Cada vez que la miramos, el camino de esa pelota se hace más estrecho, Chelo Díaz tarda cada vez más en pararla, en apuntar al hueco, su tranquilidad se convierte en nuestra angustia. Pero nunca falla, sólo que el fútbol es un generador de ilusiones, es lo que pasa en la cancha y también lo que imaginamos, un territorio dispuesto de manera permanente a las ucronías. ¿Qué hubiera pasado si Walter Montoya no insistía? ¿Y si Darío Cvitanich no aguantaba hasta tirar el centro atrás? ¿Y si Lolo Miranda no ojeaba que a su espalda llegaba una camiseta de Racing? ¿Y si Alan Franco cerraba las piernas?
Pero esas preguntas dispuestas a la fatalidad ya no son un patrimonio de Racing, ya no forman parte de su identidad. La desgracia fue ahuyentada de tal modo que una vez que Gabriel Arias y Leonardo Sigali, el arquero y el central, se fueron expulsados, lo que prevaleció entre los hinchas, más que el lamento y la bronca, fue una sensación de épica, un vamos que lo ganamos con nueve. Lo escuché en la tribuna, el sector de la puerta 25, lo que llamamos la exvisitante, durante los 40 minutos que transcurrieron entre la segunda roja y el gol de Chelo Díaz. Un manto de energía positiva, sin puteadas a los propios, sin el murmullo autodestructivo, en una actitud que hasta ese domingo no era mayoritaria. Hasta ese domingo, el domingo de la deconstrucción.
Más que hinchas en estado de nervios, que también lo éramos, parecíamos budistas abrazados al mandamiento del vaso medio lleno. Dos expulsados, el arquero suplente a cargo, el ídolo ya sin aire que se tiene que ir, el central con el hombro dislocado que vuelve con un brazo inmovilizado, enganchado su dedo gordo en la remera, todo parecía un plano secuencia de la película 1917. El contexto incluía al técnico, Sebastián Beccacece, que estaba alineado del lado de enfrente hasta hacía unos meses, y una escena que terminaría como sticker de WhatsApp: Chelo Díaz sacando un tiro libre mientras se comía una banana en medio de la cancha.
Lo que se imponía era que todo sería mejor. Un poco exagerado en ese lugar de la tierra, la cancha, donde somos más bien salvajes, pero tan necesario para la historia de un club que pasó casi cuatro décadas entre tempestades. Hace mucho tiempo que Racing es otra cosa a lo que vivimos los que tenemos 40, los que tienen 50, y a lo que padecieron los que tienen más de 60, que llegaron a ver los momentos más dulces, con el climax del Equipo de José. Sólo había que darse cuenta, dejar de ser los hinchas de la resistencia para ser los hinchas del goce, los del traigan vino, juega la Acadé. Ese es el camino de la deconstrucción. En los últimos cinco años, Racing ganó dos títulos y una copa local, se clasificó a copas internacionales como no lo hacía antes, le ganó a Independiente los partidos más trascendentes, ordenó sus cuentas, y estabilizó una vida institucional y política que tiene internas y tensiones porque nunca nada es fácil cuando hay disputa de poder.
Pero, sobre todo, Racing generó un sentido de pertenencia, su gran capital simbólico. De su predio de inferiores saca jugadores de selección, los que se van como Lautaro Martínez llevan el orgullo a la distancia, los que vuelven como Diego Milito y Lisandro López salen campeones. Si Milito fue la vuelta de campana, Lisandro fue la confirmación del todo. Son el poster de este tiempo. Jugadores –ahora uno de ellos dirigente– que aman al equipo como hinchas pero que a la vez son ídolos austeros, racionales, de los que piensan el club a largo plazo. Racing es el equilibrio entre el grito furioso de Milito en el gol contra Independiente y el dedo en la cabeza rapada de Lisandro.
En ellos se confiaba durante los días previos al clásico en mis grupos de WhatsApp de Racing, como Santa Fe y Banda 25, y que mientras caminamos por Colón hacia el auto después del partido rebalsan de selfies y felicidad. Seguirán los días de los memes, los de ver mil veces el gol, las imágenes de la tribuna, quedarse a procrastinar con la repetición del partido de madrugada, una intensidad que sólo se tiene cuando se sale campeón. Once contra once, lo del domingo pudo ser un partido más, un clásico más que achicaba un historial favorable a Independiente, pero ganar con dos jugadores menos lo llevó a otra dimensión. Anuló las diferencias. La subjetividad del fútbol permite esas cosas. River olvidó un descenso con la final de Copa Libertadores contra Boca. La justicia histórica llega de muchas formas, a Racing le llegó después de cuatro décadas con nueve jugadores en la cancha, convertido en un coliseo romano, una heroicidad de otro tiempo.
Las identidades no se construyen o se reconstruyen en una semana. Son procesos que avanzan lento, a veces con retrocesos, otras con aceleraciones. Hasta que llega un día en que algo lo despierta y lo clarifica. A Racing, el campeón vigente, le llegó un domingo de febrero. Una generación de hinchas de veintipico ya lo sabía, ya vivía ese Racing. También adolescentes o niños como mis hijos. El domingo de la deconstrucción no pude ir con ellos a la cancha. Todavía me duele. Pero además de mis compañeros de siempre de la tribuna, los de los viajes, los de las previas, me acompañó Natalia, una amiga antifútbol a la que si la dejás te tira abajo cada estadio del país. Nati, la gitana Dopazo, cantó canciones, se emocionó con la marcha peronista de la acadeee y la acadeeee, se cayó en el gol y se fue escribiéndole un WhatsApp a su papá:
–¿Por qué nunca me llevaste a la cancha? Hoy fui al primer partido del resto de mi vida.
Esto es Racing, decíamos siempre. Y lo decíamos con la impotencia ante la adversidad. Pero el esto es Racing se convirtió en su contracara. Si que te empaten en el último minuto era muy Racing, tan Racing, quizá desde ahora lo es ganar pese a todo. Ser felices. Eso es muy Racing.
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