"Todos lo hacen y vos lo harías, sobre todo porque te lo pedirían los hinchas", me dijo un dirigente en estos días sobre la rosca arbitral, ya completamente aceptada y naturalizada por cualquier club. Y es cierto, ningún hincha dejaría ese punto librado al azar porque el mundo funciona de esa manera.
Estos dilemas no son nuevos, vienen con el fútbol aunque profundizados con la hipérbole de la rivalidad, el tiroteo constante de redes sociales, los debates en loop en las cadenas deportivas y el griterío colándose entre la información. Son tiempos más intensos para todo, también para el hinchismo. Esta cuestión ha sido tema de conversación en grupos de WhatsApp de amigos, amigas, gente de la cancha, familiares, y no siempre genera consenso. Está el hincha que sí, que admite que no quiere ver a su rival feliz ni siquiera de manera circunstancial –aunque en el fútbol sabemos que lo circunstancial puede ser eterno– y el hincha que expone su orgullo, la grandeza de su equipo –la historia– y repite eso de que siempre pero siempre quiere ver a su camiseta ir al frente.
Hay una palabra en alemán que sirve para designar la alegría frente a la desgracia ajena, frente a la infelicidad del otro, un adversario. Es schadenfreude. Y no tiene nada que ver con el fútbol. Pero en el fútbol tiene una lógica competitiva donde la derrota de tu rival también es tu propia acumulación. Existe el hincha de River que diga que no le importa, pero es lógico que aparezca el que diga que no quiere ver a Boca ganando un torneo detrás de otro en el año. La medición de títulos es la maratón de la rivalidad en el fútbol, medirse con las vitrinas. Independiente lo suele hacer con Racing cuando muestra su colección de copas internacionales. Y Racing le cuenta a Independiente sus veinte años sin campeonatos locales. Son discusiones que flotan todo el tiempo y que llegan hasta la cantidad de socios o la venta de entradas.
En estas horas presencié discusiones en donde un hincha le decía a otro que había límites, que no se podía desear la derrota propia para ver sufrir al rival. Apelaba al buen fútbol, a la competitividad, también a la ética deportiva. Pero al rato te celebraba el ganar como sea, mucho sticker de WhatsApp, mucho hay que salir campeón y no importa cómo.
Por eso mismo, esos juicios morales tienen una trampa cuando te pone frente a tu propio equipo y tu propia conveniencia. No es que no existan hinchas impolutos, pero siempre es más sencillo ver la corrupción ajena. Pasa todo el tiempo con los arbitrajes. Los hinchas se quejan si les fallan en contra pero les reclaman a sus dirigentes que manejen el tema, que muevan, que tengan peso en la AFA. Hay demasiada hipocresía.
«Todos lo hacen y vos lo harías, sobre todo porque te lo pedirían los hinchas», me dijo un dirigente en estos días sobre la rosca arbitral, ya completamente aceptada y naturalizada por cualquier club. Y es cierto, ningún hincha dejaría ese punto librado al azar porque el mundo funciona de esa manera. El fútbol es un deporte de once contra once y todas las circunstancias que lo rodean: quién es el árbitro, quiénes van al VAR, a qué hora se juega, dónde, qué día, cuánto hay de descanso, cuántas fechas le dieron a un jugador, cuánto adicionan, cuánto le habla el capitán al árbitro. En el fútbol argentino ahora hay que darle la bienvenida a las casas de apuestas y a los partidos sospechados. «Mierda total», lo describió el investigador canadiense Declan Hill, autor de The Fix, un libro sobre arreglos.
¿Entonces da todo lo mismo? No da todo lo mismo. Pero entre todas esas capas elegimos creer que hay algo del fútbol –del juego, de lo más genuino– que siempre se impone. Y que siempre se guarda una sorpresa. En eso el fútbol parece un deporte indestructible. Es la construcción de esperanza permanente. O es que seguimos adelante, también, porque nos sentimos parte de todo eso, incluso de sus miserias.
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