Tanto los trabajadores rurales latinos como los que en la ciudad son empleados en restaurantes o casas de familia, ven peligrar su situación.Los empleadores aprovechan el miedo para incrementar la explotación de los indocumentados y para bajar el salario de los locales.
«Compré este carro con los vidrios polarizados a una gringa. A ella no la pararon nunca. ¡Pero a mí me para la policía, me hacen todo tipo de averiguaciones, multas, y me obligan a sacárselos! Estamos cansados de esos abusos. ¿Qué harían sin mexicanos?» Los empleadores de la industria y el campo en Sioux uno de los condados más ricos de Iowa tienen su respuesta a la pregunta de Selena: la economía no podría funcionar sin hispanos. «No habría leche, queso, yogur, verduras, carne ni nada en los almacenes», afirma Darin, un empresario lechero que explota a 36 obreros rurales, «no hay americanos dispuestos a hacer estos trabajos sucios, aburridos 365 días al año, no importa cuánto pagues».
Sin embargo, ese «no importa cuánto pagues» delata el nudo donde la cuestión racial o étnica no hace sino justificar una mayor explotación. Sucede que además de hacer tareas menos valoradas socialmente, los trabajadores latinos cuestan a empresarios como Darin mucho menos que los estadounidenses y les rinden mucho más: sin aportes sociales ni de salud, sin indemnizaciones por despido ni pagos por antigüedad, sin proveer elementos adecuados de seguridad, y haciéndolos trabajar jornadas que en «ordeñes», «ranchos» o «hueveras» pueden ser de hasta 16 horas. Peor aún para las mujeres otro blanco de Trump que pueden cobrar hasta la mitad que los varones por el mismo trabajo. Una de ellas cuenta: «Nos reuníamos en el único descanso que teníamos en 12 horas. Le pedimos al patrón que agregara otro y que nos dejara comer ahí. Nos dijo que la ley no lo permitía. Y le dijimos que si fuera por la ley deberíamos trabajar ocho horas. Nos contestó que nosotros estábamos fuera de la ley. Entonces le dijimos que ni modo, ¡que nos diera el break! Y nos dijo «basta, se termina la junta, están siendo demasiado inteligentes’.»
La situación de irregularidad y el subsecuente temor a la deportación funciona reduciendo a los trabajadores latinos a una subcategoría de trabajadores sin derechos: un sueño hecho realidad para muchos sectores de la burguesía de Estados Unidos.
Con más gimnasia de protestas que sus compañeros de desdicha de Iowa, los latinos que viven en Nueva York pretenden no hacérsela tan fácil a Trump. «Acá, para quedarnos» fue el lema, durante tres días, de un grupo de inmigrantes indocumentados. Están orgullosos de ese estado y realizaron una «caravana de coraje» que partió el martes pasado desde Nueva York rumbo a Washington DC y pasó por Nueva Jersey y Pensilvania. El objetivo, decirles tanto a Trump como a Obama que paren con las deportaciones.
No vamos a tener miedo, nuestra comunidad va a seguir luchando y el miedo no nos va a echar para atrás. Vamos a seguir adelante para proteger nuestras familias. Vamos a marchar para crear un movimiento para pelear contra la xenofobia, la retórica anti-inmigrante, dice César Vargas frente a la Trump Tower. Él es el primer indocumentado que logró una licencia para ser abogado en el estado y una de las voces principales del grupo.
«Sin papeles y sin miedo» fue otra consigna de este grupo. Pero en realidad sí están asustados: la marcha llegó a la capital del país el jueves, uno de los feriados más importantes para los estadounidenses, para recordar que si hay una deportación masiva el próximo año muchas familias no podrán celebrar juntas el Día de Acción de Gracias.
«Obama, estamos en la puerta de tu casa. Pensá en nuestras familias cuando estés pasando tiempo con la tuya hoy», fue el mensaje que quisieron darle al presidente un grupo de los DREAMers (soñadores, por DREAM, el nombre de una ley). Así se conoce a los beneficiarios de una política de la actual administración que suspendió algunas deportaciones y les concedió un permiso de trabajo. Son menores de 31, y todos llegaron al país sin papeles cuando eran muy pequeños. Su obligación es la de estudiar o haber obtenido un título equivalente al de la escuela secundaria.
«¿Cuál va a ser tu legado?», decía el cartel que una joven sostenía frente a la Casa Blanca. Es Hina Naveed, tiene 26 años y tenía diez cuando llegó a EE UU desde Paquistán. Trabaja en un centro de inmigrantes de Staten Island, uno de los distritos de Nueva York, y le gustaría estudiar abogacía en el futuro. Algo que, desde el triunfo de Trump, parece cada vez más incierto para los inmigrantes.
Pero no todos tienen ese beneficio reservado sólo para los jóvenes y para ellos el presente tampoco es fácil: para muchos latinos, el único camino que queda es el trabajo no registrado, en puestos vinculados a la gastronomía o al servicio doméstico. Lilian, una hondureña que llegó hace 12 años a Nueva York, evita ser pesimista, aunque no tiene papeles. «Espero que haga algo, mejore la salud, ayude a los ancianos y no hable tanto», dijo a Tiempo Argentino desde el puesto de tacos y empanadas que tiene. Ella solo quiere que Trump trabaje »que para eso lo eligieron» y que «no moleste a los hispanos».
Rigoberto prefiere desconfiar. Es un mexicano que trabaja en un pequeño almacén del East Village, junto con un compañero de Yemen y otro de Nicaragua. «Soy realista. Las cosas se van a poner más difíciles pero no creo que cambie mucho», sostuvo. Los latinos, razona, tienen problemas incluso bajo el gobierno demócrata.
Con un discurso inclusivo, Obama tuvo uno de los índices de deportación más altos de las últimas décadas. Esas experiencias fundamentan el temor ahora que el clima antiinmigrante se legitimó más con Trump. Pero más que para realizar deportaciones en masa, hoy esto está funcionando como un disciplinador de trabajadores latinos, que seguirán allí de todos modos y de los que EE UU no puede prescindir. «
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