantener a raya sus furias y tratar de dominar sus impulsos ingobernables”.
En 1990, cuatro años después de subirse a la cima del boxeo, Buster Douglas le hizo besar la lona por primera vez en su carrera. Al año siguiente, Desiree Washington, entonces candidata a Miss America, lo acusó de violación. Lo condenaron a tres años de cárcel. “No violé a Desiree Washington. Es todo lo que diré al respecto”, dice en “Mike Tyson: verdad indiscutible”, un show de stand up con el que recorrió el mundo, producido junto a su amigo Spike Lee. Tyson llegó a facturar 400 millones de dólares. Dormía con tres tigres de Bengala, sus mascotas. En 2003 se tatuó la cara como un guerrero maorí y se declaró en bancarrota: tenía una deuda de 27 millones de dólares. Habían pasado “el pacto con el Diablo” (Don King) y un bufete de abogados (divorcios). En 2007 entró a un centro de rehabilitación por adicciones múltiples. Salió, se enamoró de Lakiha Spicer (“quiero morirme con ella”), se equilibró fumando marihuana de su cosecha. “Debes enfrentarte a tus demonios, porque si no, te seguirán a la eternidad. Y ten cuidado de tus peleas. Como pelees será como vivas”, repite Tyson, el hombre que se creyó el más malo del planeta.
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