Reeditado por Anagrama, el libro de los hermanos Óscar y Juan José Martínez es una obra maestra de la crónica latinoamericana. Perfil alucinante, riguroso tratado de historia, ensayo de alto vuelo sobre las tragedias salvadoreñas.
Sangre que fluye por el río de la trágica historia de El Salvador: las masacres indígenas, las víctimas de la última guerra de la Guerra Fría, los muertos del exilio forzado, los años sangrientos del reinado de las maras. La historia se repite como tragedia en el paisito bordado en el centro de América. La epidemia de muerte sigue castigando a El Salvador.
El Niño de Hollywood es una ejemplar crónica de largo aliento que hace foco en la génesis, las causas y las secuelas de esta catástrofe. El libro de los hermanos Óscar y Juan José Martínez, recientemente publicado por Anagrama, echa luz sobre el matadero salvadoreño y más allá. Narrar la vida y muerte de Miguel Ángel Tobar, “El Niño de Hollywood”, sicario de los Hollywood Locos Salvatrucha de la MS-13, es el combustible que alimenta la prosa filosa, certera y maravillosa de los hermanos Martínez. A cuatro manos parieron una investigación que reflexiona sobre cómo los procesos globales marcan a fuego infinitas y funestas historias microscópicas. La de El Niño, la de todo un país.
“¿Qué tuvo que ver la Guerra Fría con la creación de esta pandilla de más de cien mil miembros en el mundo? ¿Qué tuvo que ver un expresidente estadounidense como Ronald Reagan y la política de deportaciones con la internacionalización de la pandilla? ¿Por qué es importante entender los guetos de California de los años setenta y ochenta para explicar miles de asesinatos en Centroamérica en este siglo? Para contar todo esto investigamos durante seis años. Escogimos ver desde dos distancias. Dicho de forma sencilla: escogimos el telescopio y la lupa”, tatúan los Martínez en el nuevo prólogo del volumen, editado originalmente en 2018.Perfil alucinante, riguroso libro de historia, ensayo de alto vuelo, obra maestra de la crónica latinoamericana. Todo eso es El Niño de Hollywood y mucho más.
Hay un sicario que mató a 50 personas, que traicionó a sus homies, que creció sin futuro en el infierno húmedo del occidente salvadoreño, que no sabe ni una palabra en inglés ni vio siquiera una postal de Los Angeles, donde nacieron las pandillas, que vive con la sombra de la muerte pegada.
Hay migrantes centroamericanos locos por el heavy metal que parieron la Mara Salvatrucha, la marabunta salvadoreña que se convirtió en la pesadilla a secas del húmedo sueño americano. Hay deportaciones masivas. Más atrás hay esclavitud en las plantaciones de café, un genocidio indígena, una guerra civil de 12 años. Hay masacres sin freno entre las clicas y un Estado igual de asesino. No hay paz en El Salvador.
Miguel Ángel Tobar, asesinado el 24 de noviembre de 2014, no tendrá paz ni siquiera muerto.
Miguel Ángel Tobar no tendrá paz ni siquiera muerto.
Siete hombres intentan meterlo bajo tierra este domingo 23 de noviembre de 2014. Son las 12 del mediodía en el cementerio de Atiquizaya, en el occidente de El Salvador, el pequeño país centroamericano. El sol pega directo en la coronilla y no hace falta moverse para sudar.
La madre de Miguel Ángel Tobar, una viejita minúscula y canosa, estuvo tranquila mientras el suegro y los hermanos del muerto cavaron la tumba. Ahora que su hijo desciende dentro del ataúd de teca, la viejita se hinca en el suelo, grita, pregunta por qué, por qué tan joven. Por qué otra vez. Por qué otro hijo. Por qué otro asesinato.
El ataúd, donado por la alcaldía, no tiene ninguna mirilla. En muchos casos eso ocurre por respeto a los familiares, que no quieren quedarse con el recuerdo de un cuerpo desfigurado. En el caso de Miguel Ángel Tobar, no es ésa la razón. Sus asesinos no eran tan hábiles como él con las pistolas y tuvieron que vaciar sus cargadores para asestarle seis disparos mientras corría. Los tres que le perforaron la cabeza lo hicieron en lugares discretos, como atrás de la oreja. Las balas fueron amables con él.
Podría decirse que el entierro de Miguel Ángel Tobar son estos cinco minutos.
El resto de horas fueron para cavar, para analizar el agujero y seguir cavando. El resto de horas no fueron horas solemnes. Parecía como si un grupo de familiares se hubiera reunido para abrir un pozo. Los hombres, goteando sudor, discutían sobre su profundidad y anchura, como obreros que levantan una casa ajena. Las mujeres, con susurros, callaban el llanto de los niños y miraban a sus hombres cavar.
Pero una vez que lazaron el ataúd y empezaron a bajarlo entre siete hombres, la escena desechable se convirtió abruptamente en esto: el entierro de alguien a quien quisieron.
La madre grita durante los cinco minutos. Amaga desmayo. La mujer de Miguel Ángel Tobar, una muchacha de 18 años curtida por la mala vida, se permite una lágrima. Las mujeres sobreponen sus voces al llanto de sus hijos y cantan coros evangélicos a todo pulmón. Gritan letras que hablan de un recinto celestial y también de un lago infernal. Los hombres, empapados, no lloran porque no son de llorar, pero bajan sus miradas a la tierra.
Cinco tumbas más allá, cuatro pandilleros chivean con dados.
El cementerio está controlado por la Mara Salvatrucha 13 y eso no es un secreto. Lo sabe el enterrador, que ahora sólo ve cómo otros entierran a Miguel Ángel Tobar. Lo sabe el vigilante municipal del cementerio que, ante la pregunta “¿Quiénes son ellos?”, responde con naturalidad: “Los que controlan aquí”.
El entierro de un pandillero, sin importar de qué pandilla es, suele ser un espacio de tregua no escrita en ningún manual. A quien querían matar le permiten estar muerto en paz. Pero hoy esa trémula regla fue olvidada.
Dos pandilleros más salen de los pasajes de casitas minúsculas que flanquean un lado del cementerio y se unen a los cuatro que lanzaban dados sobre la tumba. Dejan de jugar y se paran a observar. Uno más aparece y se pasea a pocos metros del grupo de deudos. Es un muchacho flaco y pálido que parece haberse puesto su atuendo pandillero de gala: un sombrero a lo Chaplin, redondo y negro; una camiseta blanca y holgada que le marca cintura por dentro de unos pantalones de tela negros y flojos, ajustados con un lazo; unos tenis blancos, de alguna marca apócrifa, que pretenden ser unos Domba. El flaco escupe a los pies del círculo de gente y busca retador los ojos de alguien. No encuentra los de nadie.
Un pandillero flanquea el otro lado del entierro de Miguel Ángel Tobar. Aparece desde un barranco y se queda ahí, al borde. El entierro está rodeado. De un lado las casitas; de otro, los de la tumba; allá, el flaco; allá, el barranco.
Los familiares de Miguel Ángel Tobar se saben rodeados. El suegro, con la mirada perdida, murmura: “Esto está feo”. Caen las últimas paladas. No da tiempo para apelmazar el montículo. La tumba de Miguel Ángel Tobar es una panza de la tierra. Sin mausoleo ni cruz ni epitafio.
Un hombre corta con un machete una rama de izote, la flor nacional de El Salvador, y la clava sobre el montículo.
Una pequeña procesión de pobres abandona con prisa el cementerio. A su paso, otros pandilleros salen de las casitas y exigen a la gente que se detenga. La gente se apura. Todos salen. Se dispersan.
Miguel Ángel Tobar, el sicario de la clica de los Hollywood Locos Salvatrucha de la Mara Salvatrucha, el pandillero que traicionó a su pandilla, fue despedido en consonancia con su vida.
En un país como éste no hay paz para un hombre como Miguel Ángel Tobar, El Niño de Hollywood.
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