El boliche de la playa de los botes huele a fritanga y a birra. El flaco tiene rulos aclarados por el sol, la piel tostada por todos los veranos, dedos gastados por las cuerdas de la viola. Todos los atardeceres está ahí y mientras el sol se guarda en el horizonte del este uruguayo, frente suyo, indefectiblemente redondea su breve concierto con «Escaleras al cielo». Después su gorra desbordará de monedas y algunos billetes. Pero esa tarde fue diferente…
«Pues yo te escribiré, yo te haré llorar. Mi boca besará, toda la ternura de tu acuario…».
Esa tarde se había conocido la noticia de la muerte de Luis Alberto Spinetta. Esta semana se cumplieron siete años. Fue el 9 de febrero, a poco de cumplir los 62. Casi la edad de quien firma esta evocación, siempre injusta por exigua y fugaz. Este hombre que se enteró de la jodida noticia por aquel muchacho de la guitarra en la playa. Y que tuvo la pulsión de repasar de inmediato el altar de quienes lo guiaron musicalmente por ese mundo adolescente, como respetados primos mayores. El Flaco, Charly, Baglietto, León, Serrat, Ian Anderson, Mercury, Zappa, Piazzolla, el Polaco. Mezcla extraña, heterogénea, demasiado setentista vista con el correr de tanto tiempo.
«La brisa de enero, a la orilla llegó. La noche del tiempo, sus horas cumplió. Y al llegar el alba, el carozo cantó, partiendo al durazno, que al río cayó».
El Flaco hablaba sobre la vida, la libertad y sus riesgos. Él especialmente ponía a andar el recurso de sacudir la cabeza, de requerir una reflexión más profunda, tal vez como años después, con parecida dualidad, propondría el Indio: melodías que sacudían la piel y letras con elevado condimento críptico. Algunas llanas, mundanas, otras decididamente herméticas. El Flaco hablaba del «bocho abierto» (como Charly de «abrir la mente»). Susurraba con su voz de arrorró, a la vez que imponía el bucear en sus lecturas de Artaud, Foucault, Jung, Castaneda, Jung, Bataille.
«Alga, dado, cielo, riel, Estalactita, mirador, corazón, Hombre, rayo, felpa, sed, Extremidad, insolación, parecer, Clavo, coito, dios, Temor, mujer, por…».
El Flaco exigía. Mientras se reinventaba continuamente desde haber sido uno de los pioneros del rock en español, a ese sofisticado y sintético ejecutor-rocker de algún momento. El introspectivo y el extrovertido. El jazzero, el tanguero, el clásico. El beatle y el surrealista. El acústico y el eléctrico. El pegadizo y el lisérgico. El masivo y el elitista. El poeta que describía «mares de algodón». Aquí, A 18′ del sol o en Bajo Belgrano. Cualquiera: el del Jardín de los presentes, El Valle, Peluson of Milk, Mondo di cromo, La la lá, Almendra, Alma, Tester… Uf, la recorrida es abrumadora. Jamás se quedó quieto, provocador. Desafiaba a volver a entenderlo, una vez más en cada disco.
«Nunca me oíste en tiempo, siempre tuviste un poco de miedo».
Tal vez pisando la injusticia de seleccionar apenas un lapso de su vida, el Flaco era el que le silbó a su hijo Valentino la 9ª de Beethoven. El que creó «Maribel», un tema conmovedor que la leyenda trocó en una dedicatoria a desaparecidos. El que pergeñó una canción de culto, «Cantata de puentes amarillos», hurgando en cartas de Vincent van Gogh a su hermano Theo. El hijo del cantor amateur de tangos y milongas pampeanas con el seudónimo Carlos Omar. El adolescente que escuchaba rumbas y mambos, fanático de Louis Armstrong, Jeff Beck, Elton John y Los Beatles. El militante de Jaen y su guevarismo («El Che era un personaje cargado de sangre y erotismo»). El futbolero, mal jugador, hincha de River, el «la bengala perdida». El estudiante de Bellas Artes que dibujó la tapa inoxidable del hombre con la remera rayada y la fecha en la cabeza que ilustró el primer LP de Almendra, que en abril cumplirá medio siglo. Su primer tema, el de Pototo, los cumplió en octubre. El tipo que inventó la forma deforme del álbum Artaud, que jamás calzaría en los anaqueles de discos.
«No te busques más en el umbral, para que sepan la forma de tu alma».
Pasaría luego mucho tiempo. El ídolo mutó en leyenda. Todo un símbolo, un hito inolvidable: necesitó de un recital de más de cinco horas en Vélez con «las bandas eternas» para redondear su propia selección de 40 furiosos años. Ya faltaba poco. Ya acababa de fumarse su vida. Un día gris, el Flaco le dio una entrevista íntima a uno de sus escasos periodistas confidentes. Dos horas emitidas por un canal de cable. Una reliquia en VHS para atesorar como un alma de diamante.
«Las uvas viejas de un amor en el placard, son esas cosas que te están amortajando».
Circula la cinta. El Flaco, muy flaco. Toma mate. Se acomoda una y mil veces los anteojos en ese rostro siempre enjuto y, si no rasguea, revolea las manos para acentuar cada respuesta. Entona «Hiedra al sol», y otra vez, estremecimiento, escalofrío, emoción. Como «Barro tal vez», o «Credulidad», «Iniciado del alma» o «Los libros de la buena memoria», «Cantata de puentes amarillos», o «A esos hombres tristes», o tantos, tantos… La lágrima vuelve a brotar de aquel tipo de la remera rayada…
«Tengo tiempo para saber si lo que sueño concluye en algo. No te apures ya más, loco, porque es cuando las horas bajan, el día es vidrio sin sol».
El juglar charrúa, esa tarde, no permitió que nadie lo recompensara con billetes por sus canciones. No frenó su rasgueo por horas, hasta que enjuagó su desasosiego con un chapuzón en el mar. Tocó y tocó canciones del Flaco, tributo personal, íntimo, profundo. Cada tanto, la emoción lo desbordaba, pero no dejaba de cantar…
Sólo se permitió dos sonrisas. Cuando entonó «Plegaria…»: «Que nadie, nadie despierte al niño, dejenló que siga soñando felicidad, destruyendo trapos de lustrar, alejandosé de todo mal…».
Y al final, cuando él también se durmió con «Maribel…»: «Dicen que no lleva ningún papel, vamos ya, vamos ya, vamos porque viene y porque no está. Y al partir sentirás una brisa inmensa de libertad». «
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