Nota de opinión
En febrero, medios norteamericanos y europeos divulgaron las conclusiones de una investigación periodística según la cual los servicios de inteligencia de Estados Unidos y Alemania, las célebres CIA y BND, habían montado una empresa binacional a través de la cual espiaban a no menos de 120 de los 194 países adheridos al sistema de las Naciones Unidas. Aunque se conoce el nombre, uno por uno, día tras día, de los violados durante más de medio siglo, en ninguna cancillería se emitieron ayes de dignidad. Ni del Vaticano y la ONU, ni de Rusia y China o de Francia y Suecia, víctimas también de la “curiosidad” de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense y la germana Bundesnachrichtendienst.
The Washington Post y las compañías ZDF y SRF –los servicios de radiodifusión públicos de Alemania y Suiza– fueron los que espiaron a los espías y, según ellos, gracias a la empresa germano-estadounidense Cryptos AG, radicada en Suiza y mayor fabricante mundial de máquinas de cifrado y encriptación de datos escritos y orales, Estados Unidos y Alemania concretaron “el negocio del siglo”. Los compradores de las maquinas de Cryptos –más de la mitad aliados de Washington en sus aventuras bélicas– pagaban fortunas por el privilegio de mantener sus comunicaciones supuestamente en secreto pero realmente leídas por al menos dos países extranjeros.
Nadie se salvó, no había amigos para la CIA y la BND. Así cayó el egipcio Anwar el Sadat cuando en 1978 negociaba la paz con Israel, y así cayeron los ayatollahes de Irán cuando en 1979 irrumpieron en la política mundial. Y los gobiernos de Corea del Sur, Arabia Saudita, Venezuela, Colombia, México y los del Plan Cóndor (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Uruguay y Perú). Así monitoreaban desde el ritmo cardíaco de los dictadores y el grado de perversión de los terroristas hasta precisar el día de un golpe de Estado o la carga de trotyl con la que estallaría el avión de Cubana de Aviación que hacía la ruta Barbados-Jamaica (octubre de 1976) o los automóviles del boliviano Juan José Torres (junio de 1976) y los chilenos Carlos Prats (setiembre de 1974) y Orlando Letelier (septiembre de 1976).
Los productos de Cryptos estaban diseñados para traicionar a sus clientes y amigos. Ante tal evidencia, y ante el silencioso rechazo mundial por el procedimiento, pero antes de que esto estallara, el gobierno de Suiza –sede de la empresa de encriptado creada en la inmediata postguerra por el prófugo ruso Boris Hagelin– anunció en febrero que había ordenado la apertura de una investigación al más alto nivel. Estaría dirigida por un juez recientemente jubilado del Tribunal Supremo, Niklaus Oberholzer, una “eminencia de las ciencias jurídicas”. El Ministerio de Justicia reveló, entonces, que estaba al tanto de la operatoria desde noviembre de 2019 y que en cuatro meses todo quedaría en claro.
Como si estuvieran hablando con la precisión de aquellos relojeros fundantes de Ginebra, que desde el siglo XVI le toman el pulso al tiempo y tuvieron la autoridad de imponerle al mundo un “nuevo” cuatro en los cuadrantes –ya no IV sino IIII–, los funcionarios helvéticos dijeron, en un formal comunicado, que Oberholzer “dará a conocer los resultados de su investigación” dentro de aquel lapso. Si el punto de partida era noviembre, en marzo ya se cumplieron los cuatro meses, y si en febrero, el período caducó en junio. Fuera como fuera, se explica la razonable iracundia de los suizos de los tres cantones originarios que ya empezaron a sacudir las redes, rompiendo la sempiterna siesta de un país que, aún hoy, insiste en proclamar los valores de la neutralidad y el secreto bancario como dones divinos.El presidente quiere mantener el ancla cambiaria hasta las elecciones de octubre. Pero el dólar…
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