La buena intención general fue percibida casi de inmediato. En tiempos de deconstrucción, todo aquello que nace tomando la potencia imparable del feminismo del siglo XXI es positivo, aunque algunos de sus aspectos sean, por lo menos, cuestionables. Instalar un tema que apunta a nuevos interlocutores y usa nuevos mensajeros es lo más resonante. Que el estereotipo del hombre machista, misógino y violento sea interpelado por otro hombre logra la empatía masculina colectiva. El mensaje de un par llega distinto, se toma distinto. Que uno de los tuyos te marque tu misoginia, tu machismo, tu violencia patriarcal es un golpe al mentón, un shock que sólo te deja una alternativa: la toma de conciencia de que tenés que cambiar. Ese objetivo publicitario se cumple a la perfección, y de ahí su viralización masiva.
Ahora bien, una vez corrido el velo de la buena intención, nos topamos con elementos que incomodan, con mensajes positivos que no son tales. El spot «Violencia Intrafamiliar» recrea una charla entre un padre y su hijo. Este último, luego de años de ser testigo de la violencia verbal y psicológica que padece su madre, interpela a su padre reprochándole los malos tratos, modales y expresiones ofensivas, a fin de lograr un cambio radical y detener la violencia. Si bien la recreación tiene como protagonista a un hijo adulto de 30 años aproximadamente, el mensaje publicitario abarca todas las edades. Cualquier adolescente puede comprender la escena y concluir: mi viejo es violento con mi vieja, tengo que frenarlo.
¿Debe un hijo asumir ese rol? ¿Tiene un adolescente las herramientas necesarias para frenar la violencia intrafamiliar? ¿Debe la sociedad, el Estado, delegar en un niño esa responsabilidad? ¿Ese adolescente es testigo o una víctima más de la violencia?
Hoy con 37 años me transporto a aquel adolescente de 13 que vivía en Colegiales y era testigo de la violencia intrafamiliar. Me veo apachuchado, encerrado en mi habitación, tapándome la cabeza con la almohada, intentando mitigar el retumbe de los gritos, insultos y agresiones de mi viejo en mis oídos, rogando que el llanto de mi vieja termine. Discúlpeme Avon, nunca tuve la capacidad de interpelar a mi papá para que cambie su accionar, de sentarlo mansamente en el sillón para hablarle sobre cómo nos afectaba, a mis hermanos y a mí, su trato violento. Nunca pude llevar adelante eso que me exige desde su spot. Ni siquiera tuve alguna herramienta para mitigar el daño psicológico de vivir inmerso en esa violencia. Así apachuchado, muerto de miedo en mi habitación, fui tan víctima como mi vieja. No podemos ser nosotros, los hijos, los encargados de salvar a nuestras madres y deconstruir a nuestros padres. Es pedirnos demasiado Avon. También somos víctimas.
La Ley 26.485 de Protección Integral a las Mujeres expresa en su artículo 7° que «los tres poderes del Estado, sean del ámbito nacional o provincial, adoptarán las medidas necesarias y ratificarán en cada una de sus actuaciones el respeto irrestricto del derecho constitucional a la igualdad entre mujeres y varones. Para el cumplimiento de los fines de la presente ley deberán garantizar los siguientes preceptos rectores: h) todas las acciones conducentes a efectivizar los principios y derechos reconocidos por la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres”.
La lectura de la legislación no deja dudas. Los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial nacional, provincial y municipal deben asumir la lucha contra la violencia y adoptar las medidas necesarias para que la sociedad en su conjunto tome conciencia. Lejos deben estar los niños, niñas y adolescentes de asumir tamaña tarea.
Erradicar socialmente frases tales como «no te metas», «son cosas de pareja», «los trapitos se arreglan en casa» es quizás un punto central. A la sociedad durante años y años se la ha instigado a creer que este tipo de violencia es parte de la privacidad de las parejas y debe ser resguardada bajo siete llaves. Mi vecino de Colegiales seguro escuchó los gritos y agravios de mi viejo. La panadera de la esquina de casa vio a mi vieja llorando o con un moretón en el brazo. Mis abuelos, mis tíos, lo mismo. Todos, absolutamente todos, miraron para un costado. «
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