Como marginó a Venezuela, Cuba y Nicaragua, los gobiernos de México y Bolivia, además de 14 países del Caribe, no enviarán delegaciones oficiales. Argentina y Honduras también rechazaron las exclusiones. Así, hoy, de 35 naciones que conforman la asamblea, solo 13 se alinean con el país anfitrión.
Su presidente, Joe Biden, dice que actúa en defensa de la seguridad nacional y la de sus aliados, pero no le va muy bien en sus afanes. Tropieza en el “patio trasero”, le erra en oriente y solo le queda la fuerza bruta, mala consejera, para entenderse con el resto del mundo.
Mientras Ucrania le hace los mandados en una costosa guerra con Rusia, y por sus propias acciones enfrenta ahora el fantasma del desabastecimiento energético, Biden se abrió un nuevo frente en América Latina, donde la ola restauradora del conservadurismo le venía garantizando horas de recreo. En la Cumbre de las Américas, de la que le tocó ser anfitrión entre el 8 y el 10 de junio, tenía una buena oportunidad para reacomodar las relaciones multilaterales tras la funesta presidencia de Donald Trump. Sin embargo, a tres semanas de su inauguración, el encuentro que se celebrará en Los Ángeles, tierra usurpada a México a principios del siglo XIX, se convirtió ya en otro fracaso de la nunca lúcida diplomacia made in USA. Si no es a bomba y metralla, el Departamento de Estado no sabe expresarse.
Pese a que países como México, precisamente, le insistieron que no aplicara un derecho a veto que no tiene –solo es un anfitrión ocasional de la reunión– y cursara las invitaciones sin excluir a ninguno de los otros 34 países del sistema americano, Biden insistió en marginar a Cuba, Venezuela y Nicaragua. Como resultado inmediato, los 14 países de la CARICOM, la comunidad de países del Caribe, anunciaron el 5 de mayo que no asistirán al encuentro. Para dejar bien marcadas sus diferencias con Estados Unidos dijeron, además, que tampoco aceptarían la presencia de Juan Guaidó, el autoproclamado presidente de Venezuela. Ese mismo día, México y Bolivia señalaron que adoptaban idéntica actitud. Argentina y Honduras también rechazaron las exclusiones. Con tres excluidos y 16 que no irán por dignidad (19 en total), la Cumbre queda reducida a 16 participantes. Solo 16 de 35.
Estados Unidos ya había anunciado en febrero, recién iniciada la guerra en Ucrania, que no recibiría a los tres países. Lo fue repitiendo y, finalmente, Brian Nichols, el segundo del Departamento de Estado, reiteró el 12 de mayo que esa era, definitivamente, la decisión: “No invitaremos a países donde no se respeten las libertades y la democracia”. Ese mismo día, distintas dependencias del gobierno revelaron dos datos para la vergüenza de cualquier régimen. Uno: en 2021 murieron por sobredosis 107.612 norteamericanos, uno cada cinco minutos, más de la mitad por consumo de opioides sintéticos producidos dentro del país. Dos: las muertes por armas de fuego llegaron a más de 45.000 personas (35% más que en 2020), la mayor cantidad desde 1994. Hay más armas en manos privadas que población, 120,5 fusiles y armas de puño por cada cien personas.
Biden llevó al fracaso la que pudo haber sido una buena ocasión para mantener, aunque solo fuera en los papeles, un diálogo de igual a igual con sus pares americanos. Los desplantes, tan duros como el de los países de la CARICOM, México y Bolivia, le llegaron también desde el oriente. El presidente norteamericano, como lo hicieron sus antecesores, actúa con la limitación filosófica y política de no comprender que basta con mover una pieza para que cambie todo en el tablero. El mismo día que mandó al frente a Ucrania, y con su decisión arrastró a la dócil Europa, empezó a cavarse la fosa. Olvidó que todos, de un lado y del otro del Atlántico, son energéticamente rusodependientes, que no tienen ni gas ni petróleo propios para echarse a andar, y que para frenar el abastecimiento basta con cerrar un grifo.
El 8 de marzo, Biden firmó la prohibición total de las importaciones de petróleo, gas natural y carbón de Rusia. Ese día, el precio de los combustibles alcanzó su récord histórico. Entonces, salió a buscar el petróleo que, se dio por enterado, está guardado bajo tierra enemiga. Tras cuatro años de bloqueo mandó una misión a Venezuela. Se desconoce el acuerdo alcanzado, pero el presidente Nicolás Maduro admitió “un cordial encuentro de dos horas” y el mexicano Andrés Manuel López Obrador dijo que todo “se hizo en el oscurito”, y adelantó, sin más datos, que “se arregló con una empresa norteamericana para que extraiga un millón de barriles diarios”. En dos horas, Estados Unidos empezó a reconocer el fracaso de sus sanciones y la posibilidad de desandar el camino recorrido en cuatro años.
Paralelamente, dirigió las operaciones hacia el oriente, donde están los grandes de la OPEP, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos. El Wall Street Journal y, después, Bloomberg sorprendieron con la noticia de que el príncipe heredero saudita, Mohamed bin Salman, y el jeque Mohamed bin Zayer al Nahyan -desde ayer presidente de los Emiratos, en reemplazo de su hermanastro Jalifa, fallecido el viernes- habían rechazado un diálogo telefónico con Biden. Un desplante quizás nunca visto. Biden había destratado y acusado de ser promotores de horrendos crímenes políticos a ambos. Además, había anulado la venta de armas a sus reinos (ver aparte). Quizás no lo recordara. Les quería pedir, ¿rogar?, que aumentaran la extracción de petróleo, a contramano de la OPEP y de lo que ellos mismos impulsaron. Pese a las insistencias, nadie atendió el teléfono..
Clave Argentina
Antes de iniciar la gira presidencial por Europa, el canciller Santiago Cafiero envió una nota formal a los EE UU para pedir «una cumbre sin exclusiones». Ya en Berlín, Alberto Fernández afirmó en una entrevista con el canal DW en español: «Tengo pensado ir, pero le pido a los organizadores lo mismo que les pidió López Obrador: que invite a todos los países de América Latina».
La necesidad tiene cara de hereje
Arabia Saudita y Emiratos son las grandes potencias dentro de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y, en tal carácter, los impulsores de la reducción de la producción de crudo con el objetivo de llevar los precios al alza. Imposible ignorarlo. Fueron, apenas ocupó la presidencia, los blancos a los que Joe Biden degradó de hijos a entenados, negándoles la venta de armas cuando más la necesitaban: una guerra contra las milicias chiitas hutíes armadas por Irán, que se libra en el territorio de Yemen. Irán es el enemigo de Israel y del reino saudita, que es el mayor símbolo de la rama sunita del Islam.
Durante la campaña electoral contra Donald Trump, Biden cayó preso de la sobreactuación para contrarrestar los arrebatos cuasi demenciales de su rival y, ya antes de prohibir la venta de armas, acusó al príncipe heredero saudita –imposible ignorar que ante la decrepitud de su padre es quien maneja los resortes del poder– de planificar el exterminio de opositores.
Ahora, cuando ninguno de los líderes de las dos potencias petroleras mantiene diálogo con él, Biden reabrió las ventas de armamento ofensivo que rompe el equilibrio regional –con el envío de 50 aviones caza F-35, Emiratos se convierte en el primer país árabe con acceso a estas unidades de combate–, y si bien es cierto que hay casi 28.000 millones de dólares en juego, el objetivo es que la OPEP vuelva a la extracción de antaño, más petróleo menos costo. Así empezaría a recomponer las relaciones con los dos reinos, pero tensaría la soga con Israel –su aliado regional por excelencia– y provocaría un cimbronazo en el retomado diálogo nuclear con Irán.
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