Su autor es el joven Lautaro Brodsky, quien se mete con uno de los temas menos investigados del terrorismo de Estado de la última dictadura cívico-militar.
En primer lugar, porque se trata de un tema del que se ha escrito muy poco, a pesar de la elocuencia de los datos que existen en relación a la tragedia que vivieron los argentinos judíos bajo el terror de la dictadura cívico-eclesiástico-militar que inauguró el general Jorge R. Videla el 24 de marzo de 1976.
La aparición de este libro, entonces, cubre un agujero en el sostenimiento de las políticas de memoria, verdad y justicia.
En segundo lugar, porque se inscribe en una larga tradición, pero igualmente de producción escasa, de investigaciones que han buscado darle una explicación a un hecho que, en algunos momentos de la historia argentina, fue un tabú: el antisemitismo de las clases dominantes y, especialmente, de las fuerzas armadas argentinas.
En ese encadenamiento se encuentran los textos de Daniel Lvovich, Nacionalismo y antisemitismo en la Argentina; Juan José Sebrelli, La cuestión judía en la Argentina; Jacobo Timerman, Preso sin nombre, celda sin número; Guillermo Lipis, Judíos y militares bajo el terror del Plan Cóndor; Daniel Goldman y Hernán Dobry, Ser judío en los años setenta; Gabriela Lotersztain, Los judíos bajo el terror; y Leonardo Senkman, El antisemitismo en la Argentina.
En tercer lugar, porque quien tomó la posta de esta ardua tarea es un joven de 22 años. Sorprende el aplomo, propio de un curtido investigador, con que presenta los hechos, muchos de ellos desgarradores. Y agradan sus pinceladas de furia y frescura juvenil que lo acompañan.
Lautaro Brodsky, que de él se trata, tiene un punto de vista que no oculta, pero que tampoco pide al lector que comparta. Expone los hechos honradamente investigados sin hacer una apología de una posición política ya que su objetivo es mostrar las relaciones y causas profundas que determinaron al “gobierno más antisemita de la historia argentina”, que es como caracteriza, con rigor, a la última dictadura.
Brodsky realizó una exhaustiva investigación en fuentes secundarias, abrevó en la literatura señalada y en el Nunca Más de la Conadep. También en informes específicos, noticias publicadas en los medios de comunicación y en textos históricos que indagaron sobre la identidad judía y su vínculo con el mundo.
El libro de Brodsky tiene una cuidadosa articulación. Primero presenta los temas de manera general: qué es el judaísmo y qué es el antisemitismo. El primer punto contiene una visión de lo universal: “La identidad nacional del judío es -y sólo puede ser- su universalidad”, señala. Así, el judaísmo será la “expresión de un pueblo disperso” que al mismo tiempo se integra en las comunidades en las que se asentó.
En el camino de esa integración, muchos “judíos genéricos” de fines del siglo XIX se sumaron, junto con otros millones, a las filas de las organizaciones políticas y sindicales socialistas, comunistas y populares. En ese terreno sobresalieron algunos como Carlos Marx, Rosa Luxemburgo y León Trotsky.
Respecto del segundo punto, el autor es terminante: “El antisemitismo es una forma de odio”, subraya. La preeminencia del imperialismo, a fines del siglo XIX, interrumpe el proceso de integración del “judío genérico” y exacerba sus diferencias con los nacionales. De allí derivan los primeros pogromos de Europa oriental. El sionismo aparece como respuesta por la negativa: al judío se lo rechaza porque no está en su propio territorio, argumenta. Brodsky señala con acierto cómo el sionismo alimentó al antisemitismo para tener su propia justificación de conquistar Palestina, habitada hasta entonces por palestinos y judíos en paz. Este punto, indica, demuestra que antisionista y antisemita no son sinónimos.
Pasados estos puntos muy importantes, el libro se mete en el horror de la dictadura y su previa, la AAA, en la generalizada actitud antisemita en las fuerzas armadas y policiales, en las esvásticas y cuadros de Hitler en los centros clandestinos de detención y cuarteles y comisarías, en las apelaciones constantes a la fraseología nazi y fascista, en la brutalidad ejercida con especial saña sobre los detenidos judíos. Decenas de testimonios ponen de relieve, una y otra vez, esta conducta de los genocidas, en cuyas afiebradas cabezas pululaban absurdos como el plan andinia, de control judío sobre la Patagonia. También los prejuicios largamente plantados, como que los jóvenes judíos son todos maximalistas.
Al respecto hay un dato revelador: al inicio de la dictadura, la población judía de la Argentina representaba el 0,8% del total. Sin embargo, los 2000 detenidos desaparecidos judíos elevan esa representación al 6,6% de los 30.000. Lel peso de la persecución dictatorial cayó con más fuerza sobre la colectividad. Ya en los campos de concentración, “un activista popular, por el simple hecho de ser judío, tenía menos probabilidades de sobrevivir”, explica Brodsky. “Los judíos solían sufrir un doble ensañamiento, por su condición de militante político y social y por el simple hecho de ser judío”.
Así, el autor llega a la conclusión de que, durante la dictadura, se estuvo en presencia de un pogromo camuflado en el terrorismo más general que buscó la exterminación de la oposición política. El personal militar y policial que ejecutaba estas atrocidades venía de décadas de adoctrinamiento nacionalista-católico, al punto que ser judío era un tabú en las fuerzas armadas y de seguridad. Esta posición sin sentido se expresó también -no podía ser de otro modo- en las islas Malvinas, durante el enfrentamiento bélico con Gran Bretaña y la OTAN. La oficialidad se encargó de maltratar a los soldados y nuevamente con la saña enfocada sobre los judíos. En este aspecto, Brodsky bucea en los testimonios que dan cuenta de esos agravios sufridos.
Ante tantos ataques sufridos en la represión, a los que hay que sumar los atentados a sinagogas, cementerios, colegios y comercios, Brodsky se detiene a analizar la respuesta de las organizaciones de la colectividad. Asegura: “Para ser claros desde el inicio: el Estado de Israel, el sionismo mundial y su dirigencia argentina apoyaron a la dictadura antisemita desde sus inicios”. Y agrega: “Para el establishment comunitario, el antisemitismo era una cosa menor, que solo sufrían los judíos ‘zurdos’”.
En este aspecto también suma testimonios recopilados por las fuentes primarias que ponen de relieve el comportamiento esquivo, algunas veces encubridor, de las conducciones comunitarias de la época con la represión. Estas direcciones seguían la orientación más general del sionismo, que apuntaba a privilegiar las relaciones comerciales y diplomáticas de Israel con la Argentina, incluida la venta de armas con las que mataban a los ciudadanos argentinos judíos. Y que también respaldaba la segregación de los judíos del resto de la población y, por lo tanto, enfrentaba la asimilación que los judíos ya habían logrado.
Contra esta corriente dominante en las organizaciones de la colectividad se levantaron pocas voces. Bodsky rescata tres: Herman Schiller, responsable editorial del periódico Nuestra Presencia; el rabino Marshall Meyer, de la sinagoga Bet-El; y el rabino Roberto Graetz, de la congregación Emanu-El. Meyer y Schiller fundaron el Movimiento Judío por los Derechos Humanos (MJDH) en momentos en que la cuestión de las libertades democráticas irrumpía con fuerza en el país, así como la situación de los detenidos desaparecidos. El MJDH se destacó en su empeño por la pelea por los derechos humanos, superando incluso prejuicios que se manifestaban en otros organismos que no entendían por qué tenía que existir un organismo específico “judío” que denunciara el antisemitismo de la dictadura.
El libro de Brodsky aparece en un momento especialmente sensible: el 40mo aniversario de la democracia argentina llega embadurnado del negacionismo que la propia democracia prohijó durante estos años. Porque el negacionismo que hoy encarnan varios hombres y mujeres públicos, como los diputados Javier Milei, Victoria Villarroel y José L. Espert (y que si se rasca un poco el barniz electoral de algunos más, aparece inmediatamente) creció como huevo de serpiente acunado en la posición de muchos políticos que en 1983 estaban de acuerdo con el autoindulto de los militares –sin ir más lejos, el candidato presidencial del PJ de 1983, Ítalo Luder–; en las leyes de Obediencia debida y Punto final –de impunidad– del alfonsinismo; en los indultos del menemismo que fueron avalados por los otros dos poderes del Estado de entonces; en la política de Estado, que atraviesa a todos los gobiernos de estos 40 años, consistente en no sacar a la luz pública todos los archivos secretos, civiles y militares, y especialmente de los múltiples servicios de inteligencia, con la información sobre los detenidos-desaparecidos y los nombres de los responsables de los crímenes de lesa humanidad.
También en la justicia, que aún hoy sigue poniendo trabas, hasta las más inverosímiles, para evitar ir a fondo respecto de los hechos que marcaron a fuego a la Argentina sometida al terror dictatorial. Y en la Iglesia Católica, que fue históricamente una instigadora del antisemitismo en el país, distribuyéndolo por toda la sociedad, pero especialmente sobre las clases pudientes, y cuyo accionar no ha merecido arrepentimiento alguno.
Y, desde ya, en los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA, del que próximamente se cumplirán 30 años de impunidad que atraviesa a todos los gobiernos que, al igual que con los archivos de la dictadura, se negaron y niegan a revelarlos. El de la AMIA fue el peor atentado antisemita, tanto de la historia nacional y como mundial después de 1945. Pero no se ha podido avanzar en su esclarecimiento por la intervención consciente y decidida de los aparatos estatales, tanto de la Argentina como de diversas potencias mundiales empezando por Israel.
El libro será presentado este sábado 5, a las 16 hs, en la sede del Servicio Paz y Justicia (Serpaj) Piedras 730, CABA.
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