El día que la Corte perdió el juicio; por Roberto Caballero

Por: Roberto Caballero

Columna de opinión.

En estos casi 17 meses de gestión, Mauricio Macri mantuvo una lógica de gobierno coherente: arruinar lo que estaba bien de la gestión saliente y empeorar definitivamente lo que andaba mal. Tanto en la economía como en el Poder Judicial, no importa el área. Por caso, la estrepitosa caída en la consideración pública de la Suprema Corte -órgano que ya venía tambaleando desde la guerra de baja intensidad contra Cristina Kirchner por el paquete de leyes que intentó hacerles pagar Ganancias y presentar declaraciones juradas a los jueces-, se agravó hasta lo inimaginable el día que los cortesanos sobrevivientes aceptaron que dos de sus nuevos integrantes fueran designados por Macri mediante decretos de necesidad y urgencia, ignorando el mecanismo previsto en la Constitución Nacional. Es decir, todos aceptaron un procedimiento viciado de nulidad, a propuesta del Ejecutivo. Que luego el Parlamento maquillara la voluntad colonizadora del oficialismo no redime ni a los dos abogados que aceptaron entrar por la ventana (Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz), ni a los antiguos miembros que acataron lo que no debieron acatar (Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco, Guillermo Maqueda), ni a los senadores arriados por Miguel Angel Pichetto, que tiñeron de legalidad lo que a todas luces fue un asalto autoritario y –ahora vemos- desvastador sobre uno de los tres poderes del Estado. 

El escandaloso fallo del “2×1” no hizo otra cosa que profundizar la degradación. Confirmó que la llegada de Rosenkrantz y Rosatti respondía a un propósito inconfesable. Que no era garantizar la imparcialidad ni la autonomía de la autoridad más alta en asuntos de constitucionalidad del país, sino la de generar una nueva mayoría automática al estilo de la existente en los tiempos de Carlos Menem, que blindara con algún viso de institucionalidad aparente las reformas jurídicas estructurales del gobierno de Cambiemos llamadas a acabar con la lógica expansiva de los derechos ciudadanos, herencia del “régimen populista” tan denostado por el nuevo poder inaugurado el 10 de diciembre de 2015. Ni Rosenkrantz ni Rosatti saben, por caso, de derecho penal, pero conocen de sobra lo que Macri quiere y estuvieron dispuestos a dárselo con el caso Muiña, cuya sentencia –suerte de amnistía encubierta para los responsables de crímenes de lesa humanidad- derivó en un torbellino de denuncias y avivó el rechazo transversal de casi toda la sociedad expresada en una multitudinaria marcha que desbordó la Plaza de Mayo. 

El grotesco “operativo despegue” del gobierno llegó muy tarde, recién después de leer las encuestas. Porque los funcionarios oficiales dejaron las huellas digitales en el asunto desde el día uno de la nueva administración. No basta con sacrificar mediáticamente ahora a los cortesanos adictos. La autoría ideológica del fallo, desde la foja 1, es rastreable y lleva a Balcarce 50 como a ningún otro lado. El negacionismo del círculo presidencial más estrecho, verificable en la discusión sobre el número de desaparecidos; las apelaciones del jefe de Estado tendientes a bajarle el precio al genocidio, el retiro del Estado en su papel acusador en las causas por delitos de lesa humanidad más calientes, el destrato y la desfinanciación a los organismos de derechos humanos y los programas y secretarías que garantizaban una política de Estado reconocida internacionalmente, la voluminosa pauta publicitaria pública que salió a sostener a los comunicadores amigables puestos a reflotar la teoría de los dos demonios, el acogedor recibimiento brindado a los familiares de los represores en el principal despacho del Ministerio de Justicia y hasta el pedido de Claudio Abruj a la CIDH para que los recibiera, no deja duda sobre la paternidad política de una sentencia horrible que movió los cimientos de la Argentina democrática como no ocurría hace 15 años. 

Pero tampoco puede excusarse el presidente Lorenzetti del escándalo y la crisis. Su voto en disidencia no lo deja al margen de la crítica, simplemente lo desnuda en su habilidad para arrojar la piedra al mismo tiempo que esconde su mano. Porque cuatro meses atrás fue él mismo quien impulsó otro fallo que desacopló a la Corte nacional y sus sentencias de la revisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos prevista en los tratados internacionales incorporados a la Constitución en la reforma de 1994. Ese fallo preparó el terreno para desligarse de las correcciones o reproches con fuerza de ley del sistema interamericano antes fallos que se apartan de sus estándares, como el de Muiña, o el que podría resolver en el futuro la situación de Milagro Sala, presa política del macrismo. Por lo tanto, la descomposición de la legitimidad de la Corte y sus integrantes tiene a Lorenzetti como corresponsable ineludible, junto a Macri, aunque recelen el uno del otro. Se trata del jefe de los cortesanos cuestionados, apuntado como agitador de la batalla encubierta contra Cristina Kirchner vía carpetazos y escuchas ilegales, que se encuentra además denunciado por presunto enriquecimiento ilícito, paradójicamente, por Elisa Carrió, la principal aliada del presidente Macri, ultra-promocionada candidata de Cambiemos por Capital Federal. Lo de Highton de Nolasco tampoco ayuda a sostener la jerarquía del máximo tribunal. La extendida sospecha de que habría canjeado su permanencia en el cargo más allá de los 75 años (límite exigido por la ley madre de todas las leyes) por un voto favorable al paladar macrista enloda su trayectoria y derrama un pestilente aroma de decepción sobre toda la judicatura. La Corte no puede seguir así. Es cabeza de uno de los tres poderes del Estado. Está para dar certezas jurídicas, no para alentar impunidades a genocidas o sospechas de prevaricato. Su ejemplo, hoy, es un mal ejemplo, que dinamita la ya escasa legitimidad de todos los tribunales subordinados. Así como el pez comienza a pudrirse por la cabeza, su descomposición arrastra al sistema judicial argentino completo en la caída. Razones sobran. La llegada de Carlos Mahiques, el ex ministro de Justicia de María Eugenia Vidal, a la Cámara Federal de Casación Penal refuerza el sentimiento generalizado de colonización macrista del fuero y alimenta la idea de que la impunidad para los genocidas es un objetivo de carácter permanente y estratégico para el gobierno. Se trata del máximo tribunal penal del país que deberá resolver las apelaciones de los represores que reclamen su libertad o su arresto domiciliario. Fue designado también por decreto, como Rosatti y Rosenkrantz contra la opinión de los otros miembros de la Cámara. 

Tampoco contribuye a la credibilidad del sistema el sobreseimiento apresurado de Gustavo Arribas por el presunto cohecho en la causa Odebrecht. Se trata del jefe de los espías, acusado por un arrepentido brasileño de cobrar 850 mil dólares para asegurar el contrato entre IECSA, del Grupo Macri, y Odebrecht por el soterramiento del Sarmiento. Es un íntimo del presidente de la Nación. Vive en su casa, para más datos. Tiene a su cargo, decíamos, la inteligencia nacional, la relación con los jueces federales y las escuchas telefónicas. Si quisiera podría ayudar en cualquier investigación, también entorpecerla. ¿Qué no haría por una pesquisa que lo involucrara o llegara, de algún modo, al mismísimo presidente, su amigo? Mientras tanto, a Milagro Sala, encarcelada por motivos políticos, se le niega la posibilidad de esperar su juicio oral en libertad, bajo la excusa de que podría fugarse o perjudicar las investigaciones. Una inequidad que mina el sentido más básico de imparcialidad que el Poder Judicial deber resguardar. Esta semana, el grupo de trabajo de la ONU sobre detenciones arbitrarias, de visita en el país, confirmó que la resolución que tomó exigiendo la libertad de Sala es “inapelable” y de cumplimiento obligatorio para todos los Estados miembro. En este caso -que concita la atención internacional- el gobierno argentino está en falta. Y el Poder Judicial, en rebeldía. Resta sumar al descrédito cosechado, la foto de la Plaza de Mayo inundada de pañuelos contra el fallo pro-libertad de los genocidas que recorrió el mundo. 

La reunión de un grupo de fiscales oficialistas operando políticamente, entre ellos, Germán Moldes, para desestabilizar a la procuradora Alejandra Gils Cargó, vuelve aún más grave la operatoria gubernamental para el copamiento del Poder Judicial, o las hilachas que van quedando de él. Gils Carbó es la única funcionaria independiente, titular de un órgano extrapoder, designada por el Parlamento con estabilidad en el cargo, de quien dependen los representantes del Ministerio Público Fiscal que abrieron más de 60 causas contra funcionarios por casos que van desde la incompatibilidad de intereses a escándalos mucho más pesados como el del Correo, donde el propio presidente de la Nación y su familia se ven involucrados. A esta relación incestuosa entre intereses gubernamentales y accionar judicial partidizado podría atribuirse tanto el proceso en el Consejo de la Magistratura que busca desplazar el camarista Eduardo Freiler –impulsado por el diputado del PRO Pablo Tonelli-, como el extraño pedido del juez Ariel Lijo para recabar los mails y llamados telefónicos de la ex presidenta Kirchner en la -a esta altura- insólita causa abierta por encubrimiento en la voladura de la AMIA donde pretenden involucrarla de cualquier manera. ¿Acaso es la previa a una nueva saga mediática donde se ventilen como “intercambios mafiosos” intrascendentes mensajes de gestión? ¿Otra vez sopa en la búsqueda de demonizar a un espacio político como el kirchnerismo para neutralizar sus posibilidades electorales? Hay que decirlo, estos manotazos, por repetidos, sólo prueban una cosa: no hay nada bueno que el gobierno pueda mostrar de su gestión, por lo tanto se concentra en demonizar a sus adversarios. Es el árbol queriendo tapar el bosque. Ya cansa. 

Todos estos son fotogramas de una película sin buenos, donde Macri y Lorenzetti se llevan los papeles protagónicos, y los otros firmantes del fallo del “2×1” completan el elenco. La destrucción de la Corte como institución, la pérdida de la credibilidad en sus fallos y la crisis de casi todo el sistema judicial convertido –salvo honrosas excepciones- en un conventillo partidizado son consecuencia de su accionar, y debería alertar a la Argentina democrática y también a la republicana. Hay aroma a juicio político en el aire. Hace falta un corte a esta Corte escandalosa. Pero antes, vaya un pedido a los cortesanos impugnados. Antes de que se vayan o que los vayan, da igual, liberen a Milagro Sala. El Nunca Más también debe alcanzar a los presos por razones políticas. Vuelvan a poder mirar a la sociedad a los ojos después de tanto, tanto daño.

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