Por Roberto Caballero, periodista
El comienzo parece un texto de Walt Whitman: «Los brotes verdes que se habían evidenciado en agosto, y que habían ilusionado al gobierno, se esfumaron en setiembre. El Indec informó ayer que la actividad económica cayó en el noveno mes del año 0,8%, respecto del mes anterior y 3,7% frente a igual mes de 2015». En la nota interior, titulada «Se evapora la ilusión de un repunte de la actividad económica», la periodista Florencia Donovan, suma adjetivos a la decepción: «Los gélidos datos de setiembre que anticipaban las consultoras quemaron cualquier ilusión de recuperación de la actividad en el tercer trimestre del año ( ) La economía termina por anotar su quinto trimestre de recesión. La recuperación tan anunciada por el gobierno no sólo no llegó, sino que hay quienes se cuestionan ahora si llegará antes de fin de año ( ) Ayer además se conoció que índice de Confianza del Consumidor cayó en noviembre un 27,5 respecto del mismo mes del año pasado».
En la misma página, a una columna, puede leerse: «Cayó la facturación de restaurantes, súper y jugueterías: la recesión pega en todos los rubros de la ciudad de Buenos Aires». Es La Nación. No es un diario K. Ni el zócalo de C5N. Es el mal humor, el dolor hecho nota en una de las brújulas ideológicas del bloque de poder concentrado que llevó a Mauricio Macri a la presidencia. Como si comenzara a despedirse, ya no del periodismo oficialista, sino del estado de exaltación refundacionista que lo atravesó todo este tiempo. Un golpe duro, se ve. El gobierno está fracasando en el único rubro donde, se suponía, sabía algo: el mundo de la economía y las finanzas.
Los objetivos estratégicos no cambian: baja del costo salarial y aumento de la productividad vía flexibilización. Pero pareciera darse cuenta ahora La Nación, y su selecta audiencia de empresarios, inversores y cuadros destacados del Partido Judicial, que hay zonas donde el macrismo hace agua y no logra los resultados pronosticados. Las batallas contra «el populismo» no generaron nada mejor que «el populismo», y la sociedad comienza a saberlo. El mundo, claro, tampoco ayuda: la globalización financiera, que Macri y sus asesores creían indetenible, entró en un cono de incertidumbre definitivo. Estados Unidos se volvió proteccionista y el libre mercado hoy es defendido por la China comunista. Para mentes esquemáticas, incapaces de asumir que la incertidumbre es lo único permanente desde el crack del 2008 a escala planetaria, el efecto es demoledor, como lo fue para los comunistas la caída del muro en 1989. La desorientación cunde. Y la desorientación, con falta de ideas y grandeza, pasa a ser un problema doblemente grave.
Nada le reconocerán al kircherismo pasado, para las elites locales era puro relato y megalomanía, se sabe, pero nadie explicó mejor hacia dónde estaba girando el mundo que Cristina Kirchner. Una y mil veces, ante auditorios colmados de dirigencias empresarias y sindicales extirpadas de vocación por el bien común, la ex presidenta expuso cuáles eran los desafíos de un mundo cada vez más cerrado y multipolar, y los riesgos de la financiarización de la economía a escala global. La pelea con los buitres no era un capricho, ni siquiera una actitud de obcecación soberana, era cerrar la puerta al nuevo endeudamiento y fortalecer la economía ante una realidad volátil. ¿Alguien puede jurar que Thomas Griesa será el mismo con Donald Trump en la presidencia? La defensa del mercado interno tampoco fue una obsesión irracional: era cuidar la reserva última de actividad y consumo de los trabajadores y de las empresas.
Cristina lo pudo hacer. Rodeada de las mismas dirigencias que hoy rodean a Macri y comienzan a mirarlo como un audaz que increíblemente llegó a la presidencia con un plan inaplicable. Deberán hacerse cargo. Ellos ayudaron a demonizar al kirchnerismo y a inventar un jefe de Estado hoy envuelto en un ideologismo paralizante, carente de perspectivas útiles, casi una mala copia de sus imitadores. El lobby devaluador que encabeza el massista Roberto Lavagna es parte del malestar. O, mejor dicho, del discreto desencanto de los que le votaron todas las leyes al oficialismo, dando por válidos todos sus presupuestos (que iban a llover inversiones, que en el segundo semestre no habría inflación, que los brotes verdes comenzaban a verse) y ahora toman distancia porque advierten que se trató de un espejismo: devaluar no es otra cosa que solucionar el descalabro económico y financiero generado en once meses con una bomba neutrónica que mate de una vez todo lo que se mueve. Pero cualquiera sabe que la humanidad no es el fuerte de los economistas neoliberales, sea en su variante más recalcitrante (Espert) o en la falsamente keynessiana (Prat Gay, Lavagna). Cuando hablan de devaluar en realidad están queriendo decir que al ritmo de endeudamiento que tomó este gobierno va a hacer falta un shock que licúe el déficit (triplicado) y la deuda. Como en el 2002. Porque lo que están viendo es que se hace lo mismo que antes del 2001. ¿Y si se hace lo mismo, qué es lo que puede pasar? Algo idéntico. Más temprano o más tarde.
Asistimos a un desgobierno en lo económico, con varios ministros de Economía a la vez, con un gabinete que no arranca en ninguna de sus áreas, que administra mal lo que estaba bien y empeora lo que estaba mal, sin política y zamarreado corporativamente por los cuatro costados. El sindicalismo ayuda más que ningún otro factor de poder por estas horas. Parece mentira: los que pataleaban por el Impuesto a las Ganancias son ahora los dadores de gobernabilidad de Macri, casi su columna vertebral. Días pasados, un gordo de la CGT lo expuso sin rodeos: «Estos tipos son un desastre. Tienen internas que entorpecen la gestión, vayas al ministerio que vayas. Nosotros se lo dijimos a Triaca y él le echa la culpa a Sturzzenegger. Hablás con Sturzzenegger y le echa la culpa a Prat-Gay. Un desastre. Mirá que le pusimos garra, nosotros. Pero en marzo o abril vas a tener el primer paro general. Es inevitable. Un año le dimos.»
Con más de 30 años al frente de su gremio, la fuente trató de explicar por qué sostuvieron el modelo y a Macri: «Nos ayuda en la interna del peronismo, que es un kilombo. Esa es la verdad. La Señora (CFK) no nos atendía, no nos daba nada, ahora al menos nos atienden. Con Macri destrabamos el tema de las Obras Sociales, volvimos a la mesa donde nos escuchan. Nosotros tenemos dos enemigos: la ultraizquierda y el kirchnerismo residual. La alianza con Macri es natural.» Lo dice un aplaudidor hasta no hace mucho de la ex presidenta en Casa de Gobierno. Pero saben que la alianza no es eterna, con nadie lo es: «El futuro del peronismo es Massa. Y a Vidal la vamos a traer para este lado, ya tiene peronistas en su gabinete. Esa es más viva que Macri». ¿Vidal con los gordos de la CGT, con el «peronismo feudal» que trabó la reforma política que ella misma había pedido? Nada es imposible en la cabeza del interlocutor.
Cuando habla de la protesta social, le cambia el rostro: «La gente está mal. Esto no da para más. Son unos improvisados, buena gente, eh Pero no entienden nada. ¿Por qué te creés que armamos con los movimientos sociales? Para contener el asunto. Esto se desmadraba. Toda esa gente podía terminar siendo base de maniobra de la ultra o el kirchnerismo. Ahora conduce la CGT. Los dejaron entrar a la Casa de Gobierno. Aprenden rápido. Se llevaron algo. La paz social nunca es gratis.
El macrismo nunca debe haber imaginado que dependería de la CGT en estos términos y que La Nación, desde su tapa, lo hiciera cargo de su propia desilusión. Argentina pendula entre emociones contradictorias. Del sí se puede al desencanto porque no se puede hacer todo lo que se quiere. La única persona que desafió esta realidad, vaya paradoja, el martes tiene que tocar el pianito bajo amenaza de ser detenida por la policía. Una victoria de la mala política prontuarial. Una derrota para los que se convencen cada día de que este país tiene otro futuro posible.
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