El padre de don Federico Nuciforo creó la primera fábrica de baterías de la Argentina en 1929. Él hoy, con 80 pirulos, sigue moldeando el instrumento que da vida a un festejo popular cada vez más masivo. "El 90% de los bombos del país sale de acá", asegura.
«Paciencia, muchachos, que ya salen del horno los repiques y estamos», entra en escena don Federico Nuciforo, pater familias y motor histórico de la pyme que, desde hace casi un siglo, aprovisiona de instrumentos de percusión a buena parte del universo murguero nacional y sus satélites. El auténtico señor de los bombos.
Las semanas previas al festejo en honor al Rey Momo marcan el ritmo cumbre de la producción fabril de los Nuciforo: «Nuestro laburo es todo el año, pero ahora estamos justo en temporada alta. Se lo digo aliviado, venimos de dos años malísimos, trabajando al 30 por ciento. No había plata ni para festejar el Carnaval», dice sobre la pasada fiesta de pocos del macrismo.
Con 80 pirulos bien llevados sobre el lomo, Federico vivió varias épocas de melodías tristes: «Imagínese, arrancó mi viejo en el año ’29. Pasamos todas. Fuimos la primera fábrica de baterías de la Argentina, Nucifer. En el ’63 tomé la posta y acá estamos, 93 años en el gremio».
Federico nos guía hasta el taller donde se forjan los cuerpos de los tambores. En el camino repasa el repertorio familiar de los Nuciforo, una historia que es música para los oídos: «Mi viejo Enrique, menos la guitarra, tocaba de todo. Estuvo en las orquestas de D’Arienzo y Canaro, y hasta llegó al Colón. Mi tía fue socia fundadora de Sadaic. De mi generación, que somos como 16 primos, no tocamos ni el ‘Feliz Cumpleaños’. La batuta la retoman nuestros hijos y nietos, que tienen varias bandas».
De muy pibe, Federico probó con la flauta, pero ni fu ni fa. Después se enredó con los rulos del tambor, y casi que le pifiaba al parche. Si su viejo le preguntaba qué quería ser cuando fuera grande, el pibe no soñaba con emular a Tito Puente. Respondía siempre certero: albañil. Su obra máxima son los dos galpones que cobijan la línea de producción: «Ojo, algo de oído tengo, me doy cuenta si alguien toca desafinado. Pero si me dan un palillo, no sale nada. En vez de manos tengo dos ladrillos».
El boom del bombo
Bien custodiado por pilas de esqueletos de redoblantes y repiques de 12 y 14 pulgadas, Mauricio cuenta que arrancó en el taller cuando tenía ocho años, cebando mates y poniendo chapitas en las panderetas: «Siempre me gustaron las máquinas, la mayoría que puede ver acá las inventé yo. Empecé con los bujes, los tensores, después con los aros para el parche». El metalero no es un fundamentalista de los sonidos pesados y reconoce que de más purrete también le dio duro y parejo al bombo carnavalero: «Manoteaba algunos del taller y nos poníamos a tocar con los pibes del barrio. Sigo yendo al corso, para ver cómo suenan nuestros tambores, pero le soy franco, cuando me hablan de Carnaval, lo primero que se me viene a la cabeza no son las comparsas, sino nuestro laburo, que es mucho».
Don Federico aporta datos precisos de la producción: el 90% de los bombos que truenan en los corsos, las canchas, las marchas y los piquetes son paridos en estos talleres. «Hasta vienen de Brasil, el año pasado le vendimos a la hinchada de Gremio». Cuando tiene que destacar una época dorada para la pyme, Nuciforo señala la vuelta de la democracia, después del silencio obligado de la dictadura. «Fue el boom del bombo. Venían peronistas, radicales, socialistas, comunistas… Incluso me acuerdo de que los del PJ se enojaban con los radichetas y les decían que el bombo era sólo de ellos, que se buscaran otro instrumento. Todos le daban al bombo, se querían hacer escuchar».
La bombonera
Don Federico nos invita a conocer el segundo piso del taller: la bombonera. Docenas de tambores duermen la siesta antes de embarcar rumbo a los corsos del Conurbano y más allá. El galpón también atesora bombos legüeros, panderetas, timbales y platillos radiantes. Es el paraíso de los percusionistas, tierra santa para el infatigable Tula. «Hacemos instrumentos populares, pero también atendemos a músicos profesionales –explica Federico–. Acá estuvieron Jaime Torres, León Gieco y Baglietto. Me acuerdo de Domingo Cura, que fue el primer folklorista en usar tontones. Mi viejo le decía que estaba loco, que no dejara el de cuero, pero mal no le fue».
La hija de Federico se llama Adriana. Vendedora, administrativa, recursos humanos, la mujer orquesta de la fábrica. Para sacar tensiones, a veces le da con ritmo al timbal bahiano: «Más que empresa, esto es una familia –dicen a coro Adriana y su viejo al despedirse–. Igual que las murgas que nos compran, que le meten pura pasión y hacen latir el Carnaval. El corazón es el bombo». «
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