El género se reescribe

Por: Ana Fornaro / María Eugenia Ludueña

La lucha contra la heteronormatividad del modelo binario hombre-mujer ha visibilizado las identidades no hegemónicas, poniendo en crisis los paradigmas biologicistas, e impulsando un cambio cultural y jurídico que en la Argentina ya se plasmó en una ley. Ni moda ni revolución, el respeto a la identidad autopercibida es un derecho.

Dos días después del #8M, el periodista Jorge Lanata publicó una columna en el diario Clarín, supuestamente a favor de la equidad entre hombres y mujeres, pero donde, en realidad, se despachaba contra el feminismo o, como dice él –siguiendo a críticxs estadounidenses– “feminismo de género” o “feminismo radical”. Para Lanata los reclamos feministas actuales son victimizantes y entorpecen la lucha de las mujeres por la igualdad.

Según él, no existe tal cosa como un sistema patriarcal. Además, seguía Lanata, este feminismo malo deja de lado a la biología. Para sustentar su dichos en contra del “feminismo radical” citaba un experimento de una tal Melisa Himer con juguetes y bebés de semanas. El estudio demostrabá que, puestos a elegir, los bebés varones se inclinaban por los camiones y las bebés nenas, por muñecas, dando por saldada la discusión sobre determinismo biológico y género.

Lo primero: Melisa Himer no existe. Quien le escribió el artículo a Lanata debe haber levantado esa información de un artículo del El País de España, de 2006, donde ya se comete ese error, que luego fue replicado como verdad en varios sitios que aparecen en la web. Lo segundo: sí existe una Melisa Hines que hizo un experimento parecido. Lo tercero: el experimento lo hizo con primates y los resultados que arrojó son muy dudosos.

El columnista, en esto, tampoco es original. Sigue la línea de comunicadores conservadores de todo el mundo que vienen citando supuestos estudios científicos sobre diferencias entre el cerebro de la mujer y el del hombre (como categorías cerradas), apelando a un determinismo biológico para dar por tierra con cualquier noción de género, identidad de género o autopercepción de género. Y en ese envión, cargarse al feminismo y a los movimientos LGBTI al decir que el género es, como el comunismo o el liberalismo, una ideología. O peor: una moda reciente.

La noción de género como una construcción y su separación del sexo no tiene nada de reciente, y las identidades que no entran en categorías fijas, mucho menos. Así que ni modas ni revoluciones (como eligió titular la revista National Geographic en su número de enero de 2017) ni ideologías. Lo que sí existe es una mayor visibilización mediática a nivel mundial –a partir de reivindicaciones feministas y del activismo LGBTI–, acompañada por una leve mejora en términos de derechos, dependiendo de la geografía, y sobre todo, por una reacción social conservadora, conocida como “backlash”, que se traduce tanto en los dichos transfóbicos permanentes de autodenominados “liberales” locales como Lanata o Agustín Laje, como en movimientos globales antiderechos del tipo “Con mis hijos no te metas” (financiados muchas veces por las iglesias evangélicas), que se oponen a los manuales de educación sexual y que están penetrando con fuerza tanto en las sociedades de América Latina como en sus parlamentos.

En la Argentina, el ejemplo más reciente es el de los legisladores que se opusieron primero al aborto legal y luego a la reforma de la Ley de Salud Sexual Integral, y el poder de lobby del “partido celeste”, los autodenominados “pro vida”.

Del “mujer no se nace” al “mujer no se es”

En 1949, la filósofa francesa existencialista Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo, un ensayo de casi mil páginas en el que analiza los distintos roles de la mujer desde perspectivas históricas, antropológicas, psicológicas y políticas. Fue durante esa investigación –y a partir de los resultados que arrojó– que Beauvoir se hizo feminista. Su trabajo fue la mayor investigación sobre “lo femenino” hasta ese momento y marcó un antes y un después en el movimiento de mujeres.

La idea de mujer como “lo otro” del binomio “hombre-mujer” y del género como una construcción social y cultural diferenciada del sexo biológico fue revolucionaria. Muchas de sus frases, como “no se nace mujer, se llega a serlo”, funcionan como eslóganes del feminismo. Pero no hay “un” feminismo sino varios y las discusiones teóricas entre escuelas (las francesas, la estadounidense, la latinoamericana, el feminismo de la igualdad, el de la diferencia, el feminismo queer, por citar algunos ejemplos) fueron mutando durante todo el siglo XX y lo siguen haciendo en el XXI. Del mismo modo, también la propia noción de género ha sido revisada según las teorías.

Los estudios de Michel Foucault sobre sexualidad y poder, los ensayos de la autora lesbofeminista francesa Monique Wittig y el activismo de la diversidad sexual problematizaron las teorías feministas, ya que (como señaló la teórica italiana Teresa de Lauretis) en ellas siempre se presume la heterosexualidad. A partir de los años ’80, lo que se conoce como “teoría queer”, una rama de los estudios de género desde las identidades LGBTI+, irrumpe en la academia y en las discusiones sobre feminismo.

La estadounidense Judith Butler dará un giro copernicano con su libro El género en disputa (1990). Allí plantea que, justamente, no es el género lo que se construye a partir del binarismo sexual sino que la propia idea de “sexo” como algo natural se leyó a partir del binarismo del género. Por lo tanto, el género, para Butler, ya no será la expresión de un ser interior sino una actuación reiterada y obligatoria a partir de unas normas que nos exceden. Y esta actuación es, en definitiva, una negociación con esas normas. A esto le llama “performatividad de género”.

En esta región del mundo también se discutieron e integraron estas ideas, a las que además se les fueron sumando reflexiones locales, como la teoría travesti latinoamericana, con exponentes como Lohana Berkins o Marlene Wayar.

Hablar de género, desde la teoría queer, es hablar de relaciones de poder, y no encarnar la norma binaria supone no ser leídx como sujeto pleno e incluso arriesgar la propia vida. Esto pasa con las personas trans, las de género no binario, las lesbianas masculinas y todas las identidades que históricamente no han entrado en la “estabilidad del género”: una alineación entre sexo, género y sexualidad.

Por lo tanto, siguiendo a Butler, no existe un “ser mujer” ni un “las mujeres” o un “ser varón”, sino una performatividad. Y esta performatividad permite, justamente, que las normas del género estén abiertas a resignificación y transformación social.

De la disforia de género a la ley de identidad de género

Las discusiones teóricas, las profundizaciones conceptuales y la lucha del activismo feminista y de la diversidad sexual han pensado y producido mayores espacios de libertad para las distintas expresiones de género. Sin embargo, los poderes políticos, jurídicos y médicos no han acompañado estas reivindicaciones y vienen corriendo de atrás a estas luchas sin saber qué hacer con ellas y, en general, oponiendo resistencias.

En los años ’70 se utilizó por primera vez la expresión “disforia de género” en el ámbito de la psiquiatría estadounidense. Se consideraba que las personas trans –o cualquiera que no expresara una conformidad con su género asignado al nacer– era víctima de un trastorno mental. Esta patologización de las identidades no binarias, no cis-sexuales, tuvo –y sigue teniendo– un correlato a nivel policial y judicial. Al considerarlxs enfermxs, las personas con identidades que no encajan en una norma heterosexual y cis-sexual son expulsadas de los ámbitos sociales –desde la educación hasta el ámbito laboral– y, con frecuencia, criminalizadas por las fuerzas de seguridad.

A pesar de la mayor visibilización de las identidades trans en los medios de comunicación y en la cultura popular, así como el acceso a derechos en algunos países, hasta este año la Organización Mundial de la Salud (OMS) seguía catalogando a las personas trans como enfermas mentales. En junio, el ICD-11, un manual para identificar tendencias y estadísticas mundiales de salud que no se renovaba desde 1990, incorporó un reclamo histórico de las comunidades LGBTI al crear un nuevo capítulo sobre “Condiciones relacionadas con la salud sexual”. Ahora se denomina “incongruencia de género” –expresión que no deja de ser controvertida– y la ubica como una “condición relacionada con la salud sexual”.

La OMS la describe como un “un profundo disgusto o incomodidad con las características sexuales primarias o secundarias”, un “fuerte deseo de liberarse” de algunas de estas características, y un “fuerte deseo de tener las características sexuales primarias o secundarias del sexo experimentado”. Esta modificación llega tarde para algunos países como la Argentina, que ya cuenta con una ley de identidad de género, y es uno de los estados en los que existe el derecho jurídico de las personas trans a cambiar su identidad de género y el nombre en sus documentos.

Pero esta decisión de la OMS es un avance crucial: muchos países aún necesitan este tipo de dictámenes globales que digan claramente que “las personas trans no son enfermas” para sancionar leyes que las protejan y garanticen sus derechos.

Desde mayo de 2012, la Argentina cuenta con una Ley de Identidad de Género (la 26.743) de avanzada, una de las mejores del mundo: además de reconocer el derecho a la identidad autopercibida, contempla la salud integral –con operaciones de reasignación genital y hormonización– y brinda –en teoría– una mayor protección jurídica. En otros países donde hay ley –Uruguay, por ejemplo, que la tiene desde 2009–, se trata sólo de la posibilidad de cambiar el nombre en el documento de identidad.

Esta semana, Chile dio un paso histórico: después de cinco años de idas y vueltas, el 12 de septiembre, la Cámara de Diputadxs aprobó la Ley de Identidad de Género, con 95 votos a favor y 46 en contra. Mientras adentro del Congreso en Valparaíso se votaba, afuera, agrupaciones evangélicas levantaban sus consignas contra el avance de derechos.

En enero de 2018, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya había hecho visible en toda la región una decisión histórica: a pedido de Costa Rica, emitió una opinión consultiva: afirmó que los derechos de las parejas del mismo sexo y de las personas trans están protegidos por la Convención de Derechos Humanos. Y ordenó a los Estados que la suscriben garantizar su pleno ejercicio. Fue la primera vez que la Corte IDH se expresó sobre identidad de género. Ahora este derecho está contenido en la Convención y debe ser garantizado por todos los países, rompiendo así con el paradigma biologicista.

Violencias por prejuicios y una sentencia histórica

Si bien es un logro enorme poder ser ante la ley, la lucha de las personas trans no se termina en un documento de identidad. En América Latina, según el informe sobre violencias hacia personas LGBTI de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la esperanza de vida de una persona trans es de 35 años. Además, un promedio de nueve personas LGBTI son asesinadas cada semana en la región por odio hacia su orientación sexual o su identidad de género, y la mayoría de estas víctimas son personas trans, también blanco principal de la violencia institucional.

La CIDH llama “violencias por prejuicios” a las violencias hacia personas LGBTI, porque se ejercen contra “personas que se perciben como transgresoras de las normas tradicionales de género, del binomio hombre/mujer, y cuyos cuerpos difieren de los cuerpos ‘femeninos’ y ‘masculinos’ estándar”. Se trata de crímenes vinculados a prejuicios o reacciones negativas frente a esas expresiones que no son heteronormativas. La violencia por prejuicio no funciona aislada, sino en base a una complicidad social y a un contexto determinado (una trama educativa, cultural, religiosa). Quienes la perpetran buscan “castigar” a esas identidades y otredades con altos niveles de saña y crueldad.

El mismo día que la OMS quitó a la transexualidad de su catálogo de enfermedades, la Justicia argentina dio a conocer una sentencia histórica. Fue en el juicio por el travesticidio de Diana Sacayán, la activista travesti y defensora de derechos humanos, creadora del cupo laboral travesti-trans (hoy un proyecto de ley a nivel nacional), impulsora de la Ley de Identidad de Género y de otras tantas iniciativas emancipadoras, asesinada en octubre de 2015 en su propia habitación, en el departamento del barrio porteño de Flores, donde vivía.

El fallo del Tribunal N° 4 condenó a Gabriel David Marino a la pena de prisión perpetua como coautor del delito de homicidio calificado por odio a la identidad de género y por haber mediado violencia de género. Fue la primera vez en la historia argentina que la Justicia escuchó las voces de las personas travestis y trans, pero no como víctimas de causas armadas por la policía sino para contar las múltiples aristas de la violencia estructural con la que conviven y contra la que Diana luchó.

En pleno juicio, a pedido de la querella familiar encabezada por la abogada Luciana Sánchez y liderada por el hermano de Diana, Say Sacayán, la antropóloga y activista muxe (una identidad de género milenaria) Amaranta Gómez Regalado viajó desde el istmo de Tehuantepec, en Mexico, para dar una clase magistral como testigo experta. En la sala de audiencias, Amaranta habló de identidad de género, política, cultura y violencia. De cisgénero como categoría hegemónica y de binarismo de género, y del castellano esquizofrénico, donde pareciera que no hay un tercer género o espacio que sí existe en la lengua zapoteca, que tiene artículos que no refieren ni a masculino ni a femenino. “Hay que asumir que existe un tercer espacio, sin encajonarlo”, dijo Amaranta, y recordó que en México, Canadá, Panamá, en la Polinesia, Fiji y la India, y en la cultura navaja de Estados Unidos, existieron identidades trans y/o no hegemónicas vinculadas a cosmogonías indígenas, preexistentes al proceso colonial.

La sentencia dice textualmente, varias veces, “travesticidio”, dice “violencia estructural”, y también dice “patriarcado”. Cita definiciones de Judith Butler, Michel Foucault y Rita Segato. Habla del cuerpo como entidad social, cultural y política, donde la sociedad patriarcal deposita estereotipos y ejercita relaciones de poder naturalizadas, porque es en el cuerpo, dice el fallo, donde se reproduce la asimetría de poder en las relaciones.

¿El futuro es no-binarie?

A pesar de los avances en la visibilidad de las identidades no hegemónicas –que abarcan un rango muy amplio, desde el ámbito judicial a la posta cotidiana del lenguaje inclusivo, tomada con fuerza por las nuevas generaciones–, la lucha contra la heterenorma se juega en el minuto a minuto de un modo más descarnado y violento que lo que muestran algunos medios de comunicación.

En aquel número de National Geographic, titulado “La revolución del género”, se eligió –en la edición para suscriptorxs– poner en portada, justamente, a una niña trans. Las infancias no binarias están tomando mayor protagonismo y desde el activismo se dice que es ahí donde radica el futuro de la lucha. Pero la integración de estas identidades está lejos de ser una realidad. Tanto en la cultura popular como en los ámbitos educativos y de salud, donde lxs cuerpxs diversxs no están contempladxs.

Gabriela Mansilla, la mamá de Luana –la primera niña trans argentina en obtener su DNI tras la sanción de la Ley de Identidad de Género– y fundadora de la organización Infancias Libres de Violencia y Discriminación, da algunas pistas acerca de cómo avanzar. “La lucha con lo binario y el estereotipo es todo el tiempo, día a día, en todos los espacios. Es urgente habilitar, integrar, asumir, nombrar, enseñar, explicar lxs cuerpxs disidentes. Hay que escuchar al niñe. Hay que mirarlo a los ojos y preguntarle: ¿qué necesitás? ¿Qué sentís? ¿Qué es lo que te está pasando? ¿No te gusta el pantalón? ¿Querés una pollera? ¿Cómo querés que te nombre? ¿A qué querés jugar?”.

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