El grupo comandado por Ricardo Mollo y Diego Arnedo repasó lo mejor de su carrera y reafirmó su estirpe de gran banda en vivo. En un hecho inédito, dejaron el escenario para que el trío de Mataderos toque “El final es en donde partí”, haciendo realidad la voluntad de Chizzo y compañía de tocar en Capital, un deseo obstaculizado desde hace años por el Gobierno de la Ciudad.
21.50, en la pantalla literalmente kilométrica que reviste el escenario pelado comienza una película: un paisaje verde, un hombre sentado de espaldas en el pasto espera con nosotros. Se apagan las luces al tiempo que un “¡oooohhh!“ de emoción comunal irrumpe en las gargantas y las plateas se ponen de pie: se siente, está por comenzar una noche maravillosa. El hombre de la pantalla también se para y camina hasta una aplanadora, una aplanadora real, que se enciende, se nos tira encima y deviene en la Aplanadora del Rock: Ricardo Mollo, Diego Arnedo y Catriel Ciavarella hacen su entrada triunfal en el Estadio José Amalfitani después de casi 30 años y se abren camino con una arrolladora versión de “Paisano de Hurlingham”.
“¡Escuchenlo, escuchenló, es la Aplanadora la puta que los parió!”, Vélez se deshace en gritos. DIVIDIDOS en mayúsculas se enciende al rojo vivo, dando inicio a un show visual y de luces aggiornado que también será imponente, agigantando todavía más a los músicos, materializando espacios imaginarios y no tanto, como si fuera realidad aumentada.
Pronto la energía de “Sábado” invade el sábado, —“besame besame besame” en rojo cantan las pantallas con nosotros— y le da paso a “El 38”; ya el campo es puro agite y descontrol. Así arrancó una noche que quedará escrita en nuestra historia del rock. Divididos festejó sus 35 años de trayectoria a lo grande: hizo explotar un Vélez colmado durante tres horas en los se sucedieron un temazo tras otro, covers ineludibles, invitados de lujo y sorpresas incalculables.
Haciendo música con el cuerpo, en una suerte de trinchera del vivo genuino y sanguíneo, resonaron los clásicos de los consagrados “Acariciando lo áspero”, “Narigón del siglo” y “40 dibujos ahí en el piso”, que se sucedieron sin respiro durante la primera hora de show. La voz y los riffs vigorosos de Mollo, la maestría de las cuerdas de Arnedo y la batería bestial de Ciavarella nos regalan una fiesta de desenfreno, trances lisérgicos, poesía y emoción como si el cumpleaños fuese nuestro. Las estrellas también se dibujan en el cielo despejado, y Mollo con una sonrisa nos invita a apreciar el momento mancomunado como si no lo pudiese creer: “Mirá la noche. ¿Se puede pedir algo más? Hermoso”.
Entre tanto llega “La rubia tarada” con el bajo demoledor de Arnedo que nos retumba fuerte en el pecho y deja claro que lejos de estar muerto, el rock es una institución nacional inextinguible. El tema de Sumo le abre la cancha al primer gran invitado, “alguien que fue en ese momento un ángel que acomodó esto que pasaba en un lugar hermoso y nos armonizó y nos hizo hacer un hermoso disco”, dice Mollo, y le da la bienvenida a Gustavo Santaolalla en el charango, acompañado de Javier Casalla en violín. 45 mil voces entonan entonces “Qué ves?” junto a los músicos. Santaolalla apostado en un trono negro, con sus pelos y barba blancos resplandecientes y un aura de divinidad, comparte su arte ante un público que lo reverencia agradecido.
Acto seguido y como por arte de magia, Mollo aparece en el pequeño escenario en el medio del campo, atrás de la torre de control, de espaldas al escenario y las plateas delanteras y de cara al fondo del campo y el sector popular. Eriza la piel un “Spaghetti del rock” que los fans cantan por él con ojos empañados. “Un tiro para el lado de la justicia”, dice. Apenas el primero de la noche.
Mientras Mollo vuelve al escenario principal, Ciavarella toca el bombo en un “Vientito del Tucumán” rockero con la voz invitada de Nadia Larcher que pronto completa Mollo en un dúo emotivo. La bandera wiphala ahora cubre el ampli en “Guanuqueando” y se suman los músicos de “Tres mundos”, y a la sensibilidad de sus vientos de madera se unen decenas de miles de palmas. “Besos, besos de mi raza” corea todo el estadio.
Se acerca medianoche y ya entrada la segunda parte del show nos tomamos un momento para apreciar la locura del baterista, que le pega duro al bombo con una zapatilla con la bandera de argentina, y domina el hi hat con el pie descalzo, en un extenso y brutal solo que le da paso, primero a un desgarrador “El arriero”, y luego a la segunda ronda de invitados. Saltan a “San Saltarín”, adelanto del próximo disco. Llenan el escenario de músicos en vientos de metal y gaitas y el tema nuevo se suma cómodo al repertorio de clásicos.
“Queríamos convertir esto en un Teatro de Flores, pero gigante”, y los arcos y columnas del “Teatro Fenix” aparecen increíbles en las pantallas. A este escenario virtual invitan a Nana Arguen y su guitarra para “Sisters” y a la vocalista Leticia Lee para “Amapola del 66”. Y como “estamos cerca de la Paternal, nos vamos a dirigir a la calle Artigas”: es momento de traer a Pappo. Dice Mollo que a los 12, 13 años lo sorprendió, — “Ah, ¿eso se puede hacer acá?— , y desde entonces “fue el faro”. El éxtasis que siente mientras hace del wah-wah de “Sucio y desprolijo” se propaga y contagia, la cara de Mollo no miente.
Vélez poguea al unísono este sábado a la medianoche con otro de Sumo, “Crua Chan” y no se cansa. Para “Cielito lindo” Mollo pide un “mini pogo”. Como director de orquesta da la orden y la gente se rompe en los agujeros enormes que nacen en el campo, porque cantando se alegran los corazones.
A las 00.23 amagan una despedida. “¡Chau! ¡Chau!”, ¡Pero no! Es el turno de Arnedo en el micrófono. “Es muy difícil agradecer, muy difícil”, asegura y señala al público: “Con los que estaban en los 80, los hijos y los nietos, la familia, los amigos. Gracias, gracias, gracias”. “¡Olé, olé, olé Diegoo!, Diegoo!” lo vitorean, saltan, las madres abrazan a sus hijos, los amigos se palmean, se estrujan los corazones.
Como si hubiese lugar para más emociones fuertes, Mollo presenta a “una persona muy querida” y sube Chizzo Nápoli y se rompen esas guitarras en “Sobrio a las piñas / Quién se tomó todo el vino”. Y si bien parece que vivimos el clímax de una noche insuperable, todavía falta. Finalmente, “Ahora nos vamos a retirar de este escenario” dice Mollo y mientras la gente protesta completa la frase: “y vamos a dejar el espacio a unos…, ya son familia a esta altura de la vida, que son los rengos, que hace mucho tiempo que no tocan en Capital.”
Entonces Divididos cede el escenario, suben Tete y Tanque Iglesias y La Renga está completa y va a tocar en un estadio en Capital por primera vez en años. “Esto está todo improvisado. Es un honor estar festejando los 35 años con estos monstruos maestros, y es una emoción muy grande para mi estar tocando con esta guitarra, esta SG que fue la que me prestó Ricardo cuando grabamos Despedazado por mil partes”, anuncia Chizzo ante un estadio completamente fuera de sí. Explotan los primeros acordes del poderoso “El final es en donde partí” y tiran abajo Vélez. El público revolucionado estalla en euforia incrédula: vemos cómo se escribe la historia ante nosotros.
Vuelve el trío cumpleañero al escenario para despedir la noche. “Tuvimos a La Renga en Capital, loco” —Mollo se agarra la cabeza—. “Esto es lindo: un acto de justicia”. Y después de una frutilla de postre incomparable, la velada termina levitando en el cielo con “Ala delta” y baja a tierra con un frenético “El ojo blindado” de Sumo. Mientras, en la pantalla pasan Mollo, Arnedo y Ciavarella tocando en un traveling infinito, una y otra vez, como si no se fueran a ir nunca. El rock no está muerto ni morirá jamás. En palabras de Chizzo: ¡Gracias Divididos, feliz cumpleaños! ¡Por siempre!
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