Esta semana encontraron los restos casi intactos de la emblemática nave que lideró Shackleton, hundida hace 107 años en la Antártida. El afán por descubrir ese lugar sigue vigente.
En el principio era el hielo
Antes de la espacial o la de las vacunas, existió una carrera en torno a la nieve y el frío extremo, abrigada por las ansias del descubrimiento. Entre 1914 y 1917 se realizaron 16 expediciones importantes desde las principales potencias europeas (Gran Bretaña, Alemania, Francia, Bélgica, Noruega, Suecia), Australia y Japón. El objetivo: indagar en torno a la Antártida, aquel continente blanco que cautivó a la sociedad de fines del siglo XIX y comienzos del XX. La chispa que encendió este movimiento fue una conferencia del profesor John Murray en la Royal Geographical Society de Londres en 1893, en la que destacó la Expedición Challenger, la primera gran campaña oceanográfica mundial realizada entre 1872 y 1876, y resaltó la necesidad de continuar profundizando las exploraciones. En aquel viaje, por ejemplo, una tripulación británica comandada por el capitán George Nares llegó a navegar las costas de las Islas Malvinas.
Ese llamado impulsó a personajes como el belga Adrien de Gerlache, a embarcarse en la compleja misión de navegar a través de las aguas antárticas. Con limitados recursos tecnológicos en materia de transporte, comunicaciones y orientación, los viajes eran verdaderos desafíos en contra de adversidades que los enfrentaron cara a cara con la muerte: diecisiete hombres perdieron la vida en las diferentes misiones que se llevaron a cabo en esos años. Con la llegada del siglo XX, el fervor llegaría a su punto máximo, a través de una carrera encarnada por un puñado de hombres. Entre 1901 y 1904 Robert Falcon Scott comandó la Expedición Discovery, en la que realizaron el primer ascenso de las Montañas Occidentales en la Tierra de Victoria (un sector que hoy es reclamado por Australia y Nueva Zelanda) y descubrieron la meseta polar, un punto de la Antártida que se encuentra a 3000 metros sobre el nivel del mar, donde se alcanzan las temperaturas más bajas del mundo. De esa misión británica formó parte Shackleton.
Enfrente, Roald Amundsen. Nacido en 1872 en Borge, Noruega, fue el primero en pisar el suelo del Polo Sur el 14 de diciembre de 1911. Una verdadera hazaña. También atravesó por primera vez el paso del Noroeste, que unía los océanos Atlántico y Pacífico. Su ubicación por encima de Canadá, al borde de Norteamérica, evidencia la dificultad de su gesta al navegar por esa zona con los recursos de comienzos del siglo XX. Supo sobrevivir en el ártico canadiense comiendo carne de perro y pingüino, abrigándose con pieles de focas. Él, Scott y Shackleton eran una suerte de rivales que competían por quién lograría el descubrimiento más relevante. Ese afán motorizaría la emblemática misión de Shackleton.
Amundsen también se interesaría luego en la aviación, comenzando a pilotear en 1914. Catorce años después, el 18 de junio de 1928, se cree que un hidroavión en donde viajaba se estrelló cerca de la isla noruega de Bjørnøya. Su cuerpo nunca fue encontrado.
La prisión blanca
Noche. Oscuridad. Frío. Temor. Sir Ernest Shackleton deambula solo. Su tripulación descansa en precarias tiendas de campaña, alrededor del hielo. Es un hombre encerrado en sus propios pensamientos, intentando que la moral de su tropa no se desplome. Su objetivo es cada vez más difícil: hace diez meses que su barco, el imponente Endurance, se encalló en densas placas de hielo que parecen impenetrables. Luego de zarpar desde el puerto de Londres en agosto de 1914 llegaron hasta aquellos alejados confines antárticos con el deseo de realizar uno de los cruces transcontinentales más impresionantes de la historia humana. Aquella noche, apretando las muelas de bronca, el jefe de la expedición tomó la decisión que jamás hubiera querido tomar. Al día siguiente, el 27 de octubre de 1915, dio la orden de abandonar el barco. Estaban a 137 kilómetros del objetivo inicial. Poco después, el hielo se lo devoraría por completo destruyéndolo y sepultándolo bajo las profundidades del más helado de todos los océanos durante más de un siglo, hasta que esta semana la exploración del buque S.A.Agulhas II lo fotografió a 3000 metros bajo el mar de Weddell, en la puerta de entrada del Continente Blanco. Aún se deja ver su nombre sobre el barco.
Shackleton sabía, desde el comienzo, que su misión sería difícil. Eso no le importó. En un principio, los sacudió la desdicha: la Primera Guerra Mundial estalló casi al mismo tiempo que su barco incursionaba en Alta Mar. Luego de aquel rimbombante aviso en el periódico, Shackleton terminó de conformar su tripulación compuesta por 27 hombres y más de cien perros destinados a tripular trineos. Allí estaban, entre otros, el virtuoso capitán Frank Worsley, el talentoso y, a la vez, rebelde carpintero Harry McNeish, su lugarteniente y mano derecha Frank Wild y el fotógrafo oficial Frank Hurley, quien registró unas imágenes en foto y video que deslumbrarían por su riqueza técnica y valor documental.
Milagrosamente, se salvaron todos. Llegaron hasta la isla Elefante, de donde Shackleton y cinco compañeros más zarparon rumbo a las Georgias del Sur en el pequeño ballenero James Caird que habían logrado rescatar del Endurance. Ahí organizaron el rescate del resto de la tripulación
Su principal objetivo —atravesar por tierra el continente antártico de oeste a este— no fue cumplido. Sin embargo, dicha misión pasó a la historia por la hidalguía de aquella tripulación en pos de la supervivencia durante un periodo de casi dos años en un hostil teatro de operaciones congelado, atravesando el hambre, el frío y el miedo. En el libro de Alfred Lansing sobre la historia de la expedición (Endurance. Shackleton´s Incredible Voyage, 1959) escribe: “Lo que prueba la envergadura de esta empresa es que tras el fracaso de Shackleton, durante cuarenta y tres años nadie intentó cruzar el continente. Después, en 1957-1958, el doctor Vivian E. Fuchs encabezó la Expedición Transantártica de la Commonwealth, como parte de una empresa independiente llevada a cabo en el Año Geofísico Internacional. Le exhortaron a que renunciara, pese a que iba equipado con vehículos de tracción con calefacción y poderosos radiotransmisores y los guiaban perros y aviones de reconocimiento. Después de un tortuoso recorrido de casi cuatro meses, logró llevar a cabo lo que Shackleton quiso conseguir en 1915.»
Relato de un naufragio
El documental The Endurance (2000), dirigido por George Butler, contiene infinidad de anécdotas, material de archivo registrado por Hurley y su anticuada cámara, y el testimonio de los propios tripulantes escritos en sus diarios de viaje. El día que abandonaron el Endurance, Shackleton manifestó su impotencia: “No puedo escribir sobre ello”. Hay escenas paradigmáticas: cuando parte de la tripulación envalentonada por McNeish intentó encabezar una rebelión contra su líder, o cuando Shackleton junto a un grupo reducido de hombres decidió ir en un bote a pedir ayuda. Con tan solo cuatro rudimentarias mediciones y basado en su intuición, el talentoso capitán Worsley logró conducirlos hasta la isla Georgia del Sur, con el resto esperando en la Isla Elefante.
Luego de su regreso heroico, Shackleton emprendió lo que sería su último viaje: moriría por una insuficiencia cardíaca en plena expedición el 5 de enero de 1922 en la misma isla donde milagrosamente habían arribado con Worsley años atrás. Allí descansan sus restos, en el cementerio de Grytviken.
Hoy no buscan ir más allá en lo geográfico, sino en lo científico
El 1 de diciembre de 1959, en Washington D.C., doce países (entre ellos la Argentina) firmaron el Tratado Antártico donde se sellaba el compromiso de que dicho continente se convirtiera en un espacio de la investigación científica y la paz. Se prohibió «toda medida de carácter militar, excepto para colaborar con las investigaciones científicas». Hoy, este acuerdo al que se sumaron más de 50 países, se mantiene vigente. «El afán por descubrir sigue siendo el motor que empuja a los investigadores a viajar a la Antártida. Quizá, a diferencia de los grandes exploradores, hoy no queremos ir más allá en términos geográficos, pero sí en términos científicos», declaró a la agencia EFE el biólogo marino Renato Borrás. La Argentina es uno de los principales impulsores de dichas investigaciones. Fue pionera en tener un Instituto Antártico. Actualmente, los estudios que realiza el país en el continente blanco van desde la meteorología y la paleontología hasta la biología marina y el avance satelital. Así lo relata un artículo del Conicet: «los científicos están monitoreando el plancton marino antártico y subantártico; realizando monitoreo de larvas de eufausiáceos; caracterizando las comunidades microbianas y evaluando su uso en procesos de biorremediación de suelos afectados por hidrocarburos; la biología de predadores tope y estimando los efectos del cambio climático en las poblaciones de mamíferos marinos en el sector antártico argentino».
Dijo el historiador británico Eric Hobsbawm: “El utopismo es probablemente un dispositivo social necesario para generar los esfuerzos sobrehumanos sin los cuales no se logra ninguna gran revolución”. Quizás algo de ese ímpetu que motorizó a aquellos pioneros pueda rastrearse bajo la piel de los científicos que continúan desentrañando el misterio que esconden estos desiertos congelados. Esas tierras soñadas que tal vez expongan la llave maestra que ayude a destrabar los enigmas del futuro.
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