El gobierno de la banalidad del mal

Por: Ricardo Ragendorfer

¿Cómo calificar, entonces, el antojadizo acopio de alimentos en una situación de hambre; o la decisión de suspender la entrega de medicamentos oncológicos?

Imbuido en la ensoñación de convertirse en el líder mundial de la ultraderecha lisérgica, el presidente Javier Milei, al disertar en la californiana Universidad de Stanford, explicó que el Estado debe desentenderse de la asistencia a los ciudadanos cuando no tienen para comer. Y con el siguiente argumento:

– ¿Creen que la gente es estúpida? Algo harán para no morirse.

En Buenos Aires, mientras tanto, el flamante jefe de Gabinete, Guillermo Francos, se apresuraba a quedar envuelto en la primera polémica de su gestión al asegurar que Milei lo eligió para el cargo porque “con la política se le hace complicado, no la entiende”.

A un metro de él, la titular del Ministerio de Capital Humano, Sandra Pettovello, enarcaba las cejas ante semejante aseveración.

Pero ella misma, por esas horas, quedaría envuelta en dos escándalos: la existencia de una “caja” paralela para profesionales “contratados” por dicha cartera, con “retornos” del doce por ciento en sus pagos (un asunto revelado por Mauro Federico en el sitio Data Clave) y los alimentos –cinco millones de toneladas– sin distribuir entre sectores vulnerables. Un acto de inhumanidad sin precedentes (revelado por Ari Lijalad en el sitio El Destape).

Pues bien, como si nada de ello hubiera sucedido, el gabinete en pleno escenificó la presunta distensión entre sus integrantes, al exhibirse, sonrientes, en la confitería Pertutti, donde la prensa los registró al engullir medialunas con una voracidad casi infantil.

Pues bien, esa escena me remitió a otra, también con medialunas.

Ocurrió en agosto de 2012, en ocasión de ir, por razones periodísticas, a un chalet situado en la localidad bonaerense de Los Polvorines.

El entrevistado, un octogenario achacoso, estaba en el porche, sentado ante una mesita. De la cintura le colgaba una bolsa con orina. Al percibir mi presencia, extendió una mano fría y húmeda.

Sus ojos poseían el brillo de antaño. No obstante, poco le quedaba de su proverbial picardía. Izado del asiento por su esposa, se aferró a un andador. Al desplazarse  con extraordinario esfuerzo, su rostro dibujó una mueca atroz. En el living ya estaban servidas las medialunas y el té. Lo cierto es que él no era un hombre al que la adversidad le quitara el apetito: mojaba las medialunas en la infusión y las engullía con una voracidad casi infantil.

Se trataba  del general Albano Harguindeguy, quien fuera el sanguinario ministro del Interior de la última dictadura.

Al ver esa escena, sentí el privilegio de tener ante mis ojos nada menos que la “banalidad del mal”.

Ahora, casi doce años después, al observar por TV la cobertura en vivo del desayuno de los ministros “libertarios”, tuve una idéntica sensación.

Bien vale refrescar este concepto.

La filósofa alemana Hannah Arendt cubrió, entre abril y junio de 1961 para el semanario norteamericano The New Yorker, el juicio en Israel contra el arquitecto del Holocausto judío, Adolf Eichmann. De ello resultó su ensayo Eichmann en Jerusalem – Un informe sobre la banalidad del mal (1963). Así, con aquellas tres últimas palabras la antigua discípula de Martín Heidegger denomina una notable característica –pero hasta entonces no pensada– de las matanzas masivas en nombre del Estado y la naturaleza de sus hacedores. El caso abordado es ejemplar: Eichmann no era una bestia sádica sino un simple burócrata, un individuo con categoría gerencial en un sistema basado en el exterminio, y sin más motivaciones que no malquistarse con sus jefes. Por lo tanto, había una relación directa entre su mediocridad personal y el calibre de sus crímenes. Y en eso, precisamente, radicaba la monstruosidad de su ser.

Claro que, en su momento, la palabra “banalidad”, en referencia a esta cuestión, ha sido criticada por varios intelectuales con argumentos razonables. Por ejemplo: afirmar que los motivos de un genocidio son “banales” es, por lo menos, discutible. O que el acto de despojar a una persona de su humanidad para que deje de cuestionar éticamente sus crímenes, no es nada“banal”.

Lo cierto es que Arendt se refería a Eichmann como un hombre “banal”, no a los regímenes totalitarios en sí. Por lo tanto, ella acuñó tal expresión para decir que algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema, pero sin reflexionar sobre sus acciones de extrema crueldad, solo por el cumplimiento de órdenes, siempre que provengan de estamentos superiores. A ello, desde luego, se le suma su contexto, cargado de complejas cuestiones sociopolíticas, éticas y legales.

En este punto, cabe preguntarse si la teoría de “la banalidad del mal” es aplicable al gobierno de La Libertad Avanza. Es obvio que sus acciones más repudiables se encuentran a una distancia sideral de las del nazismo o las de otros regímenes criminales, como las dictaduras latinoamericanas de la década del ‘70. Pero, en casi seis meses, Milei supo sistematizar el ejercicio –diríase– herbívoro de la crueldad. ¿Cómo calificar, entonces, el antojadizo acopio de alimentos en una situación de hambre; o la decisión de suspender la entrega de medicamentos oncológicos a pacientes sin cobertura médica; o el júbilo indisimulado de sus máximas autoridades al anunciar, por ejemplo, el despido de 70 mil trabajadores estatales, entre otras canalladas?

Un símbolo audiovisual en la materia: el secretario de Prensa, Eduardo Serenellini (un mediocre movilero de TV hasta su designación), al recomendar a la población “no tener vergüenza por comer una vez por día». O personajes como la ministra Pettovello (una mediocre productora del programa de Luis Majul hasta su designación) al disolver de mala gana una protesta, chillando: “Los que tengan hambre que vengan de a uno”. O el inefable vocero Manuel Adorni (un mediocre tuitero hasta su designación), al declamar cada mañana, siempre con mirada esquiva, los peores anuncios. En fin, la lista es extensa.

Pero todos poseen un denominador común: ser simples burócratas con cargos gerenciales en un sistema abocado a la planificación de la miseria, sin más motivaciones que no malquistarse con Karina Milei, quien ahora encarna el verdadero poder detrás del poder.

Hannah Arendt se hubiera hecho un festín con ellos. «

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