Ya en 2009, observaba con preocupación la urgencia del tema, que no era advertido en toda su magnitud. Según datos de la ONU, el uso global de agua se ha multiplicado por seis en el último siglo y aumenta a un ritmo constante de 1% anual, debido principalmente al desarrollo económico, al crecimiento demográfico y al cambio en los patrones de consumo. A esto se le suma el cambio climático que afecta y pone en peligro el acceso y disfrute del derecho humano al agua. Se estima que unas 2200 millones de personas carecen de agua potable, que 4200 millones no tienen acceso a un sistema de saneamiento adecuado y que el 80% de las enfermedades en los países del tercer mundo se origina a raíz del consumo de agua en mal estado.
Como podrá percibirse, la falta de agua es, además de una tragedia, un tema político y económico. El Acuífero Guaraní que la Argentina comparte con Brasil, Uruguay y Paraguay es una de las reservas subterráneas más importantes y prenda de las grandes potencias, EE UU entre ellas, que intentan ubicar estratégicamente tropas alrededor del acuífero bajo otras excusas. En cuanto al negocio del agua potable, en 2009 el presidente ejecutivo del grupo Suez, el francés Gérard Mestrallet, declaraba: “El agua es un producto que normalmente debería ser gratuito, y nuestro oficio es venderlo». Y agregaba “Es un producto eficiente, ya que nadie puede prescindir de él por mucho que se encarezca”.
En el proceso de investigación, encontré dos gemas que le dieron sustancia a la obra: el libro Las guerras por el agua de Elsa Bruzzone y el documental Sed, invasión gota a gota de Mausi Martínez. Luego vino el desafío de escribir el texto dramático. Allí construí una ciudad futura (pero no tan futura) donde el mundo está en guerra por el agua potable, donde el doctor Mestraler descubre un novedoso instrumento para desalinizar el agua: el cuerpo humano. En esa ficción, el Consejo Mundial de Water Unidos controla un laboratorio-lagers donde mujeres y hombres, conectados a máquinas, corren sin parar sobre una cinta para desalinizar el agua y volverla potable. No pueden parar de correr: de eso se encargan los burócratas de la multinacional que monopoliza el manejo del agua.
Osvaldo Bayer ha dicho que Memorias del agua “refleja el sistema egoísta que nos está destruyendo”. En efecto, la obra intenta, en tono de sátira, trascender el planteo meramente ecologista para dejar ver también la explotación del hombre y las perversas relaciones de poder entre superiores y subordinados. De allí que ese laboratorio futurista tenga un modo de producción similar a la mecánica de un campo de concentración, el horror de la explotación parece estar justificado bajo el pretexto de la eficiencia, donde termina siendo preferible ser explotado a no servir, a ser desechado y estar fuera del sistema. Seres humanos que forman parte del engranaje de un sistema social y económico que, a su vez, los descarta cuando ya no funcionan. Siempre habrá otros que los remplacen.
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