En el libro "Lo que nos toca" (Caballo Negro), la cineasta chilena Carmen Castillo dialoga con el filósofo Diego Tatián y el crítico de cine Alejandro Cozza, ambos cordobeses, en busca de respuestas no siempre posibles.
En sus primeras 40 páginas, Lo que nos toca funciona como una novela epistolar, género al que se suele vincular más con el siglo XVIII que con el XXI. Como en aquellas, que tienen su exponente más popular en Las relaciones peligrosas, del francés Choderlos de Laclos, la correspondencia entre Castillo y Tatián va construyendo un relato que con cada réplica va ganando en espesor y afecto. Igual que la novela de Laclos, acá también la primera de las cartas (en este caso un correo electrónico) está fechada en agosto, aunque aquí apenas son necesarios un par de meses para consolidar el vínculo entre los protagonistas. Ese detalle puede ser visto como un argumento a favor de los medios de comunicación de la era digital: ¿cuánto hubiera demorado en construirse este mismo relato si las 24 cartas que intercambian Tatián y Castillo entre Córdoba y París, hubieran dependido de los medios disponibles en 1782, el año de publicación de Las relaciones peligrosas?
Claro que la relación que surge entre Castillo y Tatián no tiene nada de peligrosa. Se trata en todo caso del inicio de una amistad que no necesita el ancla de la presencia física para existir, sino que echa sus raíces en una comunión a la que, en principio y más por comodidad que por convicción, se podría definir como intelectual. Pero que, poniéndose metafísico, más bien parece anidar en lo intangible, en una dimensión espiritual que puede adivinarse a través de las grietas que va abriendo el fluir de las palabras. No se trata de dos desconocidos cuyos caminos se han cruzado por azar. Por el contrario, el inesperado encuentro entre ambos parece confirmar la existencia del destino.
No es extraño, dada la naturaleza del vínculo, que Tatián decida comenzar su charla con Castillo citando un poema de Claudia Masin, titulado “La corteza”. En sus versos, la poeta chaqueña afirma que “es posible entrar en la infancia de otra persona” de la misma forma en que “entra la raíz de un árbol en la raíz de otro”, “troncos diferentes creciendo en un suelo común, en una misma dirección”. Dice Masin que de esta forma “se puede entrar (…) no en un cuerpo, sino en la memoria de ese cuerpo”. Ahí está la clave que Tatián elige para explicar esta fulminante amistad con Castillo: en las raíces entrelazadas de sus memorias, construidas por separado pero creciendo en un mismo suelo y en la misma dirección, haciendo surgir las mismas preguntas que, ahora sí, juntos, quizá puedan empezar a responder. De eso se trata esa conversación pública que ahora mantienen en el mundo real, solo dos meses después de haber comenzado en el universo virtual.
Castillo fue parte de la militancia juvenil durante el gobierno de Salvador Allende, fue herida por las fuerzas represivas de la dictadura pinochetista y debió exiliarse en 1974. Elementos que atraviesan y definen su obra cinematográfica, desarrollada íntegramente en el terreno documental, con películas como La Flaca Alejandra (1994), Calle Santa Fe (2007) o La Embajada (2019). En ellas se manifiesta la búsqueda de Castillo por reconstruir el pasado, ya no desde una militancia dogmática, sino desde una mirada interrogativa. Tatián considera que la potencia que motoriza a las películas de Castillo se encuentra en la capacidad de la cineasta de mantener vigentes aquellas “preguntas que es necesario no dejar morir”. Un cine como pregunta constante, como camino para ir detrás de respuestas quizá imposibles.
Su búsqueda se vuelve especialmente significativa en el marco de la sociedad chilena, que ha transitado la salida de su dictadura sin realizar nunca un proceso oficial de memoria sobre aquellos años. “Tal vez para trabajar con la memoria no se necesita tener buena memoria. Pienso que a veces es necesario olvidar y lo que uno va a reencontrar no es tal cual era, pero es una composición que ayuda a vivir”, dice Castillo en una de las charlas con Tatián y Cozza. En la primera de ellas, la cuestión de la memoria se vuelve el centro inevitable y la necesidad de recordar, de volver a configurar el pasado en tiempo presente, pero mirando al futuro, se vuelve urgente. En la segunda, Cozza ayuda a trazar un recorrido para ver de qué forma esas cuestiones van jalonando la filmografía de Castillo. En ambos casos, Lo que nos toca cumple con su cometido: transportar al lector hasta una charla de la que no participó, pero que ahora, lectura mediante, también es propia.
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