La limitación a los movimientos internos, además de la falta de público, impactan de frente en las expectativas que un sector de la economía japonesa tenía con la realización de los Juegos Olímpicos, postergados hace un año aunque mantengan su nombre original, en especial la hotelería, los locales gastronómicos, todo lo que se mueve alrededor del turismo. Ser sede olímpica es una forma de mostrarse al mundo y de que el mundo llegue a vos, para eso pujan con tantos millones tantas ciudades en cada asamblea COI. Tokio, sin embargo, se convirtió en una sede no visitada, apenas televisada, una ciudad sin poder ser caminada hasta por los propios atletas, y que tampoco genera orgullo entre sus ciudadanos, según las encuestas, más preocupados por eventuales brotes.
Las pérdidas para la economía de Japón, según cálculos de consultoras locales, llegará a los 1300 millones de dólares por la falta de público. La inversión oficial para Tokio 2020 alcanzó los 15400 millones de dólares, una cifra que engordó con el paso del tiempo desde el presupuesto inicial, clásico para eventos deportivos globales. Sólo el último año, después de la postergación, aumentó en 2500 millones de dólares, también según la información oficial porque en Japón sospechan que es bastante mayor. Una nueva postergación hubiera sido demoledora para Tokio. También para el Comité Olímpico Internacional, que cobró 4000 millones de dólares en derechos de televisión y en caso de no garantizar su producto lo hubiera tenido que devolver. Las empresas de televisión, en cambio, mantuvieron su optimismo. NBCUniversal pagó y espera que sea un éxito. Aún así empresas como Toyota, ante la impopularidad de los Juegos en la población japonesa, retiró publicidad de la TV, aunque se mantiene como patrocinador.
No es nueva la discusión sobre cuán conveniente es para los dineros públicos organizar Juegos Olímpicos o Mundiales, que en su retirada dejan a Estados endeudados y a privados con ganancias. Tokio, aún cuando pueda mostrarse en las pantallas del mundo, no será la excepción. Para los atletas estar en Tokio sigue siendo el fin: competir después de cuatro años (cinco, en este caso) de preparación. Los atletas que estaban a punto de viajar, incluso los que tendrían su primera experiencia en Juegos, se resignaban ante esa nueva normalidad. Es lo que tocó, al menos estamos acá.
La contracara es el espectador, sobre todo el argentino, más habituado a ver Juegos Olímpicos por televisión, excepto por Río 2016 que quedaba tan cerca. Y es cierto que ahí, frente a la pantalla, se genera la posibilidad de salir por un rato de la pandemia. Un pensar en nada (o en todo) dentro de la rutina que entrega este desorden. Clavarse maratones (televisivas) olímpicas aparece como un buen plan. Los Juegos Olímpicos como recreo de los pueblos. Son tiempos donde hay que sacar emociones (y alegrías) de algún lado. Incluso de ver entrar a la delegación argentina al desfile inaugural saltando y cantando con los barbijos en la pera. Pudo resultar poco protocolizado el ingreso, poco sanitario, pero fue una expresión de pertenencia muy humana. ¿Algo de eso podrá explicar también por qué la Argentina se destaca en los deportes colectivos? O la emoción de Cecilia Carranza (abanderada junto a su compañero Santiago Lange) al recordar a Braian Toledo, que murió hace poco más de un año en un accidente con su moto, tan joven que tendría que estar ahí. Era su momento pero también, y Cecilia lo sabía, era un momento de todos. Como lo fue la madrugada de Paula Pareto en sus último Juegos Olímpicos y los aplausos de sus colegas al regresar a la villa olímpica.
Los dueños del deporte saben que a millones los mueven esas emociones. Hacen cuentas sobre eso. Pasó con la Eurocopa, hace nada con la Copa América, y ahora con estos Juegos Olímpicos distópicos, raros, inmersos en la anomalía. Ganarán los mismos de siempre, pero ahí estaremos tomándonos un rato de recreo.
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