Hoy nada se sabe de la estridente denuncia que estará durmiendo el sueño de los justos. Aunque conserve tratamiento administrativo, políticamente no tiene ninguna relevancia en un país en el que toda justicia es política.
A principios de mayo de este año, los senadores del Frente de Todos votaron un proyecto de declaración para que el ministro Martín Guzmán no le pague al FMI y al Club de París con los Derechos Especiales de Giro (DEG), los recursos que va a enviar el organismo a los países miembro para hacer frente a los efectos de la pandemia. La proclama proponía “impulsar la suspensión de los pagos por capital e intereses con el FMI y el Club de París, mientras se extienda la emergencia sanitaria”. Y denunciaba que el Fondo violó sus propios reglamentos porque facilitó el financiamiento de la fuga de capitales para enriquecer a un “puñado de poderosos”. También explicaba que el mayor préstamo de la historia del Fondo fue una decisión política deliberada para garantizar la reelección de Macri. Y sentenciaba que la “finalidad de este gigantesco endeudamiento impagable es tener a la Argentina encadenada por años a la supervisión y auditoría del FMI”.
Finalmente, en la presentación de candidatos del Frente de Todos para las elecciones legislativas, la vicepresidenta Cristina Kirchner explicó que el país no va a poder usar los DEG para paliar los efectos de la crisis (como van a hacer el resto de los países) porque deberán utilizarse para pagar deuda. Ni siquiera es una imposición formal del FMI que en una explicación publicada en su página web informó que la emisión de DEG “brindaría apoyo de liquidez a muchos países en desarrollo y de bajos ingresos que están luchando, permitiéndoles pagar por la atención médica y apoyar a las personas vulnerables”.
Se le atribuye al novelista estadounidense Francis Scott Fitzgerald la frase que dice: “La prueba de una inteligencia de primer nivel es la capacidad de tener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo y seguir manteniendo la capacidad de funcionar”. Algunos periodistas calificaron el giro (del gobierno en general y de Cristina Kirchner, en particular) como la muestra más palmaria de “pragmatismo”. Sin embargo, aquella flexible corriente filosófica que tuvo a Charles Sanders Peirce o a John Dewey entre sus máximos exponentes nunca llegó a tal separación entre discurso y realidad. Porque en el terreno del pensamiento se pueden tener uno, dos o mil ideas contradictorias, pero en la práctica (valor supremo, según el pragmatismo) las consecuencias son muy distintas cuando es tan grande la desconexión entre las palabras y las cosas.
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