¿Dónde estamos? Apuntes sobre la escuela hoy

Por: Leandro Rubertone

Columna de opinión.

En una nota de abril de este año, Raúl Moroni resaltaba la necesidad de profundizar la formación ciudadana en las escuelas y alertaba sobre el escenario de validación de enfoques como el del Capital Humano, que ponen a la escuela en un lugar subsidiario de las necesidades del capital, dentro de un escenario de desfinanciamiento del sistema educativo. Está harto repetido que toda relación social es histórica y política, pero en la escuela es imperioso insistir sobre éste punto. La escuela es un espacio político en tanto implica una organización, atravesada por un Estado, con derechos y obligaciones. Como tal, es un espacio público, cada aula es (o debe ser) una concreción de un derecho social.

Es necesario entonces que la escuela discuta y entienda al Estado, y que se piense como institución de manera histórica y política; pero lo político excede a lo estatal. Y la escuela puede tener mucho de aquello de lo que otros dispositivos dominantes carecen: es un espacio colectivo, tiene tiempo para la profundidad y se basa en un acercamiento sensible. Y en relación a lo dicho, si lo político es lo colectivo, lo público, la organización social, entonces nunca puede ser un fenómeno meramente individual. 

En la época actual de la comunicación digital, cuando la escuela busca atravesar la contradicción entre sus funciones originales del SXIX y las pretensiones de abandonar ese perfil excluyente y normalizador, es acusada absurdamente de adoctrinar cuando, en cambio, pretender dar espacio a lo diverso y a lo heterogéneo –que siempre ha estado ahí, aunque no era visto–. El caso específico de la ESI es paradigmático, es descalificada por ser una herramienta de adoctrinamiento kirchnerista o rechazada desde una superficialidad tan extrema que ignora sus propuestas y sentidos. El movimiento entre los orígenes de la escuela y el siglo XXI no es sin dificultades ni tensiones. Ahora bien, la sensibilidad y el sentido de comunidad pueden ser valores para orientar y acompañar el proceso. Por eso decimos, es político.

Hoy más que nunca, es necesaria una reflexión respecto del sentido de la escuela. El sentido común dominante, mercantil, implica que las referencias, deseos y aspiraciones de los sujetos están fuertemente condicionadas por el mercado. Por esto mismo, la escuela tiene grandes desafíos. No es un servicio de venta, las y los alumnos no son clientes. Poner en discusión la lógica del costo beneficio, especialmente desde lo colectivo. La producción de conocimiento en un aula es individual y colectiva, se construye en grupo y mediada por relaciones pedagógicas sensibles. Y esto debe ser dicho de manera abierta y clara: comprender el contraste entre la escuela como un espacio no mercantilizado y el sentido común hegemónico, es tan importante como lo que implicaría para los peces entender que existe el agua.

Lo político es el problema y es también la vía de lucha para un cambio. En este sentido, urge incluir en la discusión, la cuestión de las y los docentes como trabajadores, en términos de condiciones de posibilidad del derecho a la educación. La preparación y el tiempo del docente deben de ser tratados en términos de política pública.

Y para esto el rol de la escuela, y sobre todo del docente, implica no subestimar a sus estudiantes. La sensibilidad no refiere a infantilizar ni se contradice con la exigencia. La exigencia, que puede generar resistencia en un inicio, o en una trayectoria, en el largo alcance es un mensaje de confianza, implica que el docente cree en el grupo. Incluso, usualmente, esto luego es reconocido. Sin exigencia, no se puede atravesar la superficie y llegar a pensamientos profundos. En este sentido, Alberto Sileoni, Director general de cultura y educación de la provincia de Buenos Aires, luego de presentar el nuevo régimen académico en las escuelas secundarias bonaerenses, y al tiempo que remarcaba la importancia de rediscutir a la escuela en su totalidad, remarcó la necesidad del acompañamiento para la exigencia. El punto es, al fin y al cabo, fortalecer el aprendizaje. Podríamos agregar la necesidad imperiosa de concebir a la escuela como experiencia valiosa en sí misma, más allá de términos utilitarios que la entienden como un momento para una adaptación futura. La escuela es también un espacio del presente.

Ahora bien, lo dicho no invita a negar la individualidad. Pero la escuela debe salir del “yo”, debe enseñar a hacerlo. Las particularidades deben ser respetadas, así como trascendidas. Y no hay que hacer trampa, el docente también tiene derecho a expresar su individualidad, es saludable que lo haga, así como debe comprender e interactuar con la del alumnado. Se debe clarificar el dispositivo escolar con el alumnado, nombrar al elefante en la habitación: existe una currícula, hay un encuadre, y hay seres humanos con sus individualidades, sus opiniones, sus trayectorias vitales. Esto no puede ser de otra manera. Hacer política en el aula no es hacer partidismo, es historizar trayectorias, es entender los contextos que han llevado a los que están allí a encontrarse en un determinado momento; es decir, es leer el mundo que rodea a la escuela, es compartir lo colectivo de habitar la escuela. No hay educación si no hay sensibilidad y ésta es imposible desde una pura individualidad. La contextualización y la historización son las vías políticas que puede permitir la profundidad de la experiencia escolar, porque nos inscriben en un sentido mayor que nuestro propio yo.

Mark Fisher marca la paradoja de que, en una época dominada por la caída de la influencia de las instituciones de la sociedad disciplinar, a las y los docentes se nos ataca demandando un ideal de autoridad y un posicionamiento a-histórico y a-ideológico –propio de los imaginarios del positivismo del SXIX-, pero al mismo tiempo, pidiéndonos que demos respuesta a los escenarios de desintegración social de nuestros días. Las mismas contradicciones que habitan en los espacios familiares parecieran insoportables dentro de un ámbito áulico. Y podría pensarse que demandas igualmente absurdas están recayendo sobre los alumnos, aunque con requerimientos de obediencia.

Las razones que explican la fragmentación social –y escolar – tienen raíces históricas profundas. No pueden revertirse estos procesos sociales desde discusiones superficiales que apunten a lo electoral. La pandemia de las cámaras apagadas demostró que la conexión fundamental es la sensible. Los docentes no son payasos que deben entretener alumnos, la escuela no es un show, a diferencia de lo que muchos señalan. Hay que dejar de temerle a la complejización de la discusión.

Es posible que docentes y adolescentes sean dos de los grupos más castigados de la sociedad actual; unos política y económicamente, y los otros social y económicamente, desde los niveles de pobreza que recaen sobre las adolescencias, hasta la absoluta desprotección respecto de la exposición a consumos para los cuales no se construyen defensas legales ni sociales. El vínculo entre estos dos grupos debe partir de entender dónde es que están cuando se encuentran unos frente a otros mirándose, dentro de un aula.

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