El peronismo, los de arriba y los de abajo, el carnaval

Por: Facundo Cersósimo

Durante la Edad Media y el Renacimiento el carnaval era el momento donde los sectores populares tenían permitido subvertir el orden social y religioso. Era el evento para violentar las normas establecidas y el decoro de una sociedad sumamente jerárquica y estamental. El historiador francés Georges Duby la describió como una sociedad de tres órdenes: los que luchaban (nobles), los que oraban (sacerdotes) y los que trabajaban (campesinos). Un orden donde existían obligaciones y privilegios rígidamente establecidos. Por eso el carnaval representaba una exclusión temporal del orden social. Los de abajo estaban habilitados a burlarse, a reírse, de los de arriba. Claro que era un desafío simbólico, permitido.

En las sociedades occidentales contemporáneas el carnaval perdió su sentido liberador. No porque las desigualdades sociales hayan desaparecido sino porque aparecen legitimadas con un mensaje meritocrático: no puede el que no quiere, no llega quien no se sacrifica. Claro que, a pesar del libre mercado, la democracia de masas y la universalización de los derechos individuales, también existen jerarquías y estamentos delimitados. Hay lugares exclusivos, objetos vedados, beneficios y privilegios para segmentos de personas.

En Argentina el peronismo ocupó el lugar abandonado por el carnaval. Vino a cuestionar el orden legitimado por una cultura dominante que, como tal, intentó penetrar capilarmente de arriba hacia abajo por todos los intersticios de la sociedad. A través de actitudes individuales y colectivas, símbolos y medidas de gobierno, puso en tensión las jerarquías, y la moral y buenas costumbres que todos debían reproducir. Como bien analizó el historiador británico Daniel James, la misma jornada que fijó el origen mítico del peronismo estuvo cubierta de una «atmósfera carnavalesca», con cantos populares, bailes, bombos y los trabajadores metiendo las patas en las fuentes de Plaza de Mayo.

En una escena de la película Viridiana del genial Luis Buñuel, un grupo de mendigos, los menesterosos del pueblo, que reciben la caridad de la novicia sobrina del hidalgo dueño de la propiedad, ingresan sin permiso a la casa principal y hacen uso de los objetos para ellos suntuarios: comen en vajilla de plata, beben en copas de cristal, fuman tabaco de calidad, escuchan música en un gramófono, observan obras de arte. Una escena que deriva en excesos, parodias y burlas al modo de vida aristocrático y al ritualismo católico que bien podría rememorar el carnaval medieval. Cuando el joven heredero, ahora dueño de la propiedad, regresa, contempla un escenario caótico: borrachos, destrozos, el mantel bordado manchado con vino. Sus ojos perciben desorden; los ojos de los excluidos, en cambio, acceden a un mundo desconocido, un mundo vedado, tan prohibido que los condujo a los excesos de lo nuevo, a un uso desmedido de esos bienes de consumo.

Al igual que el dueño de la hacienda, un sector de la sociedad se siente invadido por los de abajo y convencido de que el culpable de ello es el peronismo. Una mezcla de pánico e indignación que afecta no solamente al sector de mayores ingresos. Contra esos sentimientos es difícil actuar; la grieta es esa. Es un combo de sensaciones que describió el historiador Ezequiel Adamovsky en su libro Historia de la clase media argentina, pero que transmitió mejor que nadie el comunicado de la Sociedad Rural frente a la sanción del Estatuto del Peón Rural, en octubre de 1944: «Sembrará el germen del desorden social, al inculcar en gente de limitada cultura, aspiraciones irrealizables, las que en muchos casos pretenden colocar al jornalero sobre el mismo patrón».

Trastocar el orden del lugar de trabajo, más que nada en el interior de la fábrica con la consolidación de las comisiones internas, significó rozar el nervio más sensible del capitalismo. Aunque para los de arriba se trató, y se trata, de algo más. La bronca de creer que con sus impuestos se entregan bienes y servicios a personas que no se esfuerzan lo suficiente; las mismas personas que, por si fuera poco, transgreden las normas tradicionales de conducta. Sentir que el mundo conocido, donde todos tienen un lugar asignado, se desordena: una hija ilegítima y actriz como Evita entregando máquinas de coser, bicicletas y anteojos a los humildes mientras lucía el vestuario de las damas de la alta sociedad; Perón casándose con esa actriz y expropiando, desde una cancha de golf para construir un parque educativo infantil hasta el diario La Prensa para entregarlo a la CGT; Cristina Fernández, hija de padre colectivero, otorgando jubilaciones para las amas de casa, plata a las pibas que se embarazan y permitiendo el «matrimonio igualitario»; barrios de viviendas confortables para las familias trabajadoras (donde los antiperonistas en lugar de alegrarse por el ascenso social ajeno quisieron creer que el parquet se usaba para hacer asados); netbooks para estudiantes de escuelas públicas; una coya como Milagro Sala construyendo con presupuesto público un country para los pobres de Jujuy, parque acuático incluido; la gratuidad universitaria; un paseo que combina ocio con educación como Tecnópolis donde es gratis hasta el agua para el mate; los trabajadores saliendo de compras y veraneando en los hoteles sindicales; universidades en el Conurbano… Ni el «turco» Menem llegó a ser aceptado por completo, por riojano, por sus excentricidades, por su «mal gusto».

Lo que irrita, entonces, no es la falta de consensos, un punto más o menos de retenciones, el funcionamiento del Congreso, la independencia de la Justicia ni la fórmula de la movilidad jubilatoria. Irrita la disolución de las fronteras materiales y simbólicas, que no se respete el decoro propio de la subjetividad dominante, que se derrumbe la muralla que delimita el adentro y el afuera, que el Estado observe de manera invertida el mapa de las necesidades sociales, como ese fantástico dibujo de Latinoamérica del uruguayo Joaquín Torres-García.

Acerca del peronismo puede discutirse todo, pero ¿existe otra fuerza política con la capacidad para cuestionar las fibras más sensibles del sentido común imperante? ¿Que habilite a los de abajo el acceso a bienes y lugares vedados?

En los diez años que llevo dando clases de Historia Argentina en un instituto terciario de Laferrere, es inevitable que al recorrer las unidades del primer peronismo, hasta el curso menos propenso a participar comience a narrar las vivencias de sus abuelos, padres, tíos o vecinos. No importa aquí su veracidad, los historiadores sabemos cómo opera el paso del tiempo sobre la memoria y la transmisión oral, sí llama la atención que al momento de traerlos al presente esos recuerdos siempre están asociados a etapas felices de sus historias familiares.

Es motivo de asombro e indagación, entonces, por qué a 75 años de su irrupción el peronismo aún conserva esa capacidad para transmitir una memoria histórica, para capturar retazos de la cultura popular y transformarlos en acciones contestatarias, para mixturar lo nuevo y lo viejo (Ofelia Fernández con Gildo Insfrán), para incorporar demandas sociales hijas del siglo XXI a los reclamos originados en la segunda posguerra, para interpelar a miles de pibes y pibas con su pañuelo verde, para promover a un economista investigador del Conicet como gobernador bonaerense, ser una herramienta de poder de gran efectividad; en síntesis, la capacidad de continuar irritando a los de arriba.

Una capacidad que otras fuerzas políticas de Argentina y de la región, con discursos ciertamente más radicalizados, jamás mostraron o no sostuvieron en el tiempo. La recuperación de los reflejos más plebeyos del peronismo por parte de Néstor y Cristina posiblemente brinden tan sólo una parte de la respuesta, pero los procesos históricos exceden las voluntades individuales.

Ante un capitalismo global regido por el egoísmo, la exclusión, las desigualdades de todo tipo, la estigmatización del diferente y por la depredación de la naturaleza, es necesario repensar otro modelo de sociedad donde el amor, la igualdad y la fraternidad sean el puente de las relaciones humanas. Para eso hay que trastornar el orden dominante, y en Argentina esa potencialidad sólo está contenida en el peronismo. Es cuestión de liberarla. «

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