A 35 años de su muerte, Philip K. Dick es considerado pieza fundamental de la ciencia ficción del siglo XX. Su obra se organiza en torno de una visión paranoica y pesimista del porvenir.
Dick es autor de más de 120 cuentos cortos y de 36 novelas, entre las que se cuentan El hombre en el castillo, galardonada con el Premio Hugo a la mejor novela en 1963, y la emblemática ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), adaptada al cine por Ridley Scott con enorme repercusión en 1982 (ver recuadro). La mayoría de esos textos fueron escritos durante las décadas de 1950 y 1960, el período más prolífico de la carrera de Dick. Una época que también está signada por la turbulenta vida privada del autor, quien como algunos de sus colegas le dedicó buena parte de sus energías a la experimentación con drogas químicas y alucinógenos, en un intento de ampliar los canales de su percepción. Ya en los primeros años de 1970 Dick comienza a sufrir las consecuencias de los excesos y su vida se irá pareciendo cada vez más a los ominosos escenarios de sus relatos.
En 1974 publica una nueva novela, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, por la que recibió el Premio John W. Campbell Memorial a la mejor novela de ciencia ficción. Pero ese mismo año se produce un acontecimiento que marcará el resto de su vida: Dick afirma recibir periódicamente la visita de Dios o de una presencia divina, a la que llamaba VALIS (acrónimo en inglés de Vast Active Living Intelligence System, o SIstema de VAsta INteligencia VIva). De ahí hasta su muerte, ocurrida el 2 de marzo de 1982, Dick se dedicó casi exclusivamente a escribir sobre dicha experiencia, tanto sea en sus diarios personales como en sus últimos trabajos literarios.
Abrumado por una paranoia que calzaba perfectamente no solo con el perfil de los personajes y universos que había imaginado a lo largo de toda su obra, sino con la compleja trama geopolítica de los últimos y álgidos años de la Guerra Fría, Dick fue encerrándose en una trama de delirios en la que se combinaban de manera muy compleja lo científico y lo fantástico con lo místico. Es posible que la suya no haya sido otra cosa que una búsqueda desesperada de lo trascendente, de aquel elemento más allá de lo humano que solía insinuarse de manera amarga y retorcida en el grueso de su obra literaria. Tal vez a lo que aspiraba en cada uno de sus cuentos y novelas no fuera a otra cosa que tratar de encontrar a Dios por otros medios. Si así hubiera sido, puede decirse que murió convencido de haberlo logrado. «
Un efectivo manual de estilo para imaginar el futuro
No es exagerado decir que Philip K. Dick tuvo un rol decisivo en la forma en que el cine moderno comenzó a percibir a la ciencia ficción. Quizá no de forma directa, pero sí a partir del modo en que destacados cineastas supieron leerlo, para convertir sus retorcidos universos en un imaginario tan sólido que acabó por establecerse como estética «oficial» del género. Quizá la más influyente de todas haya sido la primera, la hiperbólica Blade Runner de Ridley Scott, estrenada en 1982 apenas meses después de la muerte del autor, quien apenas pudo ver un montaje provisorio de los primeros 20 minutos. Basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, puede decirse que esa película jugó un papel importante en la consolidación de Dick como figura ineludible de la ciencia ficción. Ambientada en 2019, Blade Runner se atrevía a proyectar un espacio urbano hipercontrolado, agobiante y oscuro, al que la luz azulada del neón terminaba de darle ese aspecto de realismo futurista que hoy, a dos años de que la realidad alcance a la ficción, es posible reconocer en megaciudades como Tokio. Directores como Paul Verhoeven en El vengador del futuro (1990) o Steven Spielberg en Sentecnia previa (2002) volvieron a adaptar otras obras de Dick, abrevando en ese imaginario inaugurado por Scott en Blade Runner, que pronto tendrá una secuela, Blade Runner 2049, dirigida por el canadiense Dennis Villeneuve. La influencia de la obra de Dick y del trabajo de adaptación de Scott también es evidente en películas icónicas como Matrix (1999) y en una enorme cantidad de otras producciones, convirtiéndose en una especie de estándar ético y estético.
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