El primer Superclásico de la final de Copa Libertadores se jugó mejor de lo que se esperaba. Fue empate entre Boca y River. Y la Bombonera lo vivió en trance, a puro nervios. Ahora, al Monumental.
Lo que pasó en la cancha estuvo más a la altura de esta instancia que lo que pasó afuera en los días que lo precedieron. Pocas veces ocurre en este tipo de partidos. Se jugó mejor de lo que se habló; se jugó con más claridad de lo que se rosqueó, con más transparencia. La condición de Superclásico se impuso sobre la condición de final de Copa Libertadores. Más que ganar una Copa, lo que todavía está en juego es una rivalidad. Ganar la Copa es lo que resuelve la rivalidad. Se dice livianamente que las finales no se juegan, se ganan. Esta final se jugó. Y en el primer partido ninguno ganó.
En la Bombonera, antes de que todo empiece, hay olor a pólvora. Se lanzan bengalas de humo. Suena algo extraño para el lugar, música electrónica, música para boliches no para estadios de fútbol. Pero no es que el DJ confunda el ámbito. Es que se trata del momento del show, no del fútbol. Un hombre lanza remeras a la tribuna con una bazuca. Son remeras de la Conmebol. Los hinchas esperan que les caigan en sus ubicaciones sin mayor emoción. La emoción está en otro lado, está en estar ahí mismo. Porque para la cantidad de hinchas que tiene Boca, lo que hay ahí en la cancha es sólo un puñado de privilegiados. Hasta llega Leandro Paredes, al que los hinchas del Zenit, su equipo ruso, acusaron de hacerse expulsar el domingo anterior para viajar a la Argentina. Paredes pidió entradas por radio. Ahora mientras se saca selfies en la platea se confirma que consiguió.
Hay un minuto de silencio por los hinchas de Boca que murieron el sábado en camino al partido que el diluvio paró. Y ahora sólo falta que alguien dé la orden de largada con un disparo al aire. El chileno Roberto Tobar pita. River atropella a Boca. A la efervescencia de la Bombonera, River la contrarresta jugándole a Boca por los costados, bajándole la espuma, dispuesto a las aventuras del Pity Martínez, que se mueve tan bien contra Boca, pero tan bien, que sus compañeros lo resumieron con un diagnóstico: está loco. Pity juega sin miedos, como si no hubiera gente a su alrededor. River se agiganta y agiganta a Agustín Rossi. Son veinte minutos en los que la Bombonera se pregunta qué pasa, cómo es que todo esto depende de un arquero del que desconfiamos, algo está funcionando mal.
Son los veinte minutos en los que River coloniza La Boca, el barrio donde nació. Pity Martínez casi hace un gol que ya hizo ahí dos veces, desde afuera del área. La defensa de Boca está en un samba, no puede dominar al ataque rival, no puede dominarse a sí misma, sólo se presta a hacer equilibrios. ¿Y el ataque de Boca? El ataque de Boca pierde a Cristian Pavón. Pero los Barros Schelotto deben haberse abrazado a ese optimismo empresarial de que crisis es oportunidad. A la cancha fue Darío Benedetto. Y en la cancha ya estaba Ramón Ábila. Boca es un equipo de goles. Un equipo descoordinado, sin juego colectivo, perdido en la cancha pero que hace goles. Es capaz de noquearse así. Y eso también puede ser una virtud. Fue su virtud para descansar en el vestuario con el dos a uno a favor, gracias a dos celebraciones, las de Ábila y Benedetto, sólo interrumpidas por el arritmia que impuso el gol de Pratto.
Todo lo que ocurrió en los diez días que pasaron entre que se confirmó la final y que se empezó a jugar hizo que se bajaran las expectativas del partido, de lo que podía dar el juego. Y sin embargo, el comentario más común del entretiempo era que se estaba ante un partidazo, que era el partido que merecía una final de Copa Libertadores. El fútbol se alimenta de la sorpresa, de lo que no es obvio. Y el primer Superclásico es una sorpresa. Hasta sorpresivos son los goles. Porque el segundo tiempo es de Boca hasta que Izquierdoz cabecea para atrás un centro endemoniado del Pity. La ausencia de visitantes convierte lo que era un grito lejano y ajeno, el gol del rival, en un silencio propio. Es más doloroso.
La Bombonera, ese monstruo poderoso, temible, una mole que parece siempre estar rugiendo, quedó en silencio por cinco segundos. Los hinchas de Boca se sumieron en la angustia. Las tribunas tiraban al azar imágenes de jóvenes tomándose la cabeza, entregándose a sus dioses, cerrando los ojos, la impotencia de los que no salen a jugar. Ya sabían a qué habían ido. Eran reclusos a la espera de una absolución. Más que en una fiesta, los hinchas vivían un calvario. También los pocos de River, los dirigentes que ocupaban uno de los palcos, atravesaban emociones eléctricas. Matías Patanián, ex vicepresidente del club, no podía hablar de los nervios.
Fue por la mitad del segundo tiempo en que sobre una Bombonera en trance cayeron algunos rayos de sol. Un día antes esa cancha era un escenario sólo apto para anfibios. Todo cambia. Y todo pudo haber cambiado cuando Benedetto quedó frente a Armani. Fue la última jugada, una jugada que quedó flotando, suspendida. Su recuerdo, como le gusta tuitear a la Conmebol, está sujeto a lo que pase en el Monumental. El sol iluminaba los palcos cuando en el cartel digital se frenó el segundero. Quedó en 21. Pero los minutos avanzaban. Como si el tiempo también se aletargara. ¿Cuánto falta para el próximo partido? ¿Trece días? ¿Doce días? También empezamos a contar. En la cancha de River vamos a ganar, en la cancha de River vamos a ganar, se daban aliento los hinchas de Boca. Carlos Tevez levantaba el ánimo de sus compañeros mientras salía del campo de juego. El reloj seguía su curso. El sábado 24 de noviembre a las 17, si ningún suceso extraño se interpone, todo volverá a frenarse.
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