El rescate de una novela monumental de Carlos Catania

Por: Tomás Villegas

La edición conjunta de la editorial Serapis y la Universidad Nacional del Litoral vuelve a poner en circulación la obra de un autor notable de la literatura argentina que se mantuvo siempre alejado de los espacios de legitimación del mundillo literario.

Ocurre en nuestro país como en cualquier otro. Ocurre en nuestro campo intelectual y cultural como en el de otras regiones. Artistas y pensadores que padecen el silencio o la marginación por razones variopintas, aunque, fundamentalmente, por motivos político-ideológicos. Tal vez por su temprano exilio, tal vez por no haber buscado los reflectores de la Capital; tal vez por cultivar una amistad admirativa con el polémico Ernesto Sabato; sea como fuere, la obra de Carlos Catania (Santa Fe, 1931) ha sobrevolado, desapercibida, los radares legitimadores de la crítica académica y cultural y se ha mostrado esquiva, a su vez, al caluroso afecto de la masa lectora.

Dueño de una vida atravesada por el arte –la dramaturgia y la actuación, el cuento y la novelística– Catania residió casi veinte años en Costa Rica y formó parte de una época dorada del teatro de aquel país, que adoptó como segunda patria. Al finalizar la última dictadura cívico-militar argentina, el autor volvió a la Argentina para residir definitivamente en su Santa Fe natal. Su primera novela, Las varonesas, publicada en Barcelona en 1978, llegó a manos de Roberto Bolaño y mereció sus loas. El reconocimiento general, no obstante, se obcecaba en su desgano,impulsado, en principio, por la censura de la Junta Militar. Recién en 2015 la editorial Las cuarenta se envalentonó con la reedición de su primera novela y volvió a ponerla en circulación para lectores argentos. Ahora es el turno del rescate de la monumental El pintadedos, a cargo de la edición conjunta de Serapis y la Universidad Nacional del Litoral.

Después de treinta años, y como parte de un peculiar equipo policial, Carlos vuelve al pueblito santafesino que lo vio nacer. Su tarea es la que se alude en el título: la de pintadedos; técnicamente, un dactilógrafo. “Allí voy con mi mascarilla” –sostiene el personaje– “hago abrir el cajón, busco el pulpejo de los dedos, los impregno de tinta negra, los estampo sobre la ficha blanca, clasifico las líneas, busco en los archivos, a veces en los de todo el país, y el aire se agita alrededor de los gusanos; desde el fondo de la podredumbre surge una figura concreta recuperada de la tumba. El muerto se establece en el mundo de los vivos convirtiéndose en otro o afirmando ser el que fue. Soy un enterrador al revés”. Las autoridades del pueblo, desamparados antedos casos enigmáticos, han convocado el auxilio de la cuadrilla. Por un lado,la misteriosa muerte de un médico y, por otro, las amenazas que por cartas anónimas –y de bíblico tono–la comisaría ha estado recibiendo: a menos que evacúen el pueblo, la muerte descenderá sobre todos, hombres y animales.

Lejos de plantearse como un texto policial más, El pintadedos se inscribe en la tradición de las “novelas totales”, esas que pretendían configurar, en la encrucijada de la Historia y las historias, un mundo entreverado de voces y registros, de tiempos y de espacios. Mundo ficcional que procura, en definitiva, ser la postulación última de la cosmovisión autoral. Entre otros, los archi conocidos Joyce, Musil y Faulkner encabezaron esa propuesta en los albores del siglo pasado. Catania escribe, de cualquier manera, en las postrimerías del boom latinoamericano, y a pesar de que la novela se publicó finalmente en 1984, las esquirlas de aquel suceso supieron dejar huella en su obra.

Carlos, el protagonista, regresa a su pueblo en 1980. Es un tiempo en el que la maquinaria sádica de la dictadura cívico-militar ha mermado en intensidad, aunque siga siendo, de cualquier modo, un tiempo peligroso. Junto al discurso del dactilógrafo se intercalan otros: la conversación entre un oficial de rango y un joven soldado durante una misión de caza –persiguen al “Indio”, un escurridizo guerrillero–; el monólogo insomne del comisario del pueblo, que recuerda desvelado las aventuras y juramentos de los Inseparables, el grupo juvenil de amigos entre los que figuraba el propio Carlos; y el discurso de una peculiar “loca”, una madre de Plaza de Mayo que escribe, en una habitación oscura y a la espera de su fusilamiento, el periplo infernal que supone la búsqueda de un hijo desaparecido por el Estado.

Si bien con las voces de los militares y la escritura de la madre de Plaza de Mayo la cruel pesadilla de la Historia ingresa en la novela de modo más o menos explícito, es particularmente valioso y productivo observar en el propio pintadedos una metáfora del artista, del escritor humanista. Aquel que rastrea la más personal de las singularidades en la materialidad de los cuerpos –las huellas digitales, claro– para restituirles el lugar que la Junta Militar sustrajo y encubrió bestialmente; para restituirles el lugar cívico, la identidad arrebatada El protagonista mismo así lo sentencia y así lo hemos citado: se piensa en verdad como un enterrador al revés, un identificador de cadáveres. Un artista que, antes que escribir, lee las huellas identitarias que traza su especial tinta y que restituyen la dignidad secuestrada. 

“En el fondo soy un pesimista, es decir, un idealista frustrado” –afirma Catania en una entrevista–. “Quizá sea hasta utópico, pero creo que el arte es uno de los pocos elementos que tenemos para regenerarnos y volvernos a hacer hombres; ser otra cosa, porque estamos muy desfigurados”. Ese torbellino que es la novela total compagina ambiguamente, para Catania, las diversas realidades que atañen a la humanidad –la onírica, la imaginativa, la neurótica, la material– con sus respectivos tiempos –el subjetivo y el objetivo, el lineal y el circular–. Para aquel capaz de leer con agudeza el entramado literario, el arte podría barrer las huellas engañosas de la superficie –esas que desfiguran nuestra identidad– y ofrecernos las que delinean nuestro verdadero rostro. Rostro que, en su individualidad extrema, oculta a su vez las huellas de la humanidad toda. Rostro, que, como el de Yeats, buscamos desde antes de que el mundo fuera concebido.  

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