Las dos décadas en el cielo eran exclusivas para los pasajeros con habano

Por: Federico Winer

En los '50 y los '60, United Airlines operó una burbuja de exclusividad. Las puertas del Executive Flight se cerraban y aislaban a los hombres de su mundo. Hasta que llegó el día en que las mujeres se rebelaron.

En algún rincón perdido de la memoria, donde el tiempo se peinaba con gomina y los relojes todavía tenían agujas que valían la pena, existió una época en la que los cielos eran territorio exclusivo de los hombres. Eran tipos de bigotes recortados y aroma a Old Spice capaz de tumbar a una yegua. Fue la era dorada, desde los años ’50 hasta que los ’70 comenzaron a volverse cursis, y United Airlines, con esa astucia que tienen algunas empresas para olfatear el nicho, inventó el Executive Flight. Un paraíso con alas para los ejecutivos de traje tallados como el mármol.

Primero. Es un lunes cualquiera de 1954, y Nueva York bulle como un hormiguero pateado. Un tipo con el nudo de la corbata perfecto como un teorema observa que faltan un par de horas para el despegue: un refugio alado que, durante 17 años, fue el recreo de los varones de América. Un paréntesis entre el escritorio atestado de papeles y la cena servida en platos de loza desportillada, con olor a guiso y resignación matrimonial. Un oasis en las alturas, donde el whisky corría gratis y nadie, jamás, armaba un escándalo por la tapa del inodoro.

A las 5 en punto, ni un minuto más ni menos, el Executive Flight alzaba el morro desde Nueva York y enfilaba el cielo como un tren que ruge hacia el Lejano Oeste, pero con más clase y mejor afeitada. Surcaba las nubes con la elegancia de un cowboy, aunque este llevaba colonia cara y no olía a caballo. Adentro, gerentes de mandíbula firme, curtidos por las decisiones pesadas, charlaban en voz baja.

Hablaban de inversiones, de palos de golf, de secretarias con curvas que hoy harían estallar en llanto a la generación de cristal, esa troupe de almas frágiles que se quiebran con un soplido. Desde las ventanillas, el mundo allá abajo era un lienzo de Pollock o Kandinsky: rayas, luces, sombras, un caos que merecía un bostezo. Y ellos, soberanos del aire, brindaban con la certeza de que todo estaba en orden: señoras con presencia de bacana a poner calor en el nido desde la cocina, los pibes en la cama. Y el cielo como un club de caballeros con turbinas.

Claro que había un detalle, una excepción brillante de la compañía: las azafatas. Jóvenes, sonrientes, solteras. Si alguna osaba casarse, la mandaban sin escalas a otra ruta, como quien despacha un paquete mal etiquetado. Todo en el Executive Flight estaba medido, pulido. Al sentarse, el pasajero encontraba pantuflas de felpa y las cotizaciones de Wall Street, un guiño a su pedestal entre mortales.

«Les damos la chance de escaparse de las mujeres», soltó un portavoz de United en 1954, con la suficiencia de quien no espera réplica. Su nombre, claro, se lo tragó el olvido, como a tantos profetas de verdades incómodas. No era segregación, insistían con cara de póker: era «lujo». Y vendió. En su primer año, más de 20.000 tipos compraron el boleto al sueño del vuelo masculino. Pero, ay, no hay paraíso que dure.

Segundo. Había un hedor turbio flotando en el aire de Chicago, como si la ciudad rumiara un secreto entre dientes, aguardando el chispazo justo para escupirlo y prenderle fuego a todo. Corre 1958 y Edythe Rudolph Rein, vicepresidenta de National Telefilm Associates, camina hacia el mostrador de United Airlines con el aplomo de quien pide un cortado en el bar El Cairo, de Rosario. No espera más que un trámite, un sellito en el ticket y listo. Pero lo que le devuelven es un sopapo invisible, de esos que duelen más por lo que dicen que por cómo lo dicen: «Este vuelo es solo para hombres». La cara se le tuerce. ¿Indignación? ¿Desconcierto? ¿Cómo carajo puede ser? Si ellas ya manejaban autos, fumaban en la vereda como si nada y hasta tenían cuentas bancarias a su nombre.

Ahí, en ese instante preciso, empieza a gestarse un conflicto que explotaría con el estrépito de los tiempos venideros. La década del ’60 llegó con sus promesas: minifaldas, píldoras anticonceptivas, el rock y una revolución que avanzaba sin pedir permiso. Así nació la asociación NOW, liderada por feministas hartas de hacer la valija del marido sin poder subirse al avión. Plantadas frente a la sede de United semanalmente, exigieron el fin de esa «absurda política» de vuelos exclusivos para hombres. Como gota que taladra piedra, el Executive Flight se desplomó: de un 90% de ocupación a un triste 40%. Los hijos de sus antiguos defensores extrañaban el perfume femenino. Las reglas cambiaron, United cedió, y los últimos caballeros del aire aterrizaron para siempre.

Tercero. Y así, en un giro curioso de la historia, los sitios exclusivos de género comenzaron a multiplicarse, pero para mujeres. Gimnasios, vagones de tren en Japón, cafés rosas con carteles de “Sólo para Ellas”, templos del empoderamiento que florecieron con la misma naturalidad con la que antes se justificaban los clubes de caballeros. Como si la mera idea de un sitio sin chicos fuera un hallazgo revolucionario, un descubrimiento. La cultura, en su eterna contradicción, parece moldearse bajo la premisa de la segregación.

Para muestra, un botón. En 2024, la aerolínea india IndiGo, escudada en un «estudio de mercado», implementó una función que permite a las pasajeras sentarse solo con mujeres. La excusa, por supuesto, es satisfacer el «deseo» de algunas viajeras. Con el hashtag #GirlPower en las redes sociales, la medida se presentó como una muestra de “avance”. Que nadie se atreva a discutir el progreso. Y mucho menos si todavía usan boxers. Lo curioso es que no le preguntaron a las chicas que no querían estar con otras si realmente deseaban este tipo de «privilegios». Pero claro, en estos tiempos, el que no lo ve como una conquista es, directamente, un machista en potencia.

Entonces, siempre con la premisa de que codo a codo somos mucho más que dos, surge la pregunta: ¿por qué, cuando se favorece a ellas, la discriminación se percibe como algo positivo, mientras que si se aplicara a los hombres, sería un atentado contra la igualdad?

Al final, tal vez lo único que importa sea compartir el viaje sin barreras ni etiquetas, avanzando juntos en la travesía de la vida. «

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  • No es discriminación es saber que muchos hombres siguen en la prehistoria y sigue siendo necesario cuidarse o defender el derecho a no sufrir a uno que no entiende que el tema es viajar cómodos y cómodas tranquilos y tranquilas. Los vagones de Japón son por el acoso masculino

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