Me está dando sed... Puedo ir a beber para olvidar pero nunca me olvidaré de hacerlo.
Una vez me escapé y aparecí, según los recuerdos que mi viejo solía reproducir, en el pasillo de un PH cercano jugando a la pelota con otros pibes. Habían salido todos los mayores disparados del bar en mi búsqueda. Pero la pelota ya me estaba buscando y encontrando. Una buena cagada de pedos que aún guardo en algún rincón de mi memoria emotiva. Mi viejo, años después, cuando la vida y las leyes de los militares nos obligaron a cambiar no muy amablemente de barrio, cada sábado hacía su viaje con dos bondis, el 115 combinando con el 127, desde Villa Soldati hasta Urquiza, para la cita del vermú con sus amigos. Una dificultad añadida de ese destierro suburbano.
Mi padrino también era tipo de bar. Incluso fue dueño de uno por Chacarita. Más sentado del lado de afuera de la barra, con sus amigos habitués… Descontrol de números y vicios, escolaso y sustancias, que acabó en la ruina. Del ambiente tanguero, gran bailarín milonguero, su peor negocio fue intentar comandar un bar. Nos abandonó relativamente temprano, con delirium tremens y todo.
Y en tren de familia, sumo al padrastro de mi vieja, nunca mi abuelo. Tal vez ese calandraca impresentable, obrero metalúrgico gorila, puteador serial y golpeador, me acercó temprano a mi faceta de cantor. Un verano, en mis primeras vacaciones fuera de Buenos Aires, mi estoica abuela me llevó como premio de nieto mayor a visitar familiares del campo en San Luis. Al viejo le gustaba poco la gente y menos familiares. Desde el primer día se escapó a un bar del pueblito rural y me llevó con él con la excusa: «Voy a pasear al pibe». En el bar lleno de paisanos ataviados con ropas gauchas (recuerdo escenas de yerra y asados), pronto sonaría en murmullo a viva voz… “los porteños», en tono entre irónico y amistoso. Colgaba una guitarra detrás de la barra y al taimado, no se le ocurrió mejor cosa para atenuar tensiones. Exclamó en voz alta que «el porteñito» (yo) cantaba folklore y muy bien. Al rato, muy desenvuelto desde siempre, clavé unas cuantas zambas y se rindieron. Cada mañana siguiente, canté en el bar para que el viejo choto jamás pagara un café, un vermú o un vino, en ese orden… Me palmeaba la nuca riendo, como un patán y les guiñaba el ojo a la paisanada antes de volver a la hora de la comida a la casa. Mi primer contacto con algo parecido a un productor. Digamos, o sea…
En bares escribí canciones, letras, ensoñado, cautivado por personajes o historias. Pasé horas sin tener adonde ir a dormir, esperando el día o algunas citas. Besé sobre alguna mesa y lloré despedidas impensadas. Me he peleado, me han echado y aprendí eso de que «para volver hay que irse».
En Zaragoza, un lunes a la noche en un bar conocí a la que sería mi esposa. No estaba en un momento virtuoso de mi vida, a comienzos del 2002, debo reconocer. Acudimos allí con un viejo y conspicuo habitual del antro, alto amigo, el «Ñeri». El lunes era el día de la «gente de la música». Casi todos los bares «normales» cerrados, pero ese no, que bah… Gente del ambiente y de camareros que no trabajaban por tener libre en la hotelería. Gente que conocía de memoria los pasos de la barra al baño, precisos y constantes: no eran ganas de mear las que guiaban esas procesiones. De repente por la puerta, apareció ella, como una viruta de luz en una tiniebla mineral, única presencia no bebería ni nada de otras cosas… Al rato nos reíamos con pavadas y tiradas cómplices de onda. A los dos años todo acabó en matrimonio y luego llegaría una hija preciosa y fundamental. El bar puede ser un “no hay bien que por mal no venga”. O al revés, depende la versión.
Dice con sabiduría el catedrático, escritor e investigador español Javier Barreiro en Amor al bar: «Sea como sea, tabernas, bares o el más reposado café han sido los principales lugares de ocio y socialización de los españoles, donde se han refugiado del frío de las casas viejas sin calefacción, han hecho amistades y sido felices sin demasiado control social. Incluso las organizaciones obreras tenían en las tabernas sus lugares de reunión, fuera de la vigilancia de otras clases sociales…»
En La Topera, uno muy especial, fue mi despedida de soltero, tomando prestada una ocurrencia de Peralta Ramos sobre el Monumental. En ese legendario lugar del barrio de San José, leí a Buñuel y mi hija, a sus dos meses, probó una mamadera por primera vez, mientras me clavaba una cerveza acodado a su barra. Un recuerdo de La Topera, en plena transición de peseta al euro: cada mañana cerca del mediodía, un anciano acodado en su barra con el bastón erguido al lado, pagaba su vino con «5 duros»(25 pesetas). Luego se retiraba como si nada saludando sin girar la cabeza: «¡Hasta luego, que me voy!». Gestos de bar.
El Bar Británico de San Telmo, sitio de guerreras y guerreros, gente quebrada o perdida que a veces logra encontrar un rumbo sentimental o se despide para siempre ardiendo de vida jodidamente bella. Con mi barco pirata suburbano navegué horas allí detenido sin que Parque Lezama se cerrara, cabeceando en mi naufragio mental desde su ventanal empañado de penúltimas ginebras.
Los bares son siempre, una reserva de hacer y saber popular, aunque huelan a meo sus baños, en una terminal de tren, o a fritanga en un mediodía cercano a un hospital. Todo bar es cultural. La magia carnal y social, mapa aparte en la historia de la humanidad. Cualquier bar es casi sapiencial, congestión de soledades o encuentros tan circunstanciales como vitales. Rumores de licor sustancial…
Me está dando sed… Puedo ir a beber para olvidar pero nunca me olvidaré de hacerlo. Lo prometo ante la barra lectora en la que me acodo… ¿o mi plata no vale?
Besos de esquina y abrazos de cancha. «
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