"Querido Gino. Cartas para amar el fútbol, de una madre a un hijo" (Fútbol Contado), el nuevo libro de Ayelén Pujol, reconstruye una experiencia maternal en pleno Qatar 2022.
335 días de vida
Mi Ginetto:
Paula, mi compañera de la radio, me dijo el otro día que Messi ya había hecho más por la caída del patriarcado que todos los varones de la historia de la humanidad. Pasaron diez meses desde que ganamos la Copa del Mundo y, entre las novedades, el mejor de los nuestros cambió de club. Dejó en París al PSG como quien suelta a una novia que no lo ama y se mudó a Estados Unidos para jugar en el Inter de Miami. Ahora usa camiseta rosa. La teoría de Paula tenía un minucioso trabajo de observación. Cada vez que lleva al hijo de su novio a los partidos de fútbol nota el cambio de tonalidad en la ropa de los pibitos. No hace falta ir a clubes para verlo. Los niños del mundo, pero sobre todo los argentinos, están vestidos de rosa en los barrios, en los potreros, en las escuelas, en el transporte público. El color que jamás hubieran usado ahora se luce con orgullo. Este es el influjo de Messi para derribar mandatos.
El tiempo todo lo transforma. Y un éxito mundial también. Ahora los pibes se visten con el color atribuido históricamente a las nenas. Si siguieran los pasos de este equipo hay que proyectar que también van a llorar. Quién lo hubiera dicho, la Scaloneta, qué máquina, contribuyendo a la deconstrucción de los prejuicios, desde la trinchera más machista, una cancha de fútbol. Salimos campeones y parecemos todos menos cansados. Este es un año infinito, en un país donde las noticias económicas, sociales y políticas nos estresan a diario. Para colmo hay elecciones. Y, sin embargo, conservamos la imagen de Leo vestido con una capa negra árabe, caminando entre agachado y sigiloso a alzar la Copa con sus compañeros. El Mundial es nuestro oasis aunque sea un recuerdo. Nos hace ver alegres, con iniciativa, emprendedores, proactivos, entusiastas. Modernos.
A nosotros en casa también, y eso que llevamos casi un año, el tiempo de tu existencia, sin dormir.
La Scaloneta tiene un sello que el fútbol de varones parecía desconocer: mostrar las emociones ante los ojos del mundo. ¿Habrá sido un aura maradoniana? Diego, machista en su génesis le dio un beso en la boca a Caniggia, en Boca, en el festejo de un gol. El Pampa Sosa, ídolo de Gimnasia, el último club al que Diego dirigió, lo definió alguna vez como el “mejor abrazador del mundo”. Siempre molestó al sistema, pero lo de la Scaloneta es distinto, jamás habíamos visto muestras de sensibilidad, afecto y ternura juntas en un grupo de jugadores que vistiera la misma camiseta.
Lisandro Martínez lloró cuando contó que sus abuelos habían muerto y los extrañaba; y hubiera querido que lo vieran jugar. En la celebración de la Copa América en Argentina, Messi parecía obnubilado con el Dibu Martínez, como quien mira a un hijo que concretó su sueño, cuando éste lloraba y cantaba el himno en un estadio lleno. En ese Monumental todos moquearon un poco. El propio Dibu contó con naturalidad que parte de su buen momento se debía al trabajo con un psicólogo. Antes, Gino, hablar de salud mental era un síntoma de debilidad. De Paul le explicó al mundo que ellos no eran futbolistas: eran personas que trabajan de eso y tienen sentimientos. Scaloni se emocionó, pero también controló lágrimas y contuvo a sus hijos cuando se emocionaban. El tipo que pasó a tener una calle con su nombre en su pueblo iba a llorar también, en Pujato, en Buenos Aires, en Mallorca y donde sea.
Hubo algo del código de la masculinidad que se resquebrajó. Una grieta que de golpe nos propuso dejar de considerar “maricón” a un varón que soltaba lágrimas para empezar a disfrutar de los jugadores, nuestros jugadores, que se decían “te amo” en las redes sociales. O que entraban al campo de juego junto a sus parejas para festejar, y que las ubicaban como campeonas también a ellas, históricamente invisibilizadas. O que lloraban y se abrazaban con sus hijos e hijas, en apariencia paternidades más presentes.
Hasta acá no habíamos visto un Mundial así. Un Mundial de niñas y niños con sueños de fútbol. De jugadores adultos que pararon la pelota para conectar con el mundo infantil y regalar, al menos, una sonrisa. Con niños y niñas que desafiaron protocolos en la mismísima Copa para saludar a sus ídolos. Y con hinchas que hasta le cantaron la canción de la tortuga Manuelita, que ya te voy a enseñar, Gino, a un nene que se había asustado por la muchedumbre y los gritos.
Fue un Mundial de abuelas y no de “viejas”: mujeres protagonistas, con nietos o no, homenajeadas en cada esquina o de auto a auto, o en el subte, con una canción con ritmo de cancha. Abuelas que, además, traían suerte.
Fue un Mundial de brujas. Pensé en Doña Bambina, la hechicera de nuestra infancia, que nos curaba el ojeo, el empacho, el susto, la culebrilla; y que era agredida por muchos en el barrio. Le censuraban su saber. Y ahora, los ritos colectivos esquivaron los comentarios tóxicos: hubo brujas que le curaron el ojeo a la Selección, a distancia, y jugadores que prendieron palo santo para ahuyentar las malas energías.
Yo también te hago sanar a vos, mi amor: muchos ojos detrás de toda tu belleza. Alicia, la mamá de mi amiga Vero, es nuestra brujita de confianza. Cada vez que te cura me manda un audio bostezando, confirmando mi presunción: como Paredes, vos también estás ojeado. «
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