¿Quiénes pensaban que esto iba a estallar antes de comenzar? ¿Quiénes o desde dónde se auguró la debacle prematura del gobierno?
(“Mejor vivir un día como león que cien años de cordero”) Proverbio surgido en el contexto de la Primera Guerra, popularizado por Mussolini, al punto de acuñarlo en la moneda de 20 liras.
¿Quiénes pensaban que esto iba a estallar antes de comenzar? ¿quiénes o desde dónde se auguró la debacle prematura del gobierno? En realidad, lo contrario era previsible: un gobierno que trabaja para las corporaciones más importantes, dispuesto a las maniobras más espurias, que echa mano a la paraestatalidad sin despeinarse, es lógico que se sostenga, desde el punto de vista del palacio. Ahora bien, su otro sostén, la base de sustentación que viene de los bajo fondos, también era pronosticable. Periodistas, políticos, militantes, se preguntaban “¿cuánto va a aguantar la gente?”. Si bien es cierto que tenemos una larga y rica historia de resistencias y sublevaciones, de luchas y creatividad social, también contamos con un prontuario de indiferencia y cortoplacismo, de superstición y esperanza por la esperanza misma: del voto cuota menemista al “sinceramiento” macrista, del consumismo desenfrenado cristinista a este lánguido decrecimiento de la inflación a costa de la actividad económica, los salarios, las jubilaciones y la infraestructura. Si hay una palabra que viaja como el viento es “aguantar”.
Hoy toca la obediencia, otra vez. El régimen del “león” no puede sino imperar sobre una masa de corderos que lo reconozcan por encima suyo. La reacción contra la “casta”, es decir, el malestar con los políticos como chivo expiatorio, no redundó sobre la capacidad de las masas populares de decidir su destino, de reorganizarse, de reinventarse, sino que las expone aún más duramente que antes al arbitrio de políticos corruptos, sobornables a la luz del día, mediocres de toda mediocridad. Ya lo decía Etienne De La Boétie, la servidumbre nada tiene que ver con la magnanimidad del gobernante (en su caso, pensaba en el rey), más bien al contrario, la frecuente medianía de los gobernantes deja a la vista a la tiranía como lógica de funcionamiento; de modo que la servidumbre no podía más que resultar voluntaria, ya que no es especialmente difícil dejar de servir; entonces, es en realidad el deseo de formar parte de una lógica de la dominación lo que vuelve siervas a las personas que, quién sabe, se imaginan también dominadoras, llegada la oportunidad. La tiranía del presente es de otro orden, pero la servidumbre voluntaria mantiene alguna relación con aquella denunciada por ese lúcido joven en pleno siglo XVI. Y, agreguemos, una más: la servidumbre resignada.
En una charla titulada “¿Por qué obedecer?”, orientada a un público infantil, un filósofo y pensador francés del arte dice que la obediencia implica toda una red de personas, hechos, pasiones. Podríamos agregar que, aparte de la obediencia banal que nos recorre la mayor parte del día, la mayor parte de los días, hay dos formas de obediencia más o menos repetidas, la vergonzante y la fanática, que modifican el clima ético y político de una sociedad. La primera supone un grado crítica o duda sobre lo obedecido, es decir, que se trata de una obediencia que no es para andar mostrando. La segunda, tiene que ver con la fascinación o con un grado de alienación que no permite siquiera dudar, la persona “Obedecerá entonces con la certeza de que actúa libremente” (escribe nuestro francés de rigor)[1].
La pregunta hoy es por dónde pasa la obediencia en un contexto de ajuste que ataca directamente la forma de vida de una parte importante, mayoritaria, digamos, de la población. Los números son brutales, irrefutables, más allá de las mentiras burdas del gobierno o del maquillaje coyuntural o las peripecias estadísticas de corto plazo que ningún economista serio u honesto aceptaría. El sometimiento actual, en un sentido más estructural, consiste en angostar el nivel de vida de las mayorías hasta el punto en que se puedan sostener los negocios y la capacidad de facturar de unos pocos actores. El desafío del gobierno es lograr que la mayoría de los perdedores acepte sumisamente o incluso desee quedarse en esa posición disminuida. Es decir, imponer un modelo de obediencia. En números, la posibilidad de éxito de este gobierno depende de que el porcentaje electoral que desea obedecer sea mayor que el de quienes, si no desobedientes, al menos sientan una incomodidad.
En el fondo, la obediencia es una tendencia que recorre cuerpos y estructuras, por eso, rectificando en parte el párrafo anterior, podría decirse que la posibilidad de “éxito” (en el sometimiento) del gobierno es directamente proporcional al nivel de obediencia en sangre de la sociedad como conjunto heterogéneo, integrada por personas y relaciones que cuentan con más de una versión. En ese sentido, si los gobiernos o el mercado mismo interpelan, movilizan o facilitan ciertas tendencias en lugar de otras, el gobierno del “león” es aquel que requiere nuestra versión más obediente.
En el plano institucional es importante tener en cuenta que nunca se votan soluciones, sino agendas, o bien pisos de discusión. ‘Dime lo que discutes y te diré quién eres’. ¿Qué problema preferimos tener? Por ejemplo: ¿mantener una mirada crítica sobre el funcionamiento de la universidad pública, denunciar sus vicios y proponer virtudes, o tener que defenderla del ataque sistemático de un gobierno, volver a explicar todo desde cero, temer por su disolución? El debate se simplificó, se volvió maniqueo, las críticas que teníamos hacia gobiernos anteriores quedan en un segundo plano, porque no hay horizonte de mejoría y, por lo tanto, no hay siquiera disputa por la orientación de esa mejoría… Fuimos llevados a un escenario de confrontación y, no sin cautela, nos toca confrontar… u obedecer.
Hoy los financistas y empresarios hablan de “cambio cultural”. Manzano, el emblema de la corrupción de los 90, amigo de Massa y beneficiario del gobierno de Alberto y Cristina (que le regaló Edenor), declara como un ferviente oficialista y se refiere compasivamente a “los que están aguantado”. La humillación sólo se percibe cuando media la indocilidad, de lo contrario, se consolida la obediencia como modelo de relación entre quienes conocen el juego completo, pueden mirar panorámicamente, tienen espalda para lo que sea, y quienes viven una vida empequeñecida, entre un trabajo excesivo y mal pago, un transporte público diario deteriorado, un consumo de segunda o tercera calidad y la ausencia de garantía sanitaria y educativa. Por eso, sin perjuicio de una crítica que debe ser intransigente respecto de los últimos gobiernos, éste es un momento político especialmente penoso, en tanto saca de nuestra sociedad la peor versión, la más obediente.
Lo que el gobierno de Macri llamó “sinceramiento” y ahora considera “madurez” de la sociedad, es la obediencia sin más. Como cuando los adultos adaptados o las conciencias grises infantilizan la rebeldía y el deseo. Un ex presidente del Banco Nación hoy procesado por la corrupción macrista que lleva el nombre de Vicentín, repetía que los argentinos creían que podían vivir “por encima de sus posibilidades”. Su discurso cínico apuntaba a los sectores populares, ya que hacendados como él y los suyos nunca se cuestionan su propio nivel de vida que, en realidad, siempre perciben por debajo de sus posibilidades. Pero hoy día, sin esa música de fondo, no son pocos los que entonan el estribillo de la humillación, a veces referido a las vidas de sus congéneres de clase o incluso a sus propias vidas. La palabra clave es la misma: “aguantar”.
Luis Caputo, quien según Milei “se fumó 15 mil millones de dólares de reserva irresponsablemente” en su fracaso anterior, un trader imputado por incompatibilidad (al actuar de los dos lados del mostrador) y por el grosero bono a 100 años que compromete generaciones, hoy su ministro de economía, no sólo miente con los datos de ingresos y pobreza de los jubilados, sino que insinúa que quienes se jubilaron sin haber hecho los aportes suficientes se merecen el recorte en medicamentos: es decir, se merecen la enfermedad y, si la suerte no acompaña, la muerte. ¿Hay algún jubilado dispuesto a tolerar semejante humillación pública? Más aún: ¿quién está dispuesto, o bien a obedecer, o bien a plegarse al lugar de enunciación de quien humilla? No es solo una cuestión de derechos, ni de “crueldad” del gobierno, sino que estamos ante una confrontación abierta. Para quienes no la conocían, les presentamos a la derecha… Si es un mito nacional popular la idea de una burguesía nacional dinámica y pujante, lo es también la añoranza de una derecha republicana. La derecha en Argentina (que incluye a la cúpula empresaria) no es democrática, nunca lo fue, su complicidad con la dictadura genocida, su conformidad con el terrorismo de Estado, con todas y cada una de las torturas, muertes y desapariciones, es un dato de la realidad, para tener en cuenta, no desconocer y nunca olvidar.
Por su parte, los gobiernos progresistas cometieron impúdicamente el error de pedir agradecimiento por políticas de reparación o incluso por derechos o restituciones salariales que costaron años de lucha. Las políticas, finalmente, fueron magras, se exageró en el triunfalismo y el pedido desmesurado de reconocimiento podría decirse hoy que funciona como reverso del llamado a aceptar vivir por debajo de aquellas condiciones. Porque, si cuando se vivía, si no mejor, menos peor, según el progresismo había que agradecer, entonces no suena tan extraño que, según la derecha, se presuma que se vivía “por encima de las posibilidades”. Es esa la línea de continuidad de sentido, con signos invertidos.
¿Hay quienes aún esperan el estallido? Hay distintas formas de explotar por el aire socialmente: obedeciendo, como ocurre hoy, o desobedeciendo, como ocurrió, en parte, en 2001. A diferencia de 2001, momento ambivalente en el que tuvo lugar tanto la autogestión de experiencias sociales y formas de lucha autónomas, como la reacción antipolítica ensimismada, hoy la bronca, incluso el resentimiento, no están asociados a un horizonte colectivo posible. “Que se vayan todos” fue un grito de guerra que se expandió en más de una dirección, con la densidad anímica de un cántico de cancha que arrastra tanta víscera como sentido de pertenencia. Los obedientes de hoy se hacen eco de lo que fue historia, es decir, tragedia, y lo alojan como farsa, eslogan, posteo… En aquel momento, los que no se fueron tomaron nota de la irrupción que había tenido lugar y filtraron la agenda callejera, hasta que la gramática institucional, partidaria, identitaria, lo tomara todo. Hoy el grotesco no admite dobles sentidos, el gobierno que supuestamente resulta del hartazgo de “la gente” con los políticos es un rejunte que, bien lejos de “que se vayan todos”, se compone de la vuelta de lo peor de cada momento, desde la dictadura hasta el presente. Porque si vamos a obedecer, vamos a hacerlo bien…
Cuando la rebeldía es espectáculo, la falta de participación en la decisión sobre los asuntos comunes convierte a la mayoría en un fárrago de individuos tan impotentes como indiferenciados, ensimismados en un mundo de obligaciones y comodidades mínimas, sin el más mínimo atisbo de rebeldía. La falta de despliegue político de las vidas tiene como reverso una política solo fantaseada, expuesta como telenovela o como desfile de personajes bizarros, diluida entre el régimen de fake news que llegó para quedarse y el enjambre de opiniones en las redes que democratizan, en definitiva, lo que Karl Kraus había profetizado solo para los periodistas: “no tener una idea y poder expresarla”.
El último gobierno de Cristina fue una comparsa más preocupada por frases y símbolos que por la disputa real, y su derrota comenzó con la elección de un candidato que hoy mismo deja ver hasta dónde era capaz de llegar, Scioli, antiguo empleador de Milei, hoy servil ministro de Turismo, Ambiente y Deportes y, hay que decirlo, un pésimo gobernador de la provincia de Buenos Aires. El gobierno de Macri fue una avanzada contrarrevolucionaria por una revolución que nunca tuvimos, es decir, puro perjuicio. Su mayor logro fue preparar el terreno subjetivo y económico para la obediencia que hoy gana la escena: por un lado, la idea de que “vivíamos por encima de nuestras posibilidades” –a pesar de tanta pobreza y fragilidad generalizada–; por otro, el endeudamiento criminal. Volvamos a preguntarnos: ¿es tan raro encontrarnos en esta situación como corolario de esa secuencia, para colmo, sellada con el desastroso gobierno del Frente de Todos? Los epítetos de la hora desvían la atención respecto de los procesos más lentos que corren por debajo y del punto más doloroso que debemos afrontar: el problema de la obediencia. “Loco”, “outsider”, “cruel”, son significantes que se revolean como añorando el retorno a quién sabe qué normalidad.
Por un lado, no es muy importante la psicología personal de un gobernante en un momento en que los gobiernos del régimen democrático pueden poco cuando se trata de favorecer la justicia social y parecen poder más cuando atentan contra ella. Es decir, los gobiernos pueden más cuando son parte o reciben órdenes de poderes económicos, éstos sí, eximidos del régimen democrático. Entonces, si bien es cierto que la personalidad, el estilo retórico o los vicios de un gobernante no resultan variables determinantes, hay trazas. Milei, por ejemplo, lejos de ser un “outsider”, un “loco” o alguien “áspero” (como se autodefine), encarna un modelo de vinculación consigo mismo y con los otros que lo ubica entre el pusilánime y el ácrata. Según las etimologías habituales, pusilánime es alguien de espíritu mezquino, algo muy visible en Milei, tanto como el hecho de que su alma pequeña (siguiendo con la etimología) es permanentemente compensada por sus aires megalómanos.
¿Pero en qué sentido se puede decir que se trata de un ácrata? No precisamente un hombre libre, un libertario del siglo XIX, ni un anarquista, siempre vital, entregado a la camaradería y peleado a muerte con el capital. Diego Tatián[2] comenta el libro VII de un clásico de la filosofía occidental, Ética a Nicómaco (de Ariestóteles), deteniéndose en el punto en que ética y política se anudan, ahí donde gobernar a otros y gobernarse a sí mismo se encuentran. El terreno común de ambos dominios son las pasiones que, o bien gobernamos, o bien ejercen un poder sobre nosotros y nuestras relaciones con el resto. Por eso, nos recuerda que para Aristóteles la construcción de un temple y una integridad depende en gran medida de la capacidad de subordinar la pluralidad que nos constituye a la “unidad de pensamiento”. Esto no significa pensamiento único ni nada que se le parezca, sino ánimo temperante, contrapeso de la inteligencia, incluso grandeza del alma, en tanto se hace cargo de las pasiones (justo lo contrario de la pusilanimidad).
Entonces, si kratos significa “poder”, akrasía es la imposibilidad de medirse con el poder (de las pasiones) de modo tal de encontrar algo de temple anímico, de amistad consigo mismo. De hecho, el libro VII de Ética a Nicómaco citado por nuestro filósofo cordobés precede a los libros dedicados a la amistad (el VIII y el IX). Por eso la amistad consigo mismo y con los otros es la contrafigura de la relación que el ácrata consigue, y, según Tatián, “El paradigma del ácrata es el tirano”[3]. Asediado por su propia impotencia, tiraniza a los demás. Imposibilitado de experimentar la libertad propia y desear la del resto, pretende imponerse para que nadie pueda decirse libre. Al parecer, en la época de las fake news, la mayor de todas las mentiras es el lema de gobierno de Milei; ni la libertad ni el “carajo” le pertenecen. El monstruo ante el que nos encontramos, si tuviéramos que figurarlo a partir del propio bestiario, es el león-cordero. Grito de impotencia, sonido ambiente en el que flotan palabras como “aguantar”, “domar”, “esperanza”, entre pantallas y encuentros de ocasión en un comercio o un ascensor. Tendencia paradójica que mientras más prepotente se muestra, más obediente se consolida. Transversal, masivo, para grandes y chicos, sectores acomodados y populares también… es la cara inclusiva de la derecha –como soltó risueño Sergio Lánger en una conversación plena de perplejidad: “al final, la derecha es lo más inclusivo que hay”. ¿Extranjero? ¿Morocho? ¿Mujer de carácter? ¿Pobretón? ¿Trabajadora? ¿Comerciante? ¡Todos y todas son bienvenides al nuevo modelo de inclusión por obediencia!
El autor es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA), codirector de Red Editorial, encargado del área de Nuevas Tecnologías del IEF CTA A, integrante del Grupo de Estudios Sociales y Filosóficos en el IIGG-UBA. Autor de Nuevas instituciones (del común), Papa Negra y Globalización. Sacralización del mercado; coautor de La inteligencia artificial no piensa (con Miguel Benasayag), Del contra poder a la complejidad (con Raúl Zibechi y Miguel Benasayag), El anarca. Filosofía y política en Max Stirner (con Adrián Cangi), entre otros.
[1] Didi-Huberman, Georges (2024). ¿Por qué obedecer? Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
[2] Tatián, Diego (2023). La filosofía y la vida. Doce lecciones con Spinoza. Buenos Aires: UNSAM Edita.
[3] Y agrega Tatián: “Las pasiones principales del tirano son el deseo de placer, de riqueza y de dominación”.
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