Aquella fue una consigna tan importante porque condensaba muchos sentidos a la vez, permitiendo hermanar las voces de descontento y de bronca que se vivían en aquel momento, especialmente contra la “clase política”. Así, produciendo una suerte de equivalente general, pudo englobar muchas demandas y una identificación en la cual, todavía hoy, varios sectores parecen sentirse a gusto.
El “Que se vayan todos”, a pesar de ser un símbolo de la lucha social, del épico levantamiento popular o de representar la valiente efervescencia cívica, igualmente, no deja de ocultar problemas o puntos que valdría la pena cuestionar ahora que se están por cumplir los 20 años de aquel momento. Pensemos en al menos tres temas.
El primero refiere a la idea que subyacía de fondo entonces, de recrear la Nación, pero sin política. Por aquella coyuntura estaba mal visto “hablar de política”, discutir ideologías, decir que se militaba en algún partido político o incluso referenciarse en algún encuadre organizativo (como un sindicato, un grupo de protesta o parte de una corriente piquetera). Increíblemente, se llamaba a intentaba construir una nueva política y una nueva representación, pero sin discutir las diferencias, los conflictos o las luchas que podría haber entre grupos, porque la política era “mala palabra”. Como si criticar al empresariado o al neoliberalismo, solo por ser algo “político” o “ideológico”, estuviera mal.
En este mismo sentido, y como segundo punto, se decía que todos “los políticos” eran iguales: chorros, mentirosos, corruptos y parásitos. Hace poco el genial Alejandro Dolina ilustró esta situación: señaló que decir que todos los políticos son lo mismo es idéntico a cuando un analfabeto dice que todos los libros son iguales. Vale tener presente que muchos representantes de la política combatieron a la dictadura, perdieron familiares en ello o valientemente se jugaron la vida por construir una sociedad mejor. No obstante, el “que se vayan todos” parecía negar todas estas diferencias fundamentales: como si izquierda y derecha, neoliberal o peronista fueran lo mismo.
Finalmente, un tercer tema a considerar, tal vez el más importante, sea el de considerar cuál fue el rol de la propia ciudadanía en construir y avalar las políticas e ideologías que desembocaron en el 2001. Por citar un ejemplo, cuando Cavallo volvió a ser ministro de Economía en marzo de 2001, el grueso de la población lo aplaudió de pie y lo recibió como un salvador. No obstante, pocos meses después lo responsabilizaría de todos los males. Es justo preguntarse entonces, por qué la población previamente avaló las políticas neoliberales de ajuste, endeudamiento, apertura y flexibilización laboral, y luego, cuando se hicieron patentes las desastrosas consecuencias que implicaban, se quiso desentender de ello como si no las hubiera apoyado.
Ahora que se están por cumplir 20 años del 2001, es preciso volver a visitar estos temas y hacerse estas preguntas por más incomodas que sean. Ya que como se suele decir, los pueblos que no conocen ni cuestionan su pasado, están condenados a repetirlo.
Autor del libro Camino al colapso. Cómo llegamos los argentinos al 2001.
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